Catalu?a, lengua y cultura
La pervivencia de la lengua catalana como ¨²nica lengua propia de Catalu?a en el curso de los ¨²ltimos cinco siglos no puede explicarse m¨¢s que apelando a una circunstancia que, en t¨¦rminos europeos, resulta ser de una anormalidad extrema.A finales del siglo XV, en efecto, y al mismo tiempo que se cumpl¨ªa la uni¨®n en una sola dinast¨ªa de las coronas aragonesa y castellana, Catalu?a parece haber optado definitivamente (pues hay razones para pensar que la opci¨®n ya se hab¨ªa estado gestando en todo el curso del siglo) por un r¨¦gimen de vida sin otro alcance que el estrictamente local, cotidiano y privado. Es sin duda significativo que los catalanes no se opusieran a que el monarca de turno los despojara de cualquier derecho residual que hubieran podido reclamar para s¨ª mismos sobre el gobierno y la administraci¨®n de las posesiones de la corona de Arag¨®n incorporadas a la monarqu¨ªa que se establece en Espa?a con Carlos I. En cualquier caso, a semejante renuncia del ejercicio del poder pol¨ªtico fuera de los l¨ªmites de Catalu?a, los catalanes a?adieron, ya desde el mismo establecimiento de la nueva monarqu¨ªa, la firme decisi¨®n de no permitir que su r¨¦gimen vital tradicional sufriera el influjo de la cultura intelectual contempor¨¢nea, lo cual vino a resultar en el rechazo por parte de los catalanes de toda cultura intelectual, y no s¨®lo de la cultura literaria en castellano, que era la que, por su proximidad y enorme prestigio, hubiera podido ejercer el influjo m¨¢s poderoso. La sociedad catalana, una vez perdida la facultad de actuar con iniciativa propia en la determinaci¨®n de su propio destino, parece haberse propuesto dimitir de la historia, refugi¨¢ndose en la mera repetici¨®n de lo inveterado y consabido como ¨²nico recurso capaz de procurarle el sustento indispensable para la preservaci¨®n de su identidad.
El triunfo de la subhistoria fue, pues, total en Catalu?a en el curso de los siglos XVI y XVII, e incluso en buena parte del XVIII. S¨®lo a finales de este ¨²ltimo siglo dio Catalu?a indicio de estar dispuesta a reintegrarse al mundo y a salirse en cierta medida de su ensimismamiento secular. Y en el curso del siglo XIX, lo mismo que en el presente, Catalu?a incluso ha Regado en ocasiones a ejercer el protagonismo en el escenario econ¨®mico y pol¨ªtico espa?ol. Pero la nueva actitud de confianza y ambici¨®n relativas que se ha generalizado en el curso del ¨²ltimo siglo y medio en amplios; sectores de la sociedad catalana no ha alcanzado a cancelar el arraigo secular en el r¨¦gimen vital catal¨¢n de los valores que conllevaron a finales del siglo 'XV el rechazo de la cultura intelectual.
Esos valores son sin duda fundamentalmente mediocres (en el mejor sentido de la palabra, el confirmado por la tradici¨®n cl¨¢sica), pero son, al propio tiempo, eminentemente positivos: son valores a cuyo amparo cunden aquellas virtudes de diligencia y parsimonia que se atribuyen proverbialmente a los catalanes, y tambi¨¦n otras, acaso no tan evidentes, fundadas en la atenci¨®n respetuosa, e incluso reverente, por lo dado sin m¨¢s o inmediato. Son los valores propios de aquel r¨¦gimen vital de alcance reducido a lo local, cotidiano y privado a que antes me he referido. Huelga decir que en el ¨¢mbito de lo protegido, e incluso fomentado, por esos valores es natural que entre tambi¨¦n de lleno la lengua heredada propia de la poblaci¨®n que los comparte, y eso es justamente lo que observamos que ha ocurrido en el curso de los cinco ¨²ltimos siglos, con el catal¨¢n.
Como dec¨ªa al principio, la pervivencia del catal¨¢n como la ¨²nica lengua propia de los catalanes no se explica m¨¢s que recurriendo a la asociaci¨®n que ha guardado la lengua con unos valores por el estilo de los descritos y el arraigo en Catalu?a del r¨¦gimen vital que los sustenta.
Lo sorprendente es que los grandes cambios que sin duda ha experimentado la sociedad catalana en el curso de los dos siglos ¨²ltimos, en la econom¨ªa y en el r¨¦gimen vital superficial prevaleciente en el pa¨ªs, no hayan repercutido ni siquiera en el presente sobre el r¨¦gimen vital profundo, que sigue estando presidido por los mismos valores y configurado por las mismas elecciones practicadas hace 500 a?os. Y entre ¨¦stas tiene que interesamos particularmente que siga ejerciendo una funci¨®n determinante de gran alcance, contra todas las apariencias, el rechazo de la cultura intelectual.
Es verdad que, en el curso del ¨²ltimo siglo, Catalu?a ha querido presentarse (sobre todo en el contexto espa?ol) como caracter¨ªsticamente moderna y, por tanto, amante del progreso y consiguientemente sabia, y no puede negarse que, junto a la exhibici¨®n de los dem¨¢s modos de ser moderno, Catalu?a ha tratado de brindar el escaparate del progreso cient¨ªfico a la admiraci¨®n de propios y extra?os. Pueden haber sido muchos los (espa?oles, claro est¨¢, comprendidos los catalanes) que se hayan dejado impresionar por dicha exhibici¨®n de la singular competencia catalana en ese orden de cosas, pero ya se sabe que las apariencias enga?an. De hecho, el florecimiento que han tenido en Catalu?a, en el curso de este siglo, los aspectos l¨²dicos y hedonistas de la cultura, en los que con notable y m¨¢s que notoria frecuencia se han alcanzado grandes triunfos singulares y colectivos, no puede ocultar la escasez de logros equivalentes en el orden veritativo del cultivo del esp¨ªritu. Lejos de haber triunfado, la cultura intelectual en Catalu?a a duras penas ha alcanzado un nivel de excelencia suficiente para inspirar una estima sin reservas s¨®lo en la obra de media docena de escritores, poetas y prosistas, cuya proyecci¨®n fuera de Catalu?a ha sido nula y cuyo aislamiento dentro de Catalu?a ha sido poco menos que total. En cuanto al cultivo de los saberes propiamente teor¨¦ticos, desde los filos¨®ficos hasta los estrictamente cient¨ªficos, en Catalu?a, hasta el momento, ha brillado sobre todo por su ausencia.
Por lo dem¨¢s, s¨®lo la validez inflexible que la sociedad catalana ha seguido otorgando al sistema de elecciones que desde finales del siglo XV ha mantenido en vigor el rechazo de la cultura intelectual nos permite explicar la relaci¨®n de conflicto agudo en que han entrado con excesiva frecuencia los intelectuales catalanes con la sociedad a la que pretend¨ªan servir con su pensamiento y su obra. Es verdad que (pero s¨®lo a condici¨®n de que se observara la m¨¢s prudente distancia) la sociedad catalana ha dado prueba de estar, s¨ª, regularmente dispuesta a actuar como si tuviera en gran estima el pensamiento original y el cultivo ambicioso de la literatura. Da la impresi¨®n de ser, en este sentido, una sociedad europea, y es indudable que se j acta de serlo. Pero el poder intelectual no tiene en Catalu?a mayor vigencia que en el resto de Espa?a, por lo que el homenaje que se rinde al m¨¦rito en ese orden de cosas se funda si acaso en la ignorancia y reduce su importe a la apropiaci¨®n por parte de la sociedad del juicio favorable pronunciado por otros acerca del reconocimiento que debe otorg¨¢rsele y del grado de aprobaci¨®n que merece.
Lo que ocurre en ¨²ltimo t¨¦rmino es que la estima externa que la sociedad catalana es capaz de conceder en ocasiones a la obra de sus sabios y escritores no repercute en el ansia devoradora que suscita el fruto intelectual maduro en los miembros de otras sociedades m¨¢s ambiciosas. Las obras donde los escritores plasman su saber y su experiencia no dejan nunca de ejercer una funci¨®n meramente accesoria y decorativa en el seno de una sociedad que, cuando al fin se inclina a reconocer su existencia, se las atribuye a s¨ª misma mucho m¨¢s que a su autor, vocero, a lo sumo, del pensamiento y la visi¨®n de la comunidad. Pues ¨¦sa, y no otra, es la funci¨®n regular que la sociedad catalana est¨¢ dispuesta a conferir a sus escritores. Tan pronto el intelectual trata de evadir el sometimiento que se le exige a dicha funci¨®n de reflector de los valores comunitarios, el conflicto est¨¢ amenazando estallar. Y ha estallado con excesiva frecuencia en el ¨²ltimo siglo y medio, sobre todo en aquellos casos en que ha mediado la ayuda eficaz de los sicofantes, a quienes, por obra de las condiciones descritas, tan f¨¢cil les resulta arrogarse funciones de vigilancia en el seno de la clase intelectual.
La relaci¨®n de pertenencia que guarda la literatura catalana con la sociedad catalana es sin duda muy fuerte, de todos modos, con ser una relaci¨®n en la que la sociedad se atribuye s¨®lo funciones posesoras y apenas ninguna obligaci¨®n. Pero aun as¨ª es incuestionable que, en la medida en que la literatura catalana existe, la sociedad catalana est¨¢ dispuesta a reconocerla como propia. Es por eso por lo que no tiene sentido esperar (como al parecer hay quienes no tienen empacho en hacerlo) que en un futuro previsible la literatura producida en castellano en Barcelona pueda suplir las flaquezas y carencias que en el momento actual son tan evidentes en la literatura catalana. Dicho de otra manera, la literatura en castellano no tendr¨¢ nunca ocasi¨®n de convertirse en literatura catalana. Como ocurre en el caso de la lengua catalana, que es la ¨²nica lengua propia del pueblo catal¨¢n (por m¨¢s que la mayor parte de los catalanes no la cultive ni tan siquiera la emplee en m¨²ltiples funciones, tanto p¨²blicas como privadas), la literatura catalana (de la que el pueblo catal¨¢n puede prescindir perfectamente, porque es s¨®lo un accidente de su r¨¦gimen vital) jam¨¢s contar¨¢ como propia a menos que est¨¦ compuesta en catal¨¢n. A esa literatura no se le exige (aunque se le agradecer¨ªa) otro m¨¦rito, por lo que siempre podr¨¢ decirse de cualquier cosa que lo tiene. Lamentablemente, eso es lo que sin duda a cada paso est¨¢ ocurriendo.
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