La p¨²rpura del Egeo
Rodeado de gr¨²as, carretillas, contenedores y turistas con visera, me encuentro en el puerto de El Pireo embarcando para eso que se llama un crucero de placer por la costa de Turqu¨ªa y las islas griegas. Sobre el programa de mano, ¨¦ste es el gran sue?o de la clase media, un rito que redime a los salchicheros del Mercado Com¨²n y a los millonarios guachinangos de ambas Am¨¦ricas, ya que semejante traves¨ªa se vende acompa?ada de dioses, h¨¦roes, soles, templos, mares y chicharras de mucho prestigio dentro de una belleza de bote que une la mitolog¨ªa con un bronceado de calidad.Hace unos d¨ªas, hubo en este lugar un atentado contra un transbordador lleno de pasajeros. El terror a¨²n planea como un grajo por encima de El Pireo. De hecho, todos los cruceros que parten hoy est¨¢n casi vac¨ªos. El barco en el que voy a navegar tambi¨¦n zarpar¨¢ a medio pasaje. No obstante, grupos de infatigables y osados turistas de pantal¨®n corto, armados con el v¨ªdeo, lo abordan simulando la m¨¢xima felicidad, aunque, en secreto, unos y otros se vigilan al pie de la escala en el muelle para comprobar que no sube ning¨²n elemento con una bomba envuelta en papel de estraza.
Todas las tragedias son griegas, como se sabe. Estas aguas est¨¢n hechas a cualquier clase de gloria, y eso significa que la sangre las ha cubierto infinidad de veces, pero hoy ya no existe un Homero que cante los cr¨ªmenes vulgares con un himno prodigioso. De ser as¨ª, no me importar¨ªa morir para complacerle. Vivimos una ¨¦poca mediocre, y por mi parte s¨®lo espero que Circe no me convierta en un cerdo durante el viaje. Antes de partir formulo un deseo: que la p¨²rpura del Egeo se deba siempre a la aurora y no al plasma de los inocentes. ?ste es un diario de navegaci¨®n. En ¨¦l tratar¨¦ de anotar los sentimientos y visiones que obtenga de la luz y de las tinieblas, de las personas y de los m¨¢rmoles. Prometo dejar tranquilo a Zeus, aunque no a sus hijos, que fueron tan feroces, tan glotones.
Lo primero que uno hace cuando se embarca es abandonar el equipaje en el camarote y al instante echarse a recorrer cubiertas, salones, bares, puentes y espacios de recreo que la nave ofrece para comprobar sus virtudes. Uno llega hasta la puerta que se abre a las calderas, y entonces se detiene, vuelve sobre los pasos y comienza de nuevo. Todos los pasajeros realizan la misma ceremonia, de modo que esta revista se transforma en un desfile circular, casi obsesivo, que la gente aprovecha para verse la cara, sonre¨ªr cort¨¦smente, saludarse con la cabeza, analizarse y atribuirse el papel que cada uno podr¨ªa representar en la traves¨ªa. He aqu¨ª a la solterona rom¨¢ntica que saldr¨¢ de noche a cubierta para contemplar la luna; a los estent¨®reos californianos de carcajada met¨¢lica; a la familia de ricachones suramericanos compuesta de marido reverencioso, esposa remilgada, hijo adolescente gordo con prematuro reloj de oro e hija mimada llena de lazos. Pasa un grupo de abuelitas decoradas con polvos de arroz dispuestas a subir a la m¨¢s escarpada ruina, incluida la propia; tambi¨¦n se ve al sesent¨®n de talante atl¨¦tico ya desvencijado que no ha perdido todav¨ªa el aire de castigador. Sin duda, aquella se?ora es la que desprecia al marido y se enamora del guapo oficial. Luego est¨¢n los ni?os, las parejas de enamorados, los falsos suicidas que miran demasiado el abismo de agua desde la borda, los que esperan encontrar una aventura de camarote, los demasiado finos, los horteras, los que cuentan chistes y la gente normal que s¨®lo desea pasar unos d¨ªas con suavidad. Un crucero es corno la vida misma. Uno atraviesa el tiempo y el espacio entre compa?eros de expedici¨®n que el azar depara. Luego cada uno se agrupa por afinidades selectivas. Por lo que veo, este barco va repleto de almas sencillas, que son consumidores en buen estado dispuestos a ser humillados por los gu¨ªas, a jugar con un globito, a disfrazarse de pach¨¢, a derribar las tiendas de regalos y a trepar por los templos derruidos bajo un sol de justicia y el sonido de las chicharras. As¨ª son las cosas, y no hay nada m¨¢s que hablar. Para empezar, a m¨ª me ha dado la bienvenida en el puente un sujeto de cart¨®n piedra con toda la felicidad del mundo encima. Llevaba pantal¨®n blanco, chaqueta azul, botonadura de ancla, dentadura postiza y peluqu¨ªn. Me ha sonre¨ªdo con destellos de tigre, me ha saludado oficialmente, me ha deseado buen viaje, y, mientras me hablaba, paralizaba la boca abierta y se echaba aerosol en el gaznate con un fumigador.
Cuentan que en la antig¨¹edad los navegantes que llegaban a Atenas ve¨ªan desde alta mar, brillando como una hoguera, la corona de oro de la diosa Palas Atenea sobre el perfil de la Acr¨®polis. Despu¨¦s de realizar las maniobras de desatraque, entre gr¨²as y contenedores, el barco zarpa de El Pireo, y acodado en la cubierta de popa pienso en aquella imagen de fuego, pero en esta tarde bochornosa de julio la extensi¨®n terrosa de Atenas palpita a lo lejos bajo una calima tan sucia que me impide divisar la presencia de un dios ni siquiera dentro de mi alma. Los cl¨¢sicos ten¨ªan un cielo de diamante y en aquel tiempo cualquier lejan¨ªa, tambi¨¦n la interior, se hallaba siempre cerrada por el resplandor del m¨¢rmol y de los metales m¨¢s puros. A pesar de todo, la silueta desmochada de la Acr¨®polis y el monte Licabetos parecen navegar bajo la pasta del sol dentro del vapor de la ciudad.
Crep¨²sculo de lujo
El barco se aleja del puerto sobre las aguas en calma, y los perfiles de tierra comienzan a ser mentales o abstractos. Al poco tiempo creo adivinar a babor, all¨¢ al fondo, el acantilado del cabo Sunion que sustenta el templo de Poseid¨®n, y a estribor aparecen las lomas oscuras de la isla Kea. Al barco lo siguen las gaviotas, y la brisa espesa que transporta el esp¨ªritu de sal produce cierto placer morboso en el coraz¨®n, que no es sino el primer escalofr¨ªo al final de un d¨ªa de sudor. Todos los atributos de un crep¨²sculo de lujo se hallan frente a m¨ª: el sol est¨¢ cayendo por detr¨¢s del Peloponeso, los montes Pent¨¦licos son de humo, la bruma que exhala la invisible Atenas y tambi¨¦n la superficie de la mar han adquirido los m¨¢s acendrados matices del oro, se mantienen as¨ª durante un instante en suspensi¨®n y luego van decayendo lentamente hac¨ªa tonalidades violetas, malvas y toda la variedad del gris, y, mientras esas luces a¨²n permanecen en mi cerebro, de pronto me doy cuenta de que ya navego en la oscuridad. Ahora en el bar est¨¢ sonando un piano.
Abandono la cubierta y al entrar en el sal¨®n principal encuentro a muchos pasajeros disfrazados de elegantes: ellas visten de largo, ellos llevan esmoquin o se han adornado con prendas de mariner¨ªa muy planchadas. Suena la orquesta. Una pareja de ancianos de Texas baila en la pista con pasos de Fred Astaire aprendidos en una academia. Despu¨¦s, el capit¨¢n del barco da la bienvenida, presenta a sus oficiales, invita a una copa de champa?a y a rengl¨®n seguido comienza la fiesta a bordo. Un hortera de bolera monta un concurso de globos en la sala baile, pero refugiado en mi camarote yo s¨¦ que debajo de m¨ª fluye el Egeo. Esta noche el barco pasar¨¢ entre las islas Euboea y Andros, con la proa rumbo a Lesbos, la patria de Safo, y mientras oigo el rumor de las h¨¦lices leo al azar rapsodias de la Odisea: cuando se descubri¨® la hija de la ma?ana, la aurora de los ros¨¢ceos dedos...
Despu¨¦s de pasar las tinieblas con Ul¨ªses en el cabezal, me he despertado al amanecer, y por el cristal de mi camarote que da a la cubierta de botes cruzan sucesivas figuras en calzones haciendo footing. Son americanos. El sol est¨¢ saliendo por Anatolia, y enfrente, a babor, tengo la isla de Mitilini, la antigua Lesbos, con todos los perfiles dorados. Desde aqu¨ª parece un mineral con manchas verdes y sombras suaves que van cayendo hacia una mar lechosa sobre la cual ha vertido el sol todas las ¨¢nforas de vino. Ah¨ª vivi¨® Safo en el siglo VI antes de Cristo. Ah¨ª compuso versos milagrosos. De ellos se conservan cuatro odas y algunos fragmentos de un lirismo deslumbrante. El resto se esfum¨®, pero el paisaje que hab¨ªa excitado su deseo l¨¦sbico permanece intacto.
A las ocho de la ma?ana, el barco ha tocado un punto de la costa de Turqu¨ªa. Acaba de fondear en una bah¨ªa muy dulce y detr¨¢s aparece el puerto de pescadores de Dikili a¨²n dormido. Una barcaza nos traslada al muelle, y a esa hora el pueblo tiene un aire deshabitado, pero en los bares de la explanada ya se ven algunos viejos silenciosos fumando pipas de espuma bajo bigotes como vencejos. Hay que visitar las ruinas de P¨¦rgamo, que se hallan en la cima de un monte 20 kil¨®metros tierra adentro. El autob¨²s atraviesa por la llanura campos de s¨¦samo y algod¨®n donde las mujeres trabajan en presencia de un var¨®n que las vigila. El autob¨²s comienza a trepar por una ladera polvorienta con cabras y en seguida se ven los acueductos, las calzadas romanas, el teatro de Dionisos, restos de murallas, columnas derribadas, lo que queda del templo de Trajano, del santuario de Atenea. Los ba?os y el gimnasio. Desde la sombra de una higuera contemplo el altar de Zeus. Como es l¨®gico, P¨¦rgamo fue famoso por sus pergaminos, los cueros curtidos de cabra que sustituyeron a los papiros. Su biblioteca conten¨ªa m¨¢s de 200.000 rollos, con un esplendor que desafi¨® al de Alejandr¨ªa. Hoy, P¨¦rgarno es c¨¦lebre por sus garbanzos. Al pie del monte est¨¢ el Asclepeion, sanatorio donde se invent¨® la psiquiatr¨ªa. Sus ruinas se hallan ahora en el interior de un campamento militar, y, mientras me paseo por ellas, unos soldados con carros de combate tratan de tomar una loma desolada. Las chicharras cantan. Corre un ventarr¨®n insoportable y sus rachas calientes son ca?onazos.
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