El hombre que no olvid¨®
Si examinaran al viajero, lo suspender¨ªan. Examen de viajero, se entiende, que de los otros quiz¨¢ s¨ª o quiz¨¢ no. Llegar a Guarda despu¨¦s de la una de la ma?ana, en s¨¢bado, con nieve en la sierra, y confiar en el santo patr¨®n de los viajeros para encontrar habitaci¨®n es de una incompetencia rematada. Aqu¨ª le dijeron que no, all¨¢ ya ni abrieron, m¨¢s all¨¢ ni vale la pena llamar al timbre. Volvi¨® al primer hotel, c¨®mo es posible, u edificio tan grande y que no haya siquiera una habitaci¨®n. No la hab¨ªa. El fr¨ªo, all¨¢ fuera, lo dejaba a uno aterido. El viajero podr¨ªa haber pedido la limosna de un sof¨¢ en la sala para esperar all¨ª la ma?ana y una habitaci¨®n libre, pero, siendo corno es persona con su orgullo, entendi¨® que esta imprevisi¨®n suya, tan grave, merec¨ªa castigo, y se qued¨® a dormir en el autom¨®vil. Envuelto en todo cuanto podia dar imagen de confort, mordisqueando galletas para enga?ar al apetito nocturno y al menos calentar el diente, fue la m¨ªsera creatura del universo durante las largas horas de su particular invierno boreal. Estaba clareando, clareando con dificultad, y apretaba el fr¨ªo cuando se vio ante un terrible dilema: o humillarse y pedir al fin abrigo en la tibia sala de espera, o sufrir la humillaci¨®n de ver a los madrugadores acechando por las ventanillas a ver si all¨ª dentro hab¨ªa un hombre o un car¨¢mbano. Eligi¨® la humillaci¨®n m¨¢s confortable, no se lo tomemos a mal. Cuando, al fin, sali¨® de madrugada una pandilla de espa?oles que hab¨ªan vencido en esta Aljubarrota y qued¨® Ubre una habitaci¨®n, el viajero se sumergi¨® en el agua m¨¢s caliente del mundo y se meti¨® luego entre las s¨¢banas. Durmi¨® tres horas de profundo sue?o, comi¨® y sali¨® a ver la ciudad.Viajero veterano
Al caer la tarde volvi¨®, dormit¨® un poco para restaurar fuerzas y se fue a cenar. Aliviado de la invasi¨®n espa?ola el hotel, vueltos a sus lares los excursionistas lusos, el comedor est¨¢ en un sosiego admirable, reducido en su tama?o por un espeso cortin¨®n que lo cobija. La temperatura, all¨¢ fuera, ha descendido mucho, se estremece el viajero s¨®lo con pensar c¨®mo estar¨ªa ahora sin habitaci¨®n garantizada y ba?o caliente, esas cosas s¨®lo les ocurren a los viajeros poco previsores o a los aprendices, no a ¨¦ste, que es veterano. Est¨¢ en este burlarse de s¨ª mismo cuando a ¨¦l se aproxima el jefe del comedor con la carta y una sonrisa. Es un hombre bajo, de tronco s¨®lido. Intercambian las palabras acostumbradas en estas ocasiones, parece que no va a ocurrir nada que no sea la llegada de la comida, y el vino, y el caf¨¦ para terminar. Pero ocurren dos cosas. La primera es la excelente cena. El viajero ya lo hab¨ªa presentido al mediod¨ªa, pero deb¨ªa de estar a¨²n bajo la impresi¨®n g¨¦lida de la noche y apenas se fij¨®. No obstante, ahora, sin prisa, activado el paladar, que se hab¨ªa purificado, entre tanto del gusto nauseabundo de las galletas comidas en la soledad del Polo Norte, puede confirmar que la cocina es magistral. La segunda cosa que est¨¢ ocurriendo es la charla, que va ya larga, entre el viajero y el jefe de comedor. En dos palabras dice aqu¨¦l qui¨¦n es y a lo que anda, en otras dos habla de s¨ª, en lo esencial, el jefe de comedor, y van luego a ser precisas muchas m¨¢s para las historias que ser¨¢n contadas.
Intuiciones
Dice el se?or Guerra (¨¦ste es su nombre): "Soy de Cidadelhe, una aldea del concejo de Pinhel. ?Piensa ir tambi¨¦n por all¨¢?". Responde el viajero, sin mentir: "Tengo esa intenci¨®n. Me gustar¨ªa ver aquello, ?c¨®mo est¨¢ la carretera?". "La carretera est¨¢ mal. Aquello es el fin del mundo. Pero ya estuvo peor". Hizo una pausa y repiti¨®: "Mucho peor". Nadie se puede titular viajero si no tiene intuiciones. Aqu¨ª adivin¨® este viajero que hab¨ªa m¨¢s que o¨ªr, y lanz¨® un sencillo cabo que ni de anzuelo precisa: "Comprendo". "Tal vez lo comprenda, pero yo no puedo quedar indiferente cuando me dicen que tierras como la m¨ªa est¨¢n condenadas a desaparecer". "?Qui¨¦n le ha dicho eso?". "El alcalde de Pinhel, hace a?os. Son tierras condenadas, dec¨ªa". "?Le gusta su tierra?". "Me gusta mucho". "Jiene a¨²n familia all¨¢?". "S¨®lo una hermana. Ten¨ªa otra, pero muri¨®".
El viajero siente que est¨¢ aproxim¨¢ndose y busca la pregunta que mejor sirva para abrir el arca que adivina, pero al fin el arca se abre por s¨ª sola y muestra lo que hay dentro, un caso vulgar en tierras condenadas, como Cidadelhe: "Mi hermana muri¨® a los siete a?os. Ten¨ªa yo nueve. Le dio el garrotillo, y cada vez iba peor. De Cidadelhe a Pinhel hay 25 kil¨®metros; entonces la carretera era un camino de cabras, todo piedras. El m¨¦dico no iba hasta all¨¢. Entonces rrii madre pi di¨® un burro prestado y nos vinimos los tres por aquellos montes". "?Y lo lograron?". "Ni medio camino anduvimos. Mi hermana muri¨®. Volvimos para casa, con ella encima del burro, en el regazo de mi madre. Yo iba detr¨¢s, llorando". El viajero tiene un nudo en la garganta. Est¨¢ en el comedor de un hotel, este hombre es el jefe de comedor y cuenta una historia de su vida. Cerca hay dos camareros m¨¢s, escuchando. Dice el viajero: "Pobre chiquilla. Morir as¨ª, por falta de asistencia m¨¦dica". "Mi hermana muri¨® por no haber m¨¦dico ni haber carretera". Entonces el viajero comprende: "Nunca ha conseguido olvidar eso, ?verdad?". "No lo olvidar¨¦ mientras viva". Hubo una pausa, la cena llega a su fin, y el viajero dice: "Ma?ana voy a Cidadelhe. ?Quiere acompa?arme? ?Puede venir conmigo? Ens¨¦?eme su tierra". A¨²n tiene los ojos h¨²medos. "Ser¨¢ un placer". "Saldremos despu¨¦s de comer, si le parece". El viajero vuelve a su cuarto. Abre sobre la cama su gran mapa, busca Pinhel, aqu¨ª est¨¢, y la carretera que entra tierra adentro, en un punto cualquiera de este espacio muri¨® una ni?a de siete a?os, y entonces el viajero encuentra Cidadelhe, all¨¢ arriba, entre el r¨ªo Coa y la torrontera de Massucime, es el ¨²ltimo rinc¨®n del mundo, ser¨¢ el ¨²ltimo de la vida.
Ya ha quedado Pinhel atr¨¢s, ahora las carreteras son caminos de mal andar, y, pasado Azevo, lo que se ve es un gran desierto de montes con tierras labradas donde fue posible. Hay sembrados, breves, los de un verde m¨¢s intenso son centeno; los otros, trigo. Y en las tierras bajas se cultiva la patata y generalmente legumbres. Se practica una econom¨ªa de subsistencia, se come lo que se siembra y planta.
Chiquillos hermosos
Cidadelhe, cabo del mundo. Ah¨ª est¨¢ la aldea, casi en la punta de una pir¨¢mide rocosa apretada entre dos r¨ªos. El viajero detiene el coche, sale con su compa?ero. En dos minutos se han juntado una docena de chiquillos, y el viajero descubre, sorprendido, que son todos hermosos, una peque?a humanidad de rostros redondos que es maravilla ver. All¨ª cerca est¨¢ la ermita de San Sebasti¨¢n, y pegada a ella, la escuela. Se entrega al gu¨ªa, y si la primera visilla ha de ser a la escuela, pues que lo sea. Son pocos los alumnos. La maestra explica lo que el viajero ya sabe: la poblaci¨®n de la aldea ha ido disminuyendo, ahora hay poco m¨¢s de un centenar de habitantes. Una de las ni?as mira mucho para el viajero: no es bonita, pero tiene la mirada m¨¢s dulce del mundo. Y el viajero descubre que para aqu¨ª vinieron las viejas carteras escolares de su infancia son restos y sobras venidos de la ciudad a Cidadelhe.
La ermita estaba cerrada y ahora est¨¢ abierta. Guerra habla con dos mujeres de edad, pide noticias de la tierra y las da de s¨ª mismo, y dice luego: "A este se?or le gustar¨ªa ver el palio". El viajero nota en el silencio que sigue una tensi¨®n. Una de las mujeres responde: "El palio no puede ser. Ya no est¨¢ aqu¨ª. Lo llevaron para arreglarlo". El resto fueron murmullos, un concili¨¢bulo apartado, sin gestos, que no abundan en estos lugares.
Entr¨® el viajero en el peque?o templo y se da de cara con el san Sebasti¨¢n m¨¢s singular que sus ojos han visto. Se ve que fue coloreado hace poco, con pintura y barniz, el tono rosado general, la sombra cenicienta de una barba de varios d¨ªas. Tiene una flecha clavada de lleno en el coraz¨®n, y pese a eso sonr¨ªe. Pero lo que causa asombro son las enormes orejas que este santo tiene, verdaderos abanicos, para usar la expresiva comparaci¨®n popular. Grande es el poder de la fe si ante este santo, realmente rid¨ªculo, consigue el creyente mantener la serenidad. Y es grande ese poder porque, habi¨¦ndose abierto la puerta de la ermita hace un momento, ya hay cuatro mujeres rezando. La ¨²nica sonrisa sigue siendo la del santo. A la salida, Guerra se acerca y el viajero le pregunta: "Bueno, amigo Guerra, ?y qu¨¦ hay del palio?". "El palio", responde Guerra embarazado, "el palio lo est¨¢n arreglando". Y las viejas, en tan gran n¨²mero que el viajero ya ha desistido de contarlas, responden a coro: "S¨ª, se?or. Lo est¨¢n arreglando". "Entonces, ?no se puede ver?". "No, se?or. No se puede". El palio es la gloria de Cidadelhe. Ir a Cidadelhe y no ver el palio ser¨ªa como ir a Roma y no ver al Papa. El viajero ya ha ido a Roma, no vio al Papa y tampoco le import¨® demasiado. Pero le importa mucho lo que ocurre en Cidadelhe. No obstante, lo que no tiene remedio, remediado est¨¢. Arriba los corazones.
Van por callejas pedregosas, aqu¨ª en esta casa vive una hermana de Guerra, su nombre es Laura, y pregunta: "?Ya ha visto el palio?". Claramente inc¨®modo, Guerra responde, una vez m¨¢s: "Lo est¨¢n arreglando. No se puede ver". Se apartan los; dos a un lado, es otro debate secreto. El viajero sonr¨ªe y piensa.: "Seguro que esto significa algo". Y mientras va subiendo hacia un campanario que de lejos se avista por encima de los tejados, nota que Laura se aleja r¨¢pidamente por otra calle, como quien parte en misi¨®n. Curioso caso. Visitadas las antig¨¹edades art¨ªsticas de la aldea, dijo Guerra al viajero: "Es hora de merendar. Vamos a casa de mi hermana". Bajan por el camino que trajeron, y van primero a una bodega a beber un vaso de clarete, ¨¢cido pero de uva franca, y luego suben los escalones de la casa, ven a Laura en el umbral. "Entre. Como si estuviera en su casa". La voz es blanda, el rostro sosegado, y no es posible que haya en el mundo m¨¢s; l¨ªmpidos ojos. Est¨¢ en la mesa el pan, el vino y el queso. El pan es grande, redondo, para cortarlo es preciso apretarlo contra el pecho, y con ese gesto queda la harina agarrada a la ropa, a la blusa oscura de la due?a de la casa, y ella la sacude, sin pensar en ello. El viajero repara en todo, es su obligaci¨®n. Pregunta Guerra: "?Conoce el refr¨¢n del pan, del queso y del vino?". "No, no lo conozco". "Pues es ¨¦ste: pan con ojos, queso sin ojos y vino que salte a los ojos. Es este el gusto de la tierra". El viajero no cree que las tres condiciones sean universales, pero en Cidadelhe las aceptan y ni siquiera son capaces de concebir que puedan ser distintas.
Un hombre de bien
Se ha acabado la merienda, es hora de marcharse. Se despide el viajero con afecto, baja a la calle. Guerra se qued¨® a¨²n hablando con la hermana, que ledice: "Est¨¢n esperando en las eras". ?Qu¨¦ ser¨¢?, se pregunta a s¨ª rnismo. No tardar¨¢ en saberlo. Cuando se acerca a la ermita de San Sebasti¨¢n ve a aquellas inismas mujeres viejas y a otras m¨¢s j¨®venes. "Es el palio", dice Guerra. Las mujeres abren lentamente una caja, sacan de dentro algo envuelto en un mantel blanco, y todas juntas, cada una haciendo su movimiento, como si estuvieran ejecutando un ritual, desdoblan, y es como si no acabaran nunca de desdoblar, la gran pieza de velludo carmes¨ª bordada en oro, en plata y en seda, con el amplio metivo central, opulento cerco en torno a la custodia erguida por dos ¨¢ngeles, y alrededor flores, hilos entrelazados, peque?as esferas de esta?o, un esplendor que no hay palabras que puedan describirlo. El viajero queda asombrado. Quiere ver mejor, posa las manos en la blandura incomparable del terciopelo, y en una cartela bordada lee una palabra y una fecha: "Cidadelhe, 1707". ?ste es, en verdad, el tesoro que las mujeres de negro celosamente guardan y defienden cuando ya tanto les cuesta guardar y defender la vida.
De vuelta a Guarda ca¨ªa la noche, y dijo el viajero: "Entonces, no estaban reparando el palio". "No. Primero quisieron convencerse de que usted era hombre de bien". El viajero qued¨® contento de que en Cidadelhe hubieran encontrado que era hombre de bien, y aquella noche so?¨® con el palio.
Traducci¨®n de Basilio Losada.
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