El director y su museo
Cuando el viajero estaba en Alcoutin vio en un altivo monte un castillo redondo y macizo, con m¨¢s aire de torre amputada que de construcci¨®n militar compleja. Por la amplitud de las vistas, valdr¨ªa la pena subir hasta all¨ª, pens¨®. No fue. Cre¨ªa, enga?ado por la perspectiva, que el monte estaba a¨²n en territorio portugu¨¦s. En fin, para, llegar all¨¢ ser¨ªa preciso atravesar el Guadiana, contratar barquero, mostrar pasaporte, y entonces ya ser¨ªa diferente el viaje. Del otro lado es ya Sanl¨²car y otro hablar. Pero las dos villas, puestas sobre el espejo de agua, han de verse en el espejo una de otra, el mismo albor de casas, los mismos planos de bel¨¦n. En risa y l¨¢grimas tampoco debe de ser mucha la diferencia.El viajero, all¨¢ adonde llega, si puede ser, conversa. Todos los motivos son buenos, y este de una antigua capilla transformada en carpinter¨ªa y dep¨®sito de cajones, si no es el mejor de todos, basta al menos para el caso. Tanto m¨¢s cuanto que en el fondo hay un altar y un santo encima de ¨¦l. El viajero pide permiso para entrar, y la imagen es tan bonita, un san Antonio con el ni?o al cuello... ?C¨®mo se explica que est¨¦ aqu¨ª, entre martillazos y trabajo de garlopa, sin una oraci¨®n que lo consuele? La charla sigue fuera, en los escalones de lo que fue capilla, y el hombre, bajo, seco de carnes, rozando los 60 a?os, si es que no los rebas¨®, responde: "Ven¨ªa aguas abajo cuando la guerra de Espa?a, y yo lo cog¨ª". No es imposible, piensa el viajero, la guerra fue hace cuarenta a?os y pico, tendr¨ªa. el salvador unos 15. "?Ah! Vender no lo vendo. Est¨¢ ah¨ª para. quien quiera verlo. Y es bastante".
Se aproxima entonces un carabinero, curioso de por s¨ª o por obligaci¨®n de autoridad. Es joven, de cara alargada, sonr¨ªe siempre. No dir¨¢ una palabra durante toda. la charla. "El otro d¨ªa vino por aqu¨ª el cura, Es flaco, todo curvado; entr¨® y se arrodill¨® ante el san Antonio; estuvo ah¨ª todo el tiempo que quiso y luego va y me dice, en esa lengua suya estropajosa, s¨ª, estropajosa, que el cura es irland¨¦s, lleva aqu¨ª un a?o, que dicen que vino huido de su tierra, estuvo ocho d¨ªas en una barrica de alquitr¨¢n cuando fue de unas persecuciones que hubo all¨¢, cu¨¢ndo, ah, eso s¨ª que no lo s¨¦, y ahora vive ah¨ª, me dijo que el santo deber¨ªa estar en la iglesia en compa?¨ªa con los otros santos, y yo voy y le digo que como alguien se atreva a echarle mano, voy y le doy con un list¨®n que lo dejo rasc¨¢ndose para lo que le queda de vida, qu¨¦ me dices; el cura se larg¨®, cuando pasa por aqu¨ª baja ahora la cabeza como si viese al diablo". Todos se r¨ªen, el viajero hace coro, pero en el fondo siente pena del cura, tan solo en tierra extra?a, y que s¨®lo quer¨ªa tener ese santo por compa?¨ªa, tal vez no tenga en su iglesia un san Antonio.
Descubrimiento
La iglesia se ve desde all¨ª. Queda en lo alto de unas escaleras y tiene un bello portal renacentista. El viajero va a hacer la visita acostumbrada, a ver si encuentra las puertas cerradas y el cura ausente. Pero ¨¦ste es irland¨¦s, fue instruido en la idea de que la iglesia es para estar abierta, y si no hay otro que cuide de ella, por fuerza ha de estar dentro. All¨ª estaba, sentado en un banco. Al o¨ªr los pasos, se levant¨®, salud¨® con un solemne adem¨¢n de cabeza y volvi¨® a sentarse. El viajero, intimidado, ni abri¨® la boca. Mir¨® los magn¨ªficos capiteles de las columnas de la nave, el bajorrelieve del baptisterio, y volvi¨® a salir. En caballetes, del lado de dentro de la puerta, hab¨ªa pegados prospectos religiosos, el horario de las misas, otros papeles, uno en portugu¨¦s, casi todos en ingl¨¦s. El viajero, de repente, no sabe de qu¨¦ tierra es.
En Olh?o compr¨® unas uvas en el mercado e hizo un descubrimiento. Las uvas, comidas en los muelles de los pescadores, no son buenas, pero el descubrimiento, y dispensen la inmodestia del viajero, era genial. Tiene que ver con aquella historia del rey moro del Algarve que se cas¨® con la princesa n¨®rdica, princesa que mor¨ªa de a?oranzas de sus nevadas tierras, lo que al rey le causaba gran pena porque le ten¨ªa mucho amor. Sabido es c¨®mo el astuto monarca resolvi¨® el caso: mand¨® plantar miles, millones de almendros, y un d¨ªa, florecidos todos, hizo abrir las ventanas del palacio donde la princesa lentamente se extingu¨ªa. La pobre se?ora, viendo cubiertos los campos de flores blancas, las tom¨® por nieve y se cur¨®. ?sta es la leyenda de los almendros: no se sabe qu¨¦ pas¨® luego, cuando las flores se convirtieron en almendras, y nadie lo pregunt¨®.
Ahora bien, el viajero hace la pregunta siguiente: ?c¨®mo fue posible que la princesa, si era tan grave la enfermedad de consunci¨®n en que hab¨ªa ca¨ªdo, aguantara con vida durante todo el tiempo que millones de almendros precisan para crecer y fructificar? Bien se ve que la historia es falsa. La verdad la descubri¨® el viajero, y aqu¨ª la tienen. El palacio real estaba en una ciudad o en un lugar importante, como ¨¦ste, y alrededor hab¨ªa casas, muros, en fin, lo que en las ciudades hay, todos pintados de los colores que a sus due?os m¨¢s gusto les daban. Blanco hab¨ªa poco. Entonces el rey, viendo que se le mor¨ªa la princesa, mand¨® publicar un bando diciendo que todas las casas se pintaran de blanco y que ese trabajo fuese hecho por todos en un d¨ªa cierto, de la noche a la ma?ana. Y as¨ª fue. Cuando la princesa se asom¨® a la ventana, vio la ciudad cubierta de blanco, y entonces s¨ª, sin peligro de que esas flores se marchitaran y cayeran, se cur¨® la princesa. Y la cosa no queda aqu¨ª. Almendros no los hay en el Alentejo, pero las casas son blancas. ?Por qu¨¦? Muy sencillo: porque el rey moro del Algarve mandaba tambi¨¦n en aquella provincia y la orden fue para todos. El viajero acaba de comerse las uvas, vuelve a estudiar su descubrimiento, lo encuentra s¨®lido y arroja la leyenda de los almendros a las malvas.
El Museo de Faro es uno de esos de llevar y traer, es decir, de los que tienen un gu¨ªa que lleva al grupo, se para todo el tiempo que sea preciso, y quien llega despu¨¦s tiene que esperar a que est¨¦ de vuelta. No hay m¨¢s remedio, son las soluciones de la pobreza: cuando no hay platos para toda la familia se sirve en una fuente com¨²n; cuando no hay guardianes para todas las salas, entran los visitantes por veces.
Est¨¢ el viajero en estas reflexiones, esperando pacientemente o, al contrario, mostrando su impaciencia con paseos en el espacioso atrio que da hacia el claustro del que fue antiguo convento de la Asunci¨®n, cuando repara en un hombre de cansada edad, all¨ª sentado, ante el escritorio donde siempre posaron sus codos y pereza los incontables ordenanzas de la tierra portuguesa. El hombre tiene el rostro blando de quien sabe de la vida lo bastante para tomarla en serio y re¨ªrse de ella y de s¨ª mismo. Sonr¨ªe levemente el hombre. El viajero interrumpe su paseo para mostrar que se ha dado cuenta, y se inicia el di¨¢logo: "Hay que tener paciencia. Los que andan por ah¨ª dentro no van a tardar ya". Responde el viajero: "Paciencia tengo. Pero quien viaja no siempre tiene tiempo para perderlo as¨ª". Dice el hombre: 'Deber¨ªa haber un guardia en cada sala, pero no hay presupuesto". Dice el viajero: "Con todo este turismo, no deber¨ªa faltar. ?Ad¨®nde va el dinero?". Dice el hombre: "?Ah! Eso s¨ª que no lo s¨¦. ?Quiere saber una cosa? Hace un mont¨®n de tiempo pedimos material para rotular las obras expuestas, y s¨®lo ahora acabamos de recibirlo".
Impaciencia
El viajero vuelve a su idea fija: ."Deber¨ªa haber guardias. Uno a veces entra en un museo s¨®lo para volver a ver una obra. O. una sala. Si tiene que ir acompa?ado y le apetece estarse una hora en esa sala o ante esa obra, ?c¨®mo lo hace aqu¨ª, en este museo? 0 en Aveiro, o en Braganza. Qu¨¦ s¨¦ yo". El hombre sonr¨ªe de nuevo. Se le iluminan mucho los ojos, y repite: "Tiene raz¨®n. A veces le apetece a uno quedarse una hora ante una obra". Y dicho esto, se levanta, atraviesa el atrio, entr¨® en un cuarto del fondo y volvi¨® a salir, con un folleto en la mano. Y le dijo al viajero: "Como veo que usted se interesa por estas cosas, tengo el placer de ofrecerle la historia de esta casa". Sorprendido, el viajero recibe el folleto, da las gracias de manera trivial, y en media docena de segundos ocurren varias cosas: viene el gu¨ªa con los visitantes, entran otras cuatro personas, hojea el viajero el librito, desaparece el hombre del escritorio.
All¨¢ dentro, visto el folleto con m¨¢s atenci¨®n, se entera el viajero de que el hombre del escritorio es el director del museo. All¨ª, sentado en el lugar de los ordenanzas que no existen, con su aire fatigado, quej¨¢ndose de la falta de presupuesto, cubriendo con su sonrisa los pesares antiguos y recientes, es el director. El viajero ha visitado todas las salas, encontr¨® unas mejores que otras, acept¨® o no acept¨® lo que temporalmente se expone, pero entendi¨® en seguida que el Museo de Faro es obra de amor y de tenacidad. Y, atenci¨®n, en lo que de mejor tiene, resulta incluso un museo importante. V¨¦ase la sala dedicada a las ruinas de Milreu, el espolio romano o visig¨®tico, los ejemplares rom¨¢nicos, g¨®ticos y manuelinos, rep¨¢rese en c¨®mo fueron creados ambientes que favorecen a ciertas piezas o conjuntos, y la excelente colocaci¨®n de los azulejos, los diagramas did¨¢cticos, los mosaicos reinstalados. Y no quedar¨ªa aqu¨ª la noticia si tuviera m¨¢s espacio. Espacio para organizar los fondos, dinero para adquirirlos y mantenerlos, eso es lo que el Museo de Faro necesita. Quien lo ame, ya sabe. Termina la visita, y el viajero, ya en el vest¨ªbulo, busca al director. No est¨¢ all¨ª. Fue a cualquier sitio escondido de este mundo suyo, tal vez por no ver en el rostro del viajero una sombra de desagrado. Si as¨ª es, se ha enga?ado. Al viajero le gustan todos los museos. Ha visto muchos. Pero ¨¦ste era el primero en el que el director estaba sentado, tranquilamente sentado, en la mesa del ordenanza. El director y su constante, continuo amor.
Y ahora, camino del Finisterre del Sur. Por esta banda se despide el mundo. Casi en l¨ªnea recta avanza el viajero hacia la punta de Sagres. Luego, contorneando la bah¨ªa, hacia el cabo de San Vicente. El viento, fort¨ªsimo, sopla del lado de tierra. Hay aqu¨ª una rosa de los vientos que ayudar¨¢ a marcar el rumbo. Para mandar las naves a las descubiertas de la especier¨ªa est¨¢n favorables el viento y la marea. Pero el viajero tiene que volver a casa. No podr¨ªa avanzar m¨¢s. De aqu¨ª al mar son m¨¢s de 40 metros a pico. Las olas baten all¨¢ abajo contra las piedras. Nada se oye. Es como un sue?o. ?ste es el pa¨ªs del regreso. El viaje ha llegado a su fin.
No es verdad. El viaje no acaba nunca. Son los viajeros los que llegan al fin. E incluso ellos pueden prolongarse en memoria, recuerdo, narraci¨®n. Cuando un viajero se siente en la arena de la playa y diga: "No hay nada m¨¢s que ver", d¨ªganle que no es as¨ª. El fin de un viaje es s¨®lo el inicio de otro. Es preciso ver lo que no ha sido visto; ver otra vez lo que ya se vio; ver en la primavera lo que se vio en verano; ver de d¨ªa lo que se vio de noche; con sol, donde lluvia hab¨ªa; ver la sembradura verde, el fruto maduro, la piedra que ha cambiado de lugar, la sombra que aqu¨ª no estaba. Es preciso volver a los pasos que fueron dados, para repetirlos y para trazar caminos nuevos junto a ellos. Es preciso volver a iniciar el viaje. Siempre. El viajero vuelve pronto.
Traducc¨ª¨®n de Basilio Losada.
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