Drama y paradoja de los toros
Los toros son un buen espect¨¢culo que tiene un mal argumento. ?A qu¨¦ autor de teatro se le ocurrir¨ªa escribir una obra de seis actos -o escenas- con el mismo planteamiento, igual desarrollo e id¨¦ntico desenlace? Es verdad que en el drama taurino los int¨¦rpretes son cada tarde diferentes y que el fallecimiento sabido y anunciado de uno de ellos (el toro) puede en ocasiones ir acompa?ado de la muerte m¨¢s o menos imprevisible de alg¨²n otro de los representantes (el torero). Aun en esta lamentabil¨ªsima circunstancia, el mecanismo teatral no sufre modificaciones estructurales: asoma un personaje -con rabo- por el toril, lo recibe el resto del reparto con algunas carreritas, di¨¢logo breve y funcional y fren¨¦ticos movimientos de capa nada significativos; m¨¢s tarde, unos actores a caballo -como el montaje de Miguel Narros o algo as¨ª- le clavan unas estacas de atrezzo al individuo del rabo, al que adem¨¢s le siguen pinchando con cosas de colores hasta que, por fin, el protagonista de la funci¨®n mata con muy poquitos modos al citado personaje que sali¨® al comienzo y que no parece haber hecho otro delito que el de tener una cola, dos cuernos y cuatro patas.Hombre, la idea est¨¢ bien, pero algo vista creo yo. Y, sin embargo, los toros gustan. Cansan, pero gustan. Aburren, pero gustan. Indignan, pero gustan todav¨ªa m¨¢s. ?Por qu¨¦ gusta un espect¨¢culo que cansa, aburre e indigna? Seguramente por varias razones. La primera, porque ir a los toros es una frase fenomenal. Sugiere que se va de fiesta y que en esa fiesta van a caber el sol, el verano, el puro, la cerveza, la m¨²sica y la rodilla de la se?orita de al lado. Despu¨¦s, porque en la plaza se grita, se discute y se insulta bastante m¨¢s de lo que se grita, se discute y se insulta (hay excepciones) en el domicilio conyugal. Y luego, porque los toros son una tragedia: es decir, una historia que los hombres no acaban de dominar. Lo que apasiona en un espect¨¢culo tan mon¨®tono, tan inc¨®modo y tan mal planteado es precisamente su fascinante posibilidad tr¨¢gica. Y no me refiero a la tragedia del toro -que ¨¦sa s¨®lo importa a los miembros de la honorabil¨ªsima Sociedad Protectora de Animales-, sino a la del torero. Si no muriera de cuando en cuando un lidiador, la lidia como acto teatral carecer¨ªa de fundamento. Lo que le da valor a la muerte de un toro es el peligro de la muerte de un torero.
?ste es el rito que justifica la ceremonia. Por eso en Portugal -en donde al personaje del rabo le ponen unas bolitas en los cuernos-, en vez de entender de toros, entienden de bacalao. De ah¨ª que el espectador de las corridas sea violento y agresivo. Yo puedo comprender esa violencia y esa agresividad, pero me cuesta aceptar a la vez su disimulo. Unas gentes que le piden convulsivamente: al torero que se arrime no deber¨ªan extra?arse de que tanto arrimo acabe en la enfermer¨ªa. A mi juicio, la singular paradoja del p¨²blico de toros es que se lamenta (sinceramente) de lo que ¨¦l mismo ha provocado (con exacta sinceridad). Por mucho que moleste de lo, lo cierto es que cada ay de los espectadores cuando el torero se juega la vida es un motivo esencial para que la fiesta contin¨²e.
?Salvajismo? ?Crueldad? ?Ofuscaci¨®n? Lo ignoro. Pero tambi¨¦n una punta de belleza y un fleco de arrogancia. Lo salvaje, lo cruel y lo ofuscado pueden ser tan atractivos como sus contrarios. A lo mejor sucede que en el arte -corno en la vida- hay que elegir entre la cicuta y el camembert.
Babelia
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