El archipi¨¦lago
Ni los venecianos, ni los que no son de Venecia pero viven aqu¨ª, ni los visitantes que se atreven a permanecer m¨¢s tiempo del estipulado por una biograf¨ªa convencional, acaban teniendo deseo ni fuerzas para salir de la ciudad. De la raz¨®n ser¨ªa para esta extra?a fijeza, para este envolvimiento sin intersticios de quienes se entretienen demasiado en Venecia, para esta mezcla de contentamiento y resignaci¨®n, se hablar¨¢ despu¨¦s. Pero lo cierto es que, sobre todo, los primeros, los venecianos, rara vez abandonan su ciudad, y si lo hacen es para trasladarse a lo que desde siempre les perteneci¨®.La isla mayor del Lido, cuyas playas Visconti hizo celeb¨¦rrimas con aquella colecci¨®n de cromos para estetas mar¨ªtimos que se titul¨® Muerte en Venecia, es hoy, en contra de lo que mostraban aquellas estampas, un lugar totalmente dom¨¦stico, en absoluto internacional. Es una playa familiar a la que los venecianos se llegan a diario durante el mes de julio tras una traves¨ªa de 20 minutos por las gris¨¢ceas aguas de la laguna. All¨ª los aguarda una caseta de ba?o, cuyo alquiler para la temporada les habr¨¢ costado cinco millones de liras y, que s¨®lo utilizar¨¢n durante ese mes y la primera semana de septiembre, pues en agosto se desplazan a sus monta?as, los Dolomitas. ?sas son seguramente las mayores distancias que alcanzan en su retra¨ªda existencia. Su talante huidizo les hace evitar hasta la playa del H?tel des Bains, all¨ª donde se demoraban interminablemente los ojos soporizados de Dirk Bogarde: no s¨®lo puede esa playa atraer a alg¨²n turista maquillado de Aschenbach o peinado a lo Tadzio, sino que, adem¨¢s, la consideran de medio pelo. La buena, dicen, es la del hotel Excelsior.
La playa del Lido, por lo dem¨¢s, es un trasunto estival del patio de butacas de La Fenice. La sociedad veneciana es tan endog¨¢mica que, as¨ª como sus miembros desprecian a cualquier extranjero (no digamos a cualquier compatriota, y m¨¢s si es meridional, terrone, gente de Roma para abajo), se admiran unos a otros inconmensurablemente y all¨ª donde saben que van a encontrarse procuran despertar la admiraci¨®n inconmensurable de sus propios espejos. Por eso las se?oras se llegan hasta la misma arena con vestidos de seda y marca, zapatos de tac¨®n dorados y todos los brillantes, esmeraldas, zafiros, perlas y aguamarinas que tengan a su disposici¨®n. La cara caseta se quedar¨¢ con las sedas y con el calzado, pero las gemas y el oro ni siquiera desaparecer¨¢n cuando la se?ora decida interrumpir un momento la charla social y darse un ba?o en las aguas de su mar caldeado y p¨¢lido.
Cada isla del peque?o archipi¨¦lago en que se inscribe Venecia parece tener o. haber tenido una funci¨®n espec¨ªfica. La propia ciudad est¨¢ firmada por islas, las que antiguamente, antes de que la urbe tuviera entidad de tal, se llamaban del Rialto. En la actualidad, y a vista de p¨¢jaro, ¨¦stas parecen s¨®lo dos, separadas por el Canal Grande como por unas minuciosas y pacientes tijeras curvas. Ensambladas, casi encajadas la una en la otra, tienen un poco forma de paleta de pintor. No son ¨¦stas islas para servir a nadie, sino para ser servidas por las dem¨¢s. Venecia, resuelta a que su inmutable superficie o figura coincida s¨®lo con lo principal, extiende por la laguna todo aquello demasiado especializado o demasiado vergonzoso, lo subsidiario, lo horrendo, lo funcional, lo enfermo, lo que no ha de verse, lo que no debe tener cabida en su cuerpo administrativo, eclesi¨¢stico, palaciego, naviero, comercial.
As¨ª, por ejemplo, la isla de Sant'Erasmo es el huerto de la ciudad. De ella y de las de le Vignole y Mazzorbo proceden casi todas las verduras y frutas que abastecen Venecia. Atravesar en barca los canales de le Vignole supone adentrarse en un paisaje selv¨¢tico. El verde que no se ve en Venecia (lo hay, pero oculto) est¨¢ en esas islas-huerto, en esas islas-almac¨¦n. San Clemente y San Servolo, por su parte, albergaron, respectivamente, los manicomios para mujeres y hombres, hasta que esas instituciones fueron abolidas por el Estado italiano hace 10 o 15 a?os. San Lazzaro degli Armeni fue la leproser¨ªa hasta el siglo XVIII, en que, como indica su nombre, fue entregada a la importante y culta comunidad armenia, del mismo modo que la Giudecca fue la isla elegida por los jud¨ªos (el gueto era otra cosa) para habitarla. A Sacca Sessola iban los tuberculosos, mientras que en San Francesco del Deserto hay s¨®lo un convento (franciscano, obviamente), con cuidad¨ªsimos jardines cruzados por pavos reales. Burano tambi¨¦n tiene su especializaci¨®n: los famosos merletti o encajes, aunque la mayor¨ªa de los que all¨ª se venden en la actualidad est¨¢n confeccionados en Hong Kong y Taiwan, como casi todo lo que se vende en el universo mundo. Y Murano, que cuenta con el asombroso ¨¢bside de Santa Mar¨ªa e Donato, de finales del siglo XI, es, por lo dem¨¢s, una sucesi¨®n de tiendas y f¨¢bricas de vidrio soplado, negocio del que la isla vive. All¨ª se idean las delicad¨ªsimas frutas de Barovier, los floreros de Venini, las copas de Moretti. Toda la isla tiene mirada de vidrio.
Pero la m¨¢s emocionante es Torcello. Torcello tiene apenas nada: dos iglesias, tres restaurantes y la Locanda Cipriani, en la que - seg¨²n cuenta la voz amiga de Giovanna Cipriani, nieta del fundador de esta exquisita cadena de hoteles y restaurantes- se alojaba el patrono de los turistas, san Hemingway, aliment¨¢ndose durante d¨ªas y d¨ªas a base de sandwiches y vino que en grandes cantidades (el vino) le llevaban a su habitaci¨®n. El resto de la isla est¨¢ apenas poblada, dominada por una ordenada vegetaci¨®n.
Pero es en Torcello donde en buena medida se origin¨® Venecia, la primera primera isla que tuvo visos de ser habitada permanentemente por los refugiados de Aquileia, Altino, Concordia y Padua que hu¨ªan a la laguna temporalmente y erig¨ªan palafitos en el estuario ante las invasiones b¨¢rbaras del siglo V. Torcello fue la isla m¨¢s importante de los primeros tiempos, y hoy s¨®lo quedan en pie dos iglesias, precisamente de aquellos primeros tiempos. Es un lugar, por tanto, que ha vuelto a su ser. La catedral de Santa Mar¨ªa Assunta y la peque?a iglesia de Santa Fosca son dos restos inveros¨ªmiles del estilo v¨¦neto-bizantino de los siglos XI y XII (aunque en la primera se conserven elementos del siglo VII) y de una poblaci¨®n que, a diferencia de Venecia misma (que creci¨® y se detuvo), creci¨® y decay¨® hasta el punto de que su suelo se tragara los palacios y las dem¨¢s iglesias, los monasterios y los edificios civiles y su floreciente industria lanar. Venecia no es verdadera ruina, Torcello s¨ª, v¨ªctima de sus aguas progresivamente pal¨²dicas y de la malaria. En uno de los mosaicos del interior de la catedral (el que muestra el Juicio Universal) hay una extraordinaria figura de Lucifer. A su derecha, unos ¨¢ngeles con lanzas arrojan a las llamas del infierno a los soberbios -testas coronadas, mitradas, cuellos de armi?o, orejas ornamentadas- Esas testas son de inmediato aprehendidas por diminutos ¨¢ngeles verdes, los ¨¢ngeles ca¨ªdos. Lucifer, sentado en un trono cuyos brazos son dos cabezas de drag¨®n que devoran cuerpos humanos, tiene la cara y el gesto de Dios Padre: la barba y el pelo abundantes y blancos, el aspecto venerable, la mano derecha en adem¨¢n de saludo o de serena orden; sobre sus rodillas, un ni?o de bonito rostro vestido de blanco: parece un Ni?o Redentor, un Dios Hijo. Pero la cara y el cuerpo de Lucifer son de color verde oscuro: es un Dios Padre invertido, o, mejor dicho, en negativo, y quien se sienta sobre su regazo es el Anticristo, que tambi¨¦n saluda con su mano derecha -el mismo gesto-, como un peque?o pr¨ªncipe que invitara con suavidad a acercarse a los muertos.
Los muertos de Venecia est¨¢n tambi¨¦n en una isla, ocupan enteramente la de San Michele, que desde el vaporetto se ve amurallada -la ¨²nica que se ve as¨ª- Por encima de sus ladrillos sobresalen cipreses que advierten al visitante de lo que guardan. S¨®lo desde el agua puede contemplarse con la perspectiva adecuada la fachada de la iglesia renacentista, debida al excelente arquitecto Codussi y edificada, como tantas otras venecianas, con la blanqu¨ªsima piedra de Istria, uno de los colores de la ciudad.
Cementerio impersonal
Ese cementerio de San Michele, sin embargo, es impersonal. No ofrece, como el de Hamburgo o Lisboa o los de Escocia, monumentales grupos escult¨®ricos ni inscripciones inspiradas, sino meramente descriptivas, unidas en exceso a la vida, sin tendencia hacia el m¨¢s all¨¢: "Elisabetta Ranzato Zenon, donna di forte ternpra", como atestigua el relieve de su busto gru?¨®n; "Pietro Giove Fu Antonio, negoziante integerrimo"; "Giuseppe Antonio Leiss di Laimbourg, avvocato dottore esperto disinteressato cuore aureo". Una de las tumbas m¨¢s elegantes parece contener los restos de un personaje ap¨®crifo de Emily Bront?: "Gambirasi Heathcliff". La pleites¨ªa al turista aparece en las flechas que ocupan tres nombres: "Stravinsky, Diaghilev, Pound". Los dos primeros est¨¢n en el recinto griego, el m¨²sico al lado de su mujer, Vera, en dos tumbas iguales con tan s¨®lo sus nombres, inscritos con letras de mosaico negro y azul. Son unas tumbas envidiables, muy distinguidas, de m¨¢rmol blanco y granito rojo. Sobre cada una, tres claveles marchitos, lo cual me hace recordar la quiz¨¢ falsa tumba del desdichado Schubert en Viena, tapizada por un jard¨ªn- Por Venecia han pasado demasiados ilustres, y la tumba de Pound es un t¨²mulo verde con su mero nombre, perdido en medio del recinto evang¨¦lico que nadie visita, el m¨¢s descuidado, con pedazos torcidos de cruces ca¨ªdas que se han clavado sobre las mismas l¨¢pidas. Nadie encuentra la tumba de Pound entre la maleza. Nadie pone remedio a los estragos de una tormenta. A esos muertos de San Michele los visitan en verano las lagartijas, nadie m¨¢s. ?Qui¨¦n puede ocuparse en Venecia de los muertos de fuera, de la vida acabada de los que vinieron? Los extranjeros mueren aqu¨ª m¨¢s definitivamente. Quiz¨¢ por eso vienen tanto, a tentar la suerte.
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