Veinte a?os no es nada
Tenemos un especial amor por los n¨²meros redondos, nos encantan los aniversarios, los penosos rituales que acompa?an las conmemoraciones. Un quinquenio antes comenzamos a preparar los fastos del quinto centenario, y desde hace meses la artiller¨ªa recordatoria prepara la gran evocaci¨®n de esa indeleble marca generacional que fue Mayo del 68. La enfermedad es tan general, su fiebre tan homog¨¦nea, que no puedo dejar de mirar hacia atr¨¢s y contemplar desde esta atalaya de la edad madura aquel tiempo lejano y puro de nuestra adolescencia. Y revivir por unos instantes aquel Madrid provinciano y estrecho que bajo los acordes festivos del La, la, la de Massiel, triunfadora quim¨¦rica en una Europa distante, preparaba las v¨ªsperas de ese mayo de adoquines y flores. Pero no se asusten ustedes, intentar¨¦ contar otra historia, la nuestra, y dejar Par¨ªs a los soci¨®logos profesionales, que numerosos ya son como para admitir a los poetas en su resbaladizo terreno. Adem¨¢s debo confesar que durante los famosos sucesos que conmovieron a Europa yo me encontraba en la capital m¨¢s austral del mundo tratando de que pasara lo m¨¢s r¨¢pidamente posible mi servicio militar y siguiendo la historia desde las conservadoras p¨¢ginas de La Naci¨®n, que como supondr¨¢n no eran la fuente de informaci¨®n m¨¢s id¨®nea. Hab¨ªa dejado Madrid tras pasar tres a?os en su Universidad y en sus caf¨¦s, en sus pat¨¦ticas tertulias literarias, sombras de la sombra vanguardista que hab¨ªamos aprendido en los libros, en sus lecturas po¨¦ticas acosadas por la amenaza del estado de excepci¨®n, y en sus cen¨¢culos literarios, donde la alarma quedaba expresada por la censura en ?nsula de un poema amoroso de Juan Luis Panero. Una ciudad que hab¨ªa comenzado a querer pese a que uno de los primeros espect¨¢culos que me ofreci¨® fue la contundente disoluci¨®n por los grises de una manifestaci¨®n estudiantil en donde la calle de la Princesa se confunde con la plaza de Espa?a. Y una de las razones por las que comenc¨¦ a a?orarla durante mi breve exilio rioplatense era por una inminente sublevaci¨®n que se fraguaba a mi alrededor y de la que yo era testigo y parte. Se trataba de una sublevaci¨®n literaria, es verdad, pero gozaba de todos los ingredientes conspirativos que pod¨ªan apasionar a unos j¨®venes que todav¨ªa cre¨ªan en la revoluci¨®n. Y los hilos de ese levantamiento, entrecruzados de correspondencias, viajes y emisarios secretos , pasaban por Madrid, aunque su jefe reconocido aunque no proclamado era un poeta catal¨¢n. La lucha se presentaba dif¨ªcil, ya que los frentes eran dos: la poes¨ªa oficial encastillada en los medios de expresi¨®n controlados por el franquismo, regada de premios y juegos florales, por una parte, y la poes¨ªa social, surgida del mismo tronco del r¨¦gimen pero formalmente opuesta a ¨¦l por sus estent¨®reos panfletos.Los complotados no ten¨ªan a¨²n nombre. Pronto. Umbral, entonces cr¨ªtico de poes¨ªa, comenz¨® a llamarnos venecianos, quiz¨¢ porque Gimferrer, Carnero y yo mismo hab¨ªamos coincidido en nuestros primeros libros por elegir Venecia como escenario de un poema. Tambi¨¦n pudo llam¨¢rsenos f¨¢cilmente we1ingtonianos, porque era secreto a voces que la conspiraci¨®n contaba con la bendici¨®n de Aleixandre, que controlaba con sabidur¨ªa todos nuestros movimientos desde su casa de Welingtonia, 3. Pero el azar quiso que el nombre final y definitivo fuera el de nov¨ªsimos, marca acu?ada con fortuna por Castellet en una antolog¨ªa posterior e hist¨®rica. ?Qu¨¦ quer¨ªamos conseguir con el compl¨®? Cambiar la poes¨ªa era una manera posible de cambiar la vida, de cambiar el mundo, y asaltar el basti¨®n de la poes¨ªa resultaba m¨¢s f¨¢cil que asaltar el poder. Para muchos de nosotros la poes¨ªa y el poder se confund¨ªan en las fauces generosas de una misma iconoclastia: no todos corr¨ªamos delante del basti¨®n policial, pero creo poder asegurar que todos derramamos alguna l¨¢grima producida por la qu¨ªmica de la represi¨®n. No ¨¦ramos, evidentemente, poetas de barricada, ninguno de nosotros quiso serlo, pero practic¨¢bamos un terrorismo mucho m¨¢s letal. Y el tiempo nos dio la raz¨®n. El compl¨® urdido en las m¨¢rgenes eruditas por los v¨¢stagos de una burgues¨ªa ilustrada acab¨® por barrer lo que consideraba f¨®rmulas literarias periclitadas, impropias de un pa¨ªs que deseaba fervorosamente ser, como el resto de las naciones europeas.
En 1968 termin¨¦ de leer la gran saga de Proust y comenc¨¦ a escribir mi primera novela. En 1968 me dediqu¨¦ a perseguir a Borges por una decena de salas de conferencias porte?as, que acababan muchas veces en una charla de caf¨¦ y en un venero de referencias librescas que iban desde Macedonio Fern¨¢ndez a la epopeya de Gilgamesh. Pero tambi¨¦n fue el tiempo de descifrar el ingl¨¦s, traducir a Ginsberg y a Ferlinguetti y descubrir que hab¨ªa otras literaturas adem¨¢s de la francesa. Amar y despreciar a la vez el realismo m¨¢gico de un colombiano que ser¨ªa Nobel y descubrir y apropiarse para siempre de la herm¨¦tica prosa de un cubano llamado Lezama Lima. Todos esos actos eran revolucionarios. Y como revolucionarios los interpretaban los celosos guardianes de una literatura momificada por el aislacionismo espa?ol.
Quiz¨¢ sea demasiado pronto para que se escriba la historia de ese tiempo, en el que nuestro admirado Gimferrer era el zar Pedro y desde su casa de la calle de Sanjuanistas se pon¨ªa en marcha la herc¨²lea aspiraci¨®n de modernizar la literatura espa?ola. Los nov¨ªsimos publicaron sus libros de versos. Unos logramos infiltrarnos en el venerable Premio Adonais; otros, desde colecciones catalanas de aire opositor. Yo mismo, transformado en editor casi clandestino, publiqu¨¦ Cepo para nutria, el primer libro de F¨¦lix de Az¨²a. Y en la primera mitad de la d¨¦cada del setenta la mancha de aceite se fue extendiendo con fuerza. Sin saberlo quiz¨¢, Barral auspici¨® desde su inmejorable posici¨®n de editor literario independiente, primero la famosa antolog¨ªa de Castellet y despu¨¦s la publicaci¨®n de unas novelas singulares que marcaban un tiempo nuevo, nov¨ªsimo, a ,nuestra literatura.
De todo eso han pasado 20 a?os. Cualquier observador atento de las letras conoce la trayectoria de los que de una u otra manera estuvieron implicados en aquella conspiraci¨®n. Sus vidas y sus obras han sido distintas, y los azarosos caminos trazados los han llevado a destinos muchas veces contrapuestos. Los espectadores m¨¢s sarc¨¢sticos podr¨¢n acusar a unos de haberse transformado en yuppies de la literatura; a otros, de haber elegido la Universidad o las glorias acad¨¦micas; a alguno, de la compulsiva lealtad al malditismo, y a otros, el silencio. Pero a m¨ª, con la serenidad que da escribir un art¨ªculo desde la verde seguridad de un Amstrad, me embarga la certeza de que vali¨® la pena.
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