La Roma eterna
Despu¨¦s de leer los augurios favorables en los posos del primer expresso del d¨ªa, no s¨¦ a d¨®nde ir, Tras el doble vidrio de la ventana y en el aire acondicionado de la habitaci¨®n, el Coliseo aparece colosalmente apacible en esta ma?ana de aparente primavera. Entre la ventana y el Coliseo hay unos jardines arbolados por cuyos senderos a esta hora primera pasean ya algunos solitarios y surgen, empujados por la matrona o el pater familias, los primeros cochecitos de ni?os. Corretean perros. Gatos no se ven. Son estos jardines los que fueron de la Domus Aurea Neroniana, y, antes, los Horti Maecenatis. Todo ello, Casa Dorada, Coliseo y hotel, al pie de la falda meridional del monte Esquilino, la colina de Roma donde siempre me sent¨ª sosegado. Y, por J¨²piter, que me niego a analizar los motivos.Hasta aqu¨ª, hasta los antiguos jardines que Augusto regal¨® a Mecenas, llegaron las llamas del incendio del a?o 64 y sobre este lugar, aprovech¨¢ndose de las ruinas de su patria, Ner¨®n encarg¨® una desmesura palaciega a Severo y C¨¦ler, que ten¨ªan ingenio y osad¨ªa bastantes para intentar con el arte incluso lo que la naturaleza hab¨ªa negado. Mientras contemplo el escenario de lo que anoche le¨ªa en T¨¢cito (versi¨®n inapreciable de Jos¨¦ L. Moralejo) y diviso las termas de Trajano y el Colosseo de Flaviano, contin¨²o sin decidir a d¨®nde encaminar mis pasos.
La eternidad romana
La compa?era de viaje, que me conoce bien, aconseja que no trate de elegir entre la antigua Roma y la Roma posterior al nefasto Constantino, c¨¦sar que inaugur¨® el mundo en que vivimos. La m¨¢s conveniente, en consecuencia, ser¨¢ compaginar la arbitrariedad del gusto con el libre albedr¨ªo del impulso, y a la Roma que salga.
Nada m¨¢s poner el pie en la calle, aspiro como si fuese aire la luz de Roma. Es agosto, el term¨®metro apenas rebasa los 30? y hace meses que no ha llovido. Merced a esta luz, Roma se empecina en su eternidad desde el 747 antes de Cristo. No por su brisa, ni siquiera por sus olores esenciales, sino por la luz, puede uno para su particular uso construirse tina ciudad a la que la historia, a la vuelta de cada esquina, autoriza el transformismo. La provincia es constante. La capital, din¨¢mica y permanente, permite al esp¨ªritu una reproducci¨®n a escala inefable de las huellas y de las duraciones del tiempo.
Una sucesi¨®n de iniquidades no ha vencido a este ¨®valo de proporciones asombrosas, donde se acomodaban, al parecer y con perd¨®n, los mismos miles aproximadamente que, s¨®lo en tardes gloriosas, llenamos el estadio del Manzanares. El Coliseo es edificaci¨®n para admirar por fuera y para sobrecogerse en su interior. Por supuesto que preferir¨ªa sentarme en su interior una tarde en que la nieve cayese, pero en esta ma?ana luminosa nada me cuesta imaginar un crep¨²sculo caluroso durante el que la plebe va abandonando el circo, saciada de sudor y sangre, bajo los arcos de los vomitorios y a la luz humosa de las primeras antorchas encendidas. A quien nunca haya abandonado a esa hora de las sombras iniciales un campo de f¨²tbol, exultante por la victoria o hastiado por la derrota, aconsejo que desista de imaginar esta salida del populacho y se limite a espantarse con los leones y los m¨¢rtires. Para m¨¢rtires m¨¢s recientes, recuerdo, ya por la Via dei Fori Imperiali, a quienes esperaban la tortura en las gradas del estadio de Santiago de Chile.
Por esta Via imperial e imperialista, por la que los veh¨ªculos de motor igualan las velocidades competitivas de Monza, pienso que el eterno retorno no tiene excepciones. Los paneles, de probable origen mussoliniano, que muestran la evoluci¨®n expansiva del imperio, pronto y hasta el ¨²ltimo incluyen la Hispania, provincia hoy ya felizmente recuperada para los ¨ªberos y los carpetovet¨®nicos. Y, como prueba notable de las vueltas que da la historia, apenas oir¨¢ usted por esta hermosa avenida hablar el corrompido lat¨ªn que en la ciudad se habla, pero constantemente escuchar¨¢ el corrompido lat¨ªn materno con sus variados acentos peninsulares y americanos, ¨ªtem m¨¢s, el catal¨¢n.
De no tener una ma?ana a la Mominsen, es preferible seguir hasta Piazza Venezia, subyugante embrollo urbano, y por la noche visitar el c¨®modo Foro de Augusto y contemplar a los gatos saltando de piedra en piedra por estas inagotables escombreras, que el municipio ilumina adecuadamente. A poco que uno se deje llevar por la paleter¨ªa, se le pueden ir las horas sin sentir en Piazza Venezia. A mi juicio, no es preciso detestar concienzudamente la ¨®pera para, rehuyendo el inicuo balc¨®n que hace de este trozo de plaza la de Oriente (plaza madrile?a situada exactamente al occidente de la ciudad), hipnotizarse ante el monumento en honor de Vittorio Emanuelle II, primer rey de la unidad italiana, del Risorgimento (incluye museo del) y de ese pobre Soldado Desconocido, que, como en todas partes, si nos lo presentasen, resultar¨ªa ser uno m¨¢s de los muchos soldados que hemos conocido.
Desembri¨¢guese de portentosa fealdad, que con esta gigantesca tarta se topar¨¢ usted, quiera o no, varias veces al d¨ªa, y en una terracita de la preciosa Piazza di Ara in Coell ser¨¢ f¨¢cil reponerse de la s¨²bita nostalgia de la Puerta del Sol, que, visto de frente, produce el monumento incluso a los japoneses. El paseante se ha ganado moralmente una ginebra con t¨®nica y, siempre que se gane para su causa al camarero, conseguir¨¢ un gin-tonic pasable. Mientras repone fuerzas para ascender al Capitolino (donde, se avisa, est¨¢ la loba amamantando a los fundadores de la urbe), el paseante reflexiona sobre un asunto de magnitud internacional y sobre otro de magnitudes locales. ?C¨®mo es posible que en esta ciudad, cuyos habitantes no se caracterizan por hablar quedo, sobre todos los estruendos urbanos se levanten las voces hisp¨¢nicas? Que hasta los mexicanos aqu¨ª hablen golpeado debe molestar menos al espa?ol de raza que la taca?er¨ªa para el hielo de los taberneros de toda laya, absurda en los veranos de esta latitud e incomprensible para quienes venimos de una ciudad en la que los cubitos de hielo se a?aden incluso a los huevos fritos. Con todo y siendo excelentes los italianos, es preferible una ginebra caldorra a un gelato, que nos obligar¨¢ a echar de menos los helados italianos que se fabrican en Madrid.
La escasa ma?ana que resta resultar¨¢ insuficiente para la visita al Campidoglio, y m¨¢s si uno se distrae estudiando la geograf¨ªa humana que lo ocupa. Ante la loba, y como nunca traigo conmigo a Tito Livio, vuelvo a las angustias de no poder recordar qui¨¦n de esta pareja de cabreros hizo de Abel y qui¨¦n de Ca¨ªn. Por fortuna, mi compa?era de viaje regresa de musear y me ilustra que fue Ca¨ªn quien mat¨® a Remo. Verdaderamente desolada por la ausencia de la estatua ecuestre de Marco Aurelio, mi compa?era de viaje y yo, en estado de ab urbe condita, descendemos por la rampa del ceremonial y no por la escalinata, y recordando el vodevil que fue el rapto de las Sabinas, Via di Teatro Marcello abajo, desembocamos en el T¨ªber, justo en la zona de los m¨¢s antiguos puentes romanos.
Pasado el primer tramo del puente, Ponte Fabricio, por decisi¨®n un¨¢nime elegimos aposentarnos en la isla y renunciar a comer cuando el est¨®mago manda. No hay mejor p¨®rtico para ingresar en el Trastevere, el barrio chino de la cristiandad con m¨¢s justificada gloria y donde sigue siendo posible, como en pocos sitios, husmear la pujanza de Roma. La tarde casi se nos ir¨¢ por estas callejuelas, despu¨¦s de haber llegado por Via della Lungaretta a Santa Maria in Trastevere. Pero nos hab¨ªamos quedado en la esculapia isla, en el lazareto y los fatebenefratelli, el campanario rom¨¢nico, las l¨¢pidas a decimon¨®nicos y el Ponte Rotto sobre un T¨ªber arremolinado.
Digesti¨®n y belleza
De esta isla azoriniana salimos por el tramo del Ponte Cestio para que en la corteza del Trastevere decida yo, despu¨¦s de haber consumido el medio quintal de espaguetis que consume al mediod¨ªa el romano de tron¨ªo, que la Piazza Piscinula me produce parecida beatitud que la Navona. Pero, tras una digesti¨®n paseada por este barrio de mi coraz¨®n, el organismo recupera la ecuanimidad y, cuando a la puesta del sol entramos en Piazza Navona, como otros al ingresar en el extranjero de esta ciudad, rindo una rodilla en tierra. Tengo tan vista con los ojos del cuerpo y del alma esta plaza que creo que ya ni la miro; la amo, sencillamente.
Por Via della Scrofa, escudri?ando la arquitectura de esta zona en los aleda?os de los barrios bien, llegaremos al Ponte Cavour y, sin cruzarlo, desviamos al Corso y, por fin, llego a aquellos a?os de crudo neorrealismo, cuando cre¨ªamos ser europeos porque la rivalidad del caf¨¦ Rosatti y del caf¨¦ Canova se reproduc¨ªa en las noches del Gij¨®n y del Teide. Con la imparcialidad propia de mi edad, se cena en el jard¨ªn interior del Canova y se toman copas en la terraza del Rosatti.
Paulatinamente, y no porque la ginebra est¨¦ helada, en la penumbra de la Piazza del Popolo, salidas de sus sombras, vuelvo a o¨ªr las voces de aquellos escritores, de aquellos nuestros amigos en los tenebrosos a?os del tercer interregno borb¨®nico. Recuerdo la plaza llena de luz. En esta noche de agosto est¨¢ m¨¢s vac¨ªa y pobremente iluminada, como si alguien se hubiese ocupado de adecuarla cort¨¦smente al estado de ¨¢nimo que mi memoria impone.
No, esta noche no iremos a Piazza Montecitorio, aunque se incumpla el itinerario previsto, el paseo por mi Roma cl¨¢sica e imprescindible, la que para m¨ª ser¨¢ eterna hasta que yo deje de serlo. Tarde en la noche, se impone sobre las voces una de mujer que me habla de Pavese. Pero, ?es que ha pasado tanto tiempo?, si fue ayer. Luego, el taxi cruza Piazza Venezia y, ya lo dec¨ªa yo, el lucer¨ªo de la tarta me resucita a la inclemente dicha del presente.
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