Alicia, en el continente de las Maravillas
Para llegar a Alice Springs (que los nativos llaman The Alice) hay primero que ir a Australia, y Australia, que la contiene, no es un pa¨ªs, es un continente. El avi¨®n que me llevara el blanco d¨ªa, para cambiarlo por una noche perpetua, tom¨® 27 horas de vuelo de Londres a Adelaida. A los australianos les gustan los nombres de mujer: su himno nacional se llama Waltzing Matilda, y esta Matilda que valsa le gan¨® por pocas notas patri¨®ticas a otra canci¨®n favorita, Y llamaron al viento Mar¨ªa.?bamos a ir de Adelaida a Alice en tren, pero el viaje toma, casi como en el Transiberiano, tres d¨ªas. El Ghans, el viejo tren llamado as¨ª por los camellos afganos que abrieron la ruta al centro del continente, promet¨ªa, sin embargo, la aventura y la arena. Cogimos un avi¨®n que era (alivio) un DC-3 salido de la tira c¨®mica Forge el piloto. Volando, dice Orson Welles, no se sienten m¨¢s que dos emociones, el aburrimiento y el p¨¢nico. Hasta ahora no he sufrido m¨¢s que aburrimiento y me aburrir¨¦ m¨¢s volando sobre media Australia.
Alice Springs no es una ciudad. Es un pueblo tan peque?o que su nombre es el de la esposa del jefe de la oficina de tel¨¦grafos y no hay un solo spring o manantial en Alice. Pero es el centro espiritual de Australia. Como si dij¨¦ramos el Vaticano aborigen. Los australianos, que profesan ese catolicismo pasado por agua que es la Iglesia anglicana, no tienen otro centro espiritual que la ¨®pera de Sidney, que de cerca parece un cuarto de ba?o al que le han puesto los azulejos por fuera. Una noche en la ¨®pera de debe de ser como tomar un ba?o.
Miriam G¨®mez, aqu¨ª a mi lado, que es creyente, se ha le¨ªdo todo lo escrito sobre la vida religiosa aborigen. Tal vez porque en su Creaci¨®n no hay Ad¨¢n, sino una enorme Madre Eva que surgi¨® del polvo con los brazos abiertos. Apenas dejado el aeropuerto, salimos a la calle con un sol que es un crisol en busca del perro blanco. En la leyenda aborigen, como en el mito de Quetzalc¨®atl en M¨¦xico, hay un hombre blanco que vino del mar y es un perro de piedra. S¨®lo los sabios pueden tocar la piedra. El ¨²ltimo en hacerlo antes de morir fue un anciano de la tribu poco despu¨¦s de llegar el hombre blanco.
El perro blanco
Buscando al perro blanco por las calles imp¨ªas, con un calor de 40 grados a la sombra (y no hab¨ªa sombra), Miriam G¨®mez sufri¨® varios espejismos sucesivos. Primero, el perro fue un monte tan pelado que si Mussorgsky fuera australiano le habr¨ªa dedicado un poema sinf¨®nico; luego, el perro fue una loma de arena en el patio de una f¨¢brica al que se habr¨ªa acercado de no mediar una s¨®lida cerca.
Finalmente, como un p¨¢jaro azul de piedra, ah¨ª estaba el perro blanco en el patio de la estaci¨®n de trenes. Esta vez era el leg¨ªtimo Gnoilya Tmerga (se pronuncia como un ladrido sordo, y era una roca, s¨ª, blanca, s¨ª, pero cre¨ªa que yo tambi¨¦n padec¨ªa de mirajes y celajes). Esta roca, de tama?o regular, no s¨®lo parec¨ªa la cabeza de un perro tratando de salir del desierto, sino que era una roca blanca. Ahora hay que decir que Australia es una isla descomunal con una franja verde junto al mar y una enorme extensi¨®n ¨¢rida que es toda desierto, toda roja. No hay nada blanco all¨ª, mucho menos una roca. Para aumentar su distinci¨®n, se rode¨® al perro de una cadena de hierro que el desierto impide que se oxide. El perro blanco es un aviso aborigen y aborigen quiere decir desde el origen. Pero, en vez de respeto, la imagen produc¨ªa un efecto pat¨¦tico. El perro, congelado al sol, era una roca del tama?o de un perro de tama?o natural. Pero ten¨ªa a su alrededor, como ofrenda, un sacrificio de botellas de whisky vac¨ªas, rotas. Era evidente que los nativos, dados a la bebida, ven¨ªan a este altar no a ofrecer su devoci¨®n, sino su desencanto, que deb¨ªa ser m¨¢s o menos como el nuestro. De cierta manera, el perro blanco no era una antigua deidad, sino una met¨¢fora de la vida aborigen ahora.
Cansados, movi¨¦ndonos entre el enga?o y el desenga?o (eso que se conoce como el vaiv¨¦n del turista), nos fuimos al hotel, que es nuevo, acogedor y, no hay otra manera de decirlo, maravilloso. Este hotel es un oasis fabricado por el hombre.
Me quedar¨ªa para siempre en este Sheraton de Alice Springs, aun sabiendo que ¨¦sta no es la real Alice del sue?o y que las fuentes son juegos de agua. Por la noche, Miriam G¨®mez come canguro. Recordando el salto y asalto sexual a que intent¨® someterme un canguro macho en Adelaida, para consternaci¨®n del zo¨®logo ingl¨¦s que nos acompa?aba y que termin¨® solamente cuando Miriam G¨®mez le explic¨®: "Es un amor at¨¢vico. Es el ¨²nico de nosotros que parece aborigen", decido comer el plato m¨¢s ex¨®tico en el desierto, b¨²falo de agua.
Hab¨ªamos venido a The Alice a ver abor¨ªgenes (costumbres, dioses, templos) y no hab¨ªamos visto uno. Pero vinimos tambi¨¦n a cazar el cometa Halley, que se ver¨ªa mejor, anunciaban los astr¨®nomos, en el hemisferio Sur. Ese d¨ªa de perros, esa noche de can cansado, nos dormimos temprano para levantarnos a¨²n m¨¢s temprano: a las tres de la ma?ana. (El hotel, muy musical, hizo que en el despertador sonara el vals Las tres de la ma?ana). Salimos al patio, oscuro como boca de dingo (que es el lobo australiano), precedidos por escurridos japoneses. De pronto, en el silencio oscuro son¨®, reson¨®, una voz: "?Adj¨¢! ?adj¨¢ est¨¢!: ?m¨ªralo!'. Era, qu¨¦ duda cabe, un argentino, un padre bonaerense que alertaba a su familia. La oscuridad los hac¨ªa a todos cabecitas negras. Pero, efectivamente, all¨¢ arriba estaba el cometa, que no era m¨¢s que una tenue mancha fantasmal. La caza del cometa hab¨ªa terminado, pero la presa no val¨ªa la pena. O¨ª los pies desnudos de la familia argentina y les dije en mi ya no sorprendente espa?ol: "?Ustedes est¨¢n sin zapatos? ?Cuidado!, por estos pagos hay serpientes venenosas". Hubo un trasiego de pies descalzos en retirada. Los dingos, que son dioses, aullaban ahora en el silencio de la madrugada.
Flores del mal
A la ma?ana siguiente me sent¨¦ en un banco (ni siquiera era una terraza) frente a lo que deb¨ªa ser un caf¨¦ en una acera central que se hac¨ªa llamar el Mall, como en Las flores del mal. Hasta entonces no hab¨ªa visto un aborigen de cerca. Vi, s¨ª, un cuarteto borracho en un parque de Adelaida. De pronto ?llegaron! Ven¨ªan de dos en dos, en grupos, solos, en fila. Cuando alcanzaron la otra esquina dieron la vuelta y volvieron, llevaban Levis con camisas de colores vivos, a cuadros, de le?ador, en una zona donde no hay ni arbustos. Eran negros, pero un negro distinto al negro de ?frica o sus trasplantes en Am¨¦rica. Ten¨ªan un color como de humo de le?a que arde verde, y brillaban. Pero nunca como el charol o el bet¨²n: era un brillo mate de ala de murci¨¦lago. Eran altos y delgados y algunos ten¨ªan un incongruente pelo rubio: por el sol, no por el ox¨ªgeno. ?Volv¨ªan, volv¨ªan! Eran una invasi¨®n y ven¨ªan no de la geograf¨ªa, sino de m¨¢s all¨¢ de la historia, de la prehistoria. O m¨¢s bien del espacio interior: el hombre m¨¢s antiguo.
Estaba absolutamente fascinado por un espect¨¢culo que har¨ªa falta no un antrop¨®logo, sino un antropoeta para describirlo, y yo ni siquiera era poeta. Los abor¨ªgenes regresan sin haberse ido. Alice Springs, central a lo oculto y al culto, no es un espacio, sino un tiempo llamado dreamtime, el tiempo del sue?o. Ellos eran el tiempo, eran el sue?o.
Esa tarde fuimos a Ayers Rock, a 470 kil¨®metros de Alice, en autob¨²s. El bus se hizo ob¨²s por el camino. Alguien pregunt¨® al ch¨®fer por los promontorios grises que se ve¨ªan a lo lejos, y el ch¨®fer respondi¨®: "Son las Olgas. El nombre viene de un rey de Espa?a, un tirano o cosa as¨ª". No dije nada. Ni siquiera declar¨¦, en esa aduana, que hablaba espa?ol.
Hay pocas vistas en el mundo como la primera visi¨®n de Ayers Rock, ese monolito que se define en espa?ol como la Roca de Ayer. Es una enorme mole de 400 metros de altura y nueve kil¨®metros de superficie. Se desconoce su profundidad subterr¨¢nea, pero se sabe su dimensi¨®n espiritual para los abor¨ªgenes: la legendaria Uluru es insondable. La roca, hecha de piedra p¨®mez dura, cambia de color con la luz del d¨ªa, casi a cada hora, y va del azul al p¨²rpura, al violeta, al marr¨®n, al naranja, al rojo, y de nuevo hasta hacerse otra vez marr¨®n y p¨²rpura y violeta para perderse en el negro de la noche. Es posible verla desde el aire (en avioneta), pero es mejor verla a ojo de aborigen. La roca se abre al medio como una vagina de rosa, que es el sitio de un rito de fertilidad. La mole, de un idioma a otro, parece efectivamente un topo indeciso entre la tierra y el cielo, ciego. Pero es algo mucho m¨¢s formidable. Si hay una cosa en la tierra que vino del otro mundo, es esta roca de ayer que volver¨¦ a ver ma?ana.
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