Beirut
Cuando llegu¨¦ a Beirut por primera vez, la noche llevaba guantes de terciopelo y una fina sortija en forma de luna creciente que sonre¨ªa de lado. Ocurri¨® hace exactamente un a?o, y hoy estoy de nuevo aqu¨ª, y la luna ha viajado en bumer¨¢n desde el tiempo para mostrarme otra vez su quijada burlona, engastada sobre las azoteas musulmanas, en donde los m¨¢s pobres cr¨ªan cabras y tomates.Hace un a?o, mi primer amigo en Beirut oeste, que iba ya a ser mi amigo para siempre, el primero en cualquier parte, me invit¨® a un humilde festejo en uno de esos bravos terrados de piedra que al atardecer empiezan a enfriarse para servir de alivio a los humanos que apenas tienen m¨¢s. Sentados en el pretil, con las piernas cabalgando el vac¨ªo, mi amigo y yo hablamos de lo ¨²nico que agarra la conversaci¨®n por las tripas en una geograf¨ªa elegida por la muerte. Hablamos de la vida. Y pocas veces me ha parecido la vida m¨¢s hermosa que esa noche, con el perfume de las buganvillas mezcl¨¢ndose sin queja con la dulzura picante del esti¨¦rcol y el denso aroma del arak.
A poca gente puedo contarle con qu¨¦ alegr¨ªa vuelvo a recorrer la ciudad destruida, c¨®mo me abrazo ciegamente a la ciudad sin mapas, c¨®mo cuento los nuevos agujeros creados por las bombas y trato de reconstruir el recuerdo de alguna pared intacta. A poca gente puedo regalarle este sentimiento que me crece en la capital del dolor, la metr¨®poli que despide a sus barcos, cargados con el fin de Occidente aunque nadie sepa verlo, para que distribuyan su mensaje por las soberbias aristocracias del mundo.
La gente de Beirut, que ha sido invadida por el Apocalipsis sin que jam¨¢s la haya abandonado del todo. La gente de Beirut, que del Apocalipsis tiene siempre un ret¨¦n, posee el perverso don de la felicidad sin razones y de la pasi¨®n sin promesas. Mi gente de Beirut, a la que hoy vuelvo como simple aprendiza, pidiendo que me ense?en que yo tambi¨¦n morir¨¦, no s¨¦ c¨®mo ni d¨®nde, y que eso importar¨¢ tan poco como si lo supiera.
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