Las ruinas de ?feso
En aquel tiempo, las olas golpeaban las escalinatas del templo de Artemisa, y toda la llanura de s¨¦samo y algod¨®n que ahora se divisa desde la derruida biblioteca era entonces un mar navegado por los trirremes y veleros que part¨ªan o llegaban al puerto de ?feso. Despu¨¦s de desembarcar en el malec¨®n del pueblo turco de Kusadasi, frente a la isla de los P¨¢jaros, he tenido que atravesar esta tierra de aluvi¨®n durante media hora en autob¨²s hasta alcanzar, al pie de unas colinas en forma de anfiteatro, las ruinas m¨¢s famosas de Asia Menor. Se trata de un inmenso pedregal. Pero en ?feso quedan intactas las letrinas p¨²blicas que fueron usadas por Her¨¢clito, Cleopatra y san Pablo, entre otros. Las letrinas y la casa del amor son los ¨²nicos establecimientos de este glorioso derribo que no requieren imaginaci¨®n. Uno es que lo ve. Envuelto en la s¨¢bana con una paletilla al aire, por aqu¨ª andar¨ªa aquel fil¨®sofo dando la tabarra a la gente con eso de que todo fluye y nadie se ba?a dos veces en el mismo r¨ªo. En la v¨ªa de M¨¢rmol se encuentra la primera valla publicitaria de la historia: un reclamo del prost¨ªbulo con la direcci¨®n y la lista de precios, grabados con buril en una losa de la calzada. En esta ciudad fund¨® san Pablo la principal Iglesia del naciente cristianismo. Aqu¨ª trajo san Juan a la Virgen desde Jerusal¨¦n, y ella muri¨® en esa loma de enfrente, donde a la sombra de una higuera, en el a?o 431, se reuni¨® un concilio ecum¨¦nico para declararla Madre de Dios contra el parecer de Nestorio, patriarca de Constantinopla, que fue condenado.Sobre todas las cosas, ?feso era entonces el lugar sagrado de Artemisa, la diosa Diana de los romanos, protectora de la naturaleza, reina de la ecolog¨ªa. Su imagen de ¨¦bano se veneraba en el interior de un templo de 127 columnas, una de las siete maravillas del mundo, y ese santuario ten¨ªa a su disposici¨®n el mejor servicio de vestales, sacristanes, m¨²sicos, acr¨®batas, ofrendas, cirios y venta de escapularios y medallas milagrosas. El mar llegaba a sus pies. De todos los puntos de la H¨¦lade acud¨ªan barcos de peregrinos a rendirle culto a la diosa, y los mercaderes hac¨ªan grandes negocios bajo su mirada. Resulta inquietante que, m¨¢s de 2.000 a?os despu¨¦s de eso, el papa Pablo VI arribara tambi¨¦n a este valle para celebrar un rito id¨¦ntico ante la figura de la Virgen Mar¨ªa. Existen centros muy magn¨¦ticos en el planeta. ?feso es uno de ellos.
A las cuatro de la tarde, sentado en una columna derribada, cae sobre m¨ª toda la crueldad del sol, me aturde un poco el violento perfume de unas hierbas secretas, las chicharras cantan de un modo fren¨¦tico, y en medio de la luz vigorosa quc acuchilla el polvo de ?feso trato de recordar c¨®mo era el mar esta ma?ana. Me he despertado cuando el barco ten¨ªa a estribor la isla de K¨ªos. El mar parec¨ªa una extensi¨®n de leche con lev¨ªsimas gamas grises, doradas, azules, y el horizonte estaba empastado por un dulce de calabaza y la brisa pose¨ªa la densidad de la mejor carne femenina;pero, a medida que el d¨ªa se levantaba, el agua fue adquiriendo el car¨¢cter de una fundici¨®n de muchos metales, sobre todo de plata, que ya me golpeaba los ojos, y bajo el firmamento, sin una nube, las islas de pedernal que navegaban conmigo comenzaron a arder.
Pasajeros inmortales
Durante la ma?ana he realizado abluciones paganas, he le¨ªdo p¨¢ginas de la Odisea, he asistido al juego amoroso de una pareja de homosexuales en cubierta, a los que tal vez Apolo hab¨ªa transido, y, mientras tanto, los pasajeros han utilizado este tiempo para creerse inmortales. Unos ya tienen quemaduras de segundo grado, otros se pasean con una cl¨¢mide de rebajas, algunos duermen en las tumbonas y muchos ya est¨¢n borrachos. He desembarcado en la isla de los P¨¢jaros, unida al pueblo de Kusadasi por un espig¨®n lleno de gaviotas donde atracan barcas de pesca color rosa, y en seguida he subido a ?feso, y aqu¨ª estoy ahora con el cerebelo a punto de estallar. Palestras, ¨¢goras, el gimnasio de las ni?as, la plaza de Domiciano, la fuente de Pollio, avenidas con p¨®rticos derrumbados, estatuas guillotinadas, dioses, fil¨®sofos y emperadores sin nariz, cisternas, arquitrabes, frontones y gradas de teatros y odeones forman este cementerio de m¨¢rmol que me rodea, y cada columna es una llamarada, cada piedra es una brasa. En el interior de esta fragua, convertida ya en un espacio mental, imagino a san Pablo subiendo por la avenida del puerto entre garitos de juego y el traj¨ªn de los comerciantes. Con las sandalias polvorientas y la t¨²nica a rastras, viene a predicar a un Dios invisible que no se fabrica con las manos.
El platero Demetrio se da cuenta en seguida del peligro que supone para su negocio las cosas que dice ese jud¨ªo bizco no s¨®lo en la sinagoga a extramuros, sino en los corros del ¨¢gora y en las tertulias de las escalinatas donde la gente come uva filosofando. Demetrio preside el gremio de imagineros, que tiene en exclusiva el derecho de reproducir, vender a los devotos y exportar las figuras de Artemisa. Si Dios es invisible, ellos acabar¨¢n en el paro, y a partir de ah¨ª comenzar¨¢ el hambre. El teatro de ?feso conoce un mot¨ªn contra san Pablo; ¨¦ste pone el mar por medio, huye a Antioqu¨ªa, y los ciudadanos aclaman a sus dioses materiales con ovaciones alentadas por los plateros, pero el cristianismo, con los siglos, fue inoculando la culpa en el coraz¨®n de estos seres, pudri¨® la claridad pagana, y despu¨¦s, el tiempo, que todo lo transforma, se encarg¨® de llevar la religi¨®n a un punto intermedio: Artemisa se convirti¨® en la Virgen Mar¨ªa, y con ella, el amor puro y el comercio de im¨¢genes ha llegado a nuestros d¨ªas. El concilio de ?feso, celebrado bajo una higuera en esa colina de enfrente, en el fondo, no hizo sino armonizar las exigencias de la espiritualidad con los intereses de la orfebrer¨ªa.
Templo de Artemisa
El autob¨²s va por esta campa que antes fue mar hasta las escalinatas del templo de Artemisa, del cual s¨®lo resta una columna erguida. Se ve m¨¢s all¨¢ la tumba de san Juan, encima de un teso calcinado, y desde aqu¨ª, sus descarnados paredones en ruinas parecen un aprisco. Al llegar a Kusadasi, me encuentro con un pueblo que es todo bazar para turistas. Huele a alfombra, a higo seco, a pl¨¢stico de dioses recalentado, a espesos dulces de miel. El barco zarpa, y apenas la costa de Turqu¨ªa se difumina en la popa, al instante aparece por proa la sombra de la isla de Samos, patria de Pit¨¢goras, refugio de ap¨®stoles, una tierra que fue c¨¦lebre porque en ella un sacerdote desconocido tuvo la idea de convertir el vino en la sangre de dios.
Contemplando las noches estrelladas, all¨ª Pit¨¢goras transform¨® los n¨²meros en armon¨ªa. Ahora, esta isla parece un gran mineral abandonado en medio del mar. Tiene un color ocre bru?ido por los radiantes vientos que bajan del Norte, aunque los acantilados y algunas sombras convexas de las barrancas se funden en el aire con un color violeta.
Despu¨¦s de unas horas de navegaci¨®n, mientras a estribor comienza a vislumbrarse la isla de Patmos, en la cafeter¨ªa del solario hay una fiesta con globos, y todo el mundo se ha disfrazado de griego, se beben licores de la tierra y las ¨ªnclitas menop¨¢usicas ensayan pasos de sirtaki en brazos de camareros de acreditadas patillas. Estoy de acuerdo. Hay que ser feliz a toda costa. Uno se ve obligado a cruzar este espacio haciendo el ganso, a pesar de que en esa roca de ah¨ª enfrente, que se llama Patmos, se escribi¨® el Apocalipsis. ?Qu¨¦ es el Apocalipsis ahora? Una serie de efectos especiales para una pel¨ªcula de Coppola. He tenido suerte de nuevo. El crep¨²sculo de rigor hace aqu¨ª su representaci¨®n, de modo que es f¨¢cil imaginar a los ¨¢ngeles que tocan trompetas de plata anunciando el juicio final. Del fondo del mar veo salir los cuerpos de todos los que naufragaron en esta latitud, y con ellos suben serpientes aladas que forman en el aire una especie de catafalco donde vamos a ser condenados. No obstante, los pasajeros comen musaka, bailan una especie de sardana a la griega y al contornearse parece que se desperezan, y entre risotadas infantiles a cargo de los americanos, todo acaba en una conga alrededor de la piscina. Est¨¢ bien. Despu¨¦s de todo, eso no es motivo suficiente para ir al infierno, aunque le falta poco. El Apocalipsis puede continuar. Mientras, el sol, desde el horizonte, convierte en una antorcha el pedernal de Patmos, voy con la proa hacia la clara Rodas por el espacio de las Esp¨®radas, y cuando anochece del todo, la fiesta sigue en el sal¨®n principal. Una orquesta hace sonar musiquilla de El Pireo, y la tripulaci¨®n ofrece al pasaje un conjunto de canciones y danzas que calientan el coraz¨®n de las benditas abuelitas, de los enamorados, de los solitarios y de cuantos saben que lo mejor de la vida ya se les ha ido de las manos. Juego al black jack contra una tigresa de u?as afiladas. Pierdo. Me voy a dormir, pero antes de apagar la lamparilla del camarote leo este fragmento de la Carta de Pablo a los Efesios: "Porque verdad es que en otro tiempo no erais sino tinieblas, mas ahora sois la luz". De acuerdo. Ahora navegar¨¦ las tinieblas. Ma?ana ser¨¢ Rodas.
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