A la muerte de Enrique Lihn
Domingo 10 de julio. La misma tarde que llegu¨¦ al aeropuerto de Santiago de Chile fue la ¨²ltima tarde de Enrique Lihn sobre la tierra. Ese aire fresco, seco y con olor a pinos de PudahueI, era el aire que ahora la vida le negaba a Enrique, agonizante y noble. Muri¨® en su ley. Se neg¨® a la abusiva oferta de una extremaunci¨®n, rito que desluc¨ªa con su fecunda y bien llevada vida atea y laica. Tampoco acept¨® las benevolentes drogas que adormecen el alma en el ¨²ltimo instante.Quiso enfrentarse a la muerte, l¨²cido, como los marineros en alta mar y los hombres de bien. Rodeado por las muchachas y los muchachos que fueron, sinti¨® cada uno de los pasos de gato, leves, inexorables, dolorosos, del c¨¢ncer terminal. Poco antes de su ¨²ltima hora, entr¨® en un delirio en el que aparec¨ªa rodeado de espejos. Luego le sobrevino una febril, no desgarrada, preocupaci¨®n por los tantos proyectos inconclusos. Entonces se durmi¨®.
Ese rostro apacible, casi beat¨ªfico, contrastaba con el aire hosco (s¨®lo el aire) que lo acompa?¨® en los 59 a?os de su vida. Algunos amigos sol¨ªan decir que Enrique no usaba loci¨®n de afeitar sino vinagre. Rezong¨®n, bufando contraviento y marea. Inc¨®modo con el mundo y, sobre todo, con su propia persona.
Creador incansable. Perfeccionista. Poeta, narrador, dibujante, cr¨ªtico, dramaturgo. Jam¨¢s se recost¨® en las certezas ni en los lechos de rosas. Socialista, apoy¨® la experiencia de Allende, pero nunca convino con las sectas o dogmas (que tambi¨¦n existieron). Y no fue del poder. Y en estos a?os de la dictadura, refundado m¨¢s que nunca, sobrevivi¨® en el exilio interno sin aceptar (ni por error) las prebendas o el beneficio de la vista gorda del clan de Pinochet.
Yo lo conoc¨ª bien y mucho. Desde hace ya 24 a?os. Yo lo quer¨ªa y creo que ¨¦l a m¨ª. Santiago, La Habana., Nueva York, Par¨ªs, varias veces en Lima. Enrique ten¨ªa una curiosa vocaci¨®n peruana. La Estaci¨®n de los Desamparados es un poemario que habla del Per¨². Sab¨ªa de nosotros como pocos. Su alma marginal bien se llevaba con esta realidad de marginales.
Avizoraba su muerte, aunque no imagin¨® que lo esperaba tan pronto, a la vuelta de la esquina. Hace unos cuantos meses hab¨ªa decidido pasar su a?o final en estos lares. El acuerdo con el CONCYTEC iba viento en popa. Dictar¨ªa cursos, viajar¨ªa por el interior. Con sus ojos rojos de carnero, su melena revuelta, su boca inmensa, pensaba sentar sus reales en la caleta de Huanchaco, entre los cebiches y los caballos de mar.
En el cementerio de Santiago le despidieron casi doscientas personas. Ning¨²n discurso oficial. Ni de la oposici¨®n ni del Gobierno. Un par de amigos tomaron la palabra. Nada solemne, que no sea el mismo hecho de la muerte. Las olas de Huanchaco, en el norte del Per¨², golpean contra una playa inmensa y vac¨ªa.
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