Droga y represi¨®n
La lucha contra la droga camina a ritmo muy vivo hacia la militarizaci¨®n de la sociedad -Reagan ha hablado hace pocos meses de organizar la represi¨®n como si se tratara de una verdadera guerra - o, al menos, hacia una sustancial reducci¨®n de los derechos civiles de los drogodependientes: el Congreso norteamericano va a decretar unas medidas que limitan el derecho de estas personas para obtener el permiso de conducci¨®n y otras licencias gubernativas, as¨ª como pr¨¦stamos, bolsas de estudio y cosas semejantes.Por otro lado, constatamos con demasiada frecuencia que las t¨¦cnicas de recuperaci¨®n de estos drogodependientes llevan impl¨ªcitas aut¨¦nticas violaciones de la libertad; no hace mucho tiempo, en Italia, el jefe de una comunidad dedicada a esas modalidades de recuperaci¨®n, un tal Muccioli, fue condenado por un tribunal, acusado de haber encadenado a unos muchachos cuando se encontraban en crisis de abstinencia; pues bien, recientemente un miembro del actual Gobierno ha propuesto a este Muccioli para el cargo de alto comisario de la coordinaci¨®n de la lucha contra la droga.
Vale la pena reflexionar sobre estos temas, sobre todo cuando las medidas adoptadas por los Gobiernos parecen incapaces de obtener resultados significativos en la represi¨®n del tr¨¢fico clandestino de la droga o de aliviarnos de esos fen¨®menos de criminalidad, de infelicidad y de muerte que les son colaterales. Los prop¨®sitos de Reagan respecto a la guerra contra la droga, as¨ª como la perspectiva, cada vez m¨¢s cercana, de que esta guerra implique una reducci¨®n de las libertades civiles, hacen inevitable replantearse una alternativa de la que hasta ahora se ha tratado de huir: o se produce una escalada cada vez m¨¢s intensa y peligrosa de la represi¨®n, hasta llegar a la militarizaci¨®n, o se produce una modificaci¨®n radical de las leyes prohibicionistas, hasta llegar a la liberalizaci¨®n o a la legalizaci¨®n de la droga. Marco Panella ha hablado recientemente de legalizaci¨®n m¨¢s que de liberalizaci¨®n: la droga ha de ser controlada porque es un veneno y deber¨ªa ser vendida con ciertas restricciones legales, y tal vez, incluso, grabada con tasas disuasorias, como ha propuesto un profesor de medicina de Harvard en un reciente congreso celebrado en Bruselas. Pero, se trate de legalizaci¨®n o de liberalizaci¨®n, lo que importa es que ya no parece ut¨®pica una alternativa radical al actual r¨¦gimen prohibicionista.
?Qu¨¦ se obtendr¨ªa con la legalizaci¨®n de la droga? Ante todo, la anulaci¨®n de los enormes beneficios del mercado clandestino, de la delincuencia que florece gracias a ¨¦l y del potencial econ¨®mico de los traficantes que hoy son capaces de condicionar la pol¨ªtica de los Gobiernos. Si la droga se ven diera legalmente, los drogodependientes no se ver¨ªan obligados a convertirse en criminales para conseguir el dinero necesario para pag¨¢rsela, ni tampoco a convertirse en propagandistas y distribuidores de ese producto: ?alguien ha visto alguna vez a un alcoh¨®lico vender whisky a la puerta de los colegios? Sin embargo, con la droga estas cosas suceden: la clandestinidad, con los costes que impone, act¨²a como un potent¨ªsimo factor de promoci¨®n y de ampliaci¨®n del mercado. Y en el haber de esta clandestinidad del tr¨¢fico hay que incluir tambi¨¦n el elevado n¨²mero de muertos por sobre dosis o por droga cortada con sustancias venenosas. No muere de sobredosis o de envenenamiento quien utiliza los servicios de un distribuidor conocido, habitual y de confianza. Pero con la clandestinidad, esto ¨²ltimo es del todo imposible. Estos argumentos a favor de la legalizaci¨®n son tan obvios que uno se averg¨¹enza de repetirlos. ?Por qu¨¦, entonces, no calan en la opini¨®n p¨²blica y en los Gobiernos, que siguen siendo mayoritariamente prohibicionistas? La raz¨®n principal se basa en un prejuicio muy difundido aunque ampliamente desmentido por los hechos. Se teme que la legalizaci¨®n de la droga constituir¨ªa un poderoso factor de una m¨¢s amplia difusi¨®n y de unos mayores da?os en la salud de las gentes.
Sin embargo, es m¨¢s que discutible la idea de que el Estado deba defender a los ciudadanos de la droga hasta el punto de impedirles su consumo incluso por la fuerza. ?No debe ser tarea del Estado el garantizar a todos los ciudadanos el derecho a hacer aquello que quieran siempre que esto no amenace el derecho a una igual libertad de los dem¨¢s? Se piensa de los drogadictos que no son plenamente libres cuando eligen la droga, dado que es una sustancia que hace da?o y, en consecuencia, el Estado se siente autorizado para ejercer al respecto una especie de tutela. Pero, ?qu¨¦ dir¨ªamos de un Estado que adoptando las teor¨ªas de los m¨¦dicos y de los moralistas del siglo XIX prohibiera por ley la masturbaci¨®n alegando que con ello pretend¨ªa evitar la ceguera de sus ciudadanos? Es evidente que los conocimientos de que hoy disponemos respecto a los da?os que provoca el uso de la droga son algo menos fant¨¢sticos y aproximativos; no obstante, ser¨ªa razonable pensar que el Estado deber¨ªa limitarse a informar ampliamente sobre estos da?os dejando luego que cada uno decidiera como quisiera en lugar de tratarnos como menores de edad.
Pero dejemos de lado esta discusi¨®n te¨®rica. Admitamos como hip¨®tesis que el Estado tiene el deber de erradicar como sea, incluso con preceptos legales, el uso de la droga. Pues bien, la actual legislaci¨®n prohibicionista no s¨®lo se ha mostrado clamorosamente ineficaz, sino que de hecho, por esos mecanismos inevitablemente a?adidos al tr¨¢fico clandestino, funciona como un poderoso factor de difusi¨®n de la drogodependencia, adem¨¢s de como una causa de criminalidad y una amenaza para la vida. La gran criminalidad y la delincuencia menuda, las muertes por sobredosis y por envenenamiento por droga adulterada, la difusi¨®n capilar del producto por parte de unos drogadictos forzados a convertirse en camellos, el poder econ¨®mico y pol¨ªtico de la mafia internacional, todo esto que constituye la parte mayor de la tragedia de la droga es clara y exclusivamente una consecuencia del r¨¦gimen prohibicionista. Frente a todos estos efectos actuales y visibles est¨¢ el riesgo, por ahora hipot¨¦tico, del aumento de consumidores que traerla consigo la legalizaci¨®n de la droga. No cabe ninguna duda de que se trata de un riesgo menor en comparaci¨®n con los perversos efectos del prohibicionismo actual. Al c¨¢lculo de los costes y beneficios habr¨ªa que a?adir que con los recursos que el Estado se ahorrar¨ªa al cesar en esa in¨²til guerra contra el tr¨¢fico clandestino se podr¨ªan financiar generosas campa?as de informaci¨®n, propaganda y educaci¨®n y tambi¨¦n eficaces programas de asistencia y recuperaci¨®n de drogadictos que sustituir¨ªan a esos servicios p¨²blicos de hoy d¨ªa, a todas luces insuficientes, y a esa asistencia privada, excesivamente cara.
?Por qu¨¦, pues, no se aceptan estos razonables argumentos que dar¨ªan lugar a un cambio de las leyes? No es cre¨ªble que todo se deba al potencial de los narcotraficantes, que condicionan a los Gobiernos y a los medios de informaci¨®n. Junto a ellos, un poderoso pilar del r¨¦gimen prohibicionista, que de hecho favorece la difusi¨®n de la droga, radica en esa cultura de la droga que han desarrollado unos agentes sociales -Iglesia, organizaciones de asistencia y de psicoterapia, e incluso los partidos pol¨ªticos de izquierda- que son precisamente los que se autoproclaman paladines de esta guerra contra la drogodependencia.
Por lo que hace referencia a las entidades asistenciales y a los psicoterapeutas, ser¨ªa realmente demasiado trivial y grosero pensar que al defender el prohibicionismo lo que est¨¢n defendiendo es el mantenimiento de su propia raz¨®n social que les da clientela y legitimaci¨®n. No se trata de esto, o al menos no directamente. No obstante, es cierto que de una manera o de otra la ideolog¨ªa asistencial y psicoterap¨¦utica que gu¨ªa las actividades de recuperaci¨®n de los drogodependientes desconf¨ªa de la legalizaci¨®n de la droga porque ve en ello una soluci¨®n demasiado f¨¢cil y, por ello, ilusoria del problema. Los psicoterapeutas y los asistentes sociales de toda ¨ªndole han elaborado un modelo de recuperaci¨®n y de rehabilitaci¨®n que implica un largo proceso cat¨¢rtico, una aut¨¦ntica reconversi¨®n moral, y por ello no creen que este proceso y esta reeducaci¨®n puedan sustituirse con un simple cambio de las leyes, que en el fondo se limitar¨ªa a hacer la vida de los drogadictos un poco menos dura. Una actitud muy semejante, aunque por motivaciones diferentes, se da en los partidos de izquierda: si el recurso a la droga viene motivado por el malestar social, la lucha debe centrarse en la reforma general de la sociedad; por ello, la legalizaci¨®n acabar¨ªa siendo un sustitutivo que alejar¨ªa las posibilidades de acci¨®n de esta reforma global. En fin, para la Iglesia, la droga constituye un providencial sustituto del fantasma del sexo que desde hace alg¨²n tiempo ha dejado de funcionar -?el SIDA podr¨ªa remediar de nuevo las cosas!- como encarnaci¨®n visible del mal del mundo.
La cultura de la droga no es, una inocua curiosidad transgresiva de alg¨²n trasnochado literato del 68; esta cultura est¨¢ muy en el fondo de ese c¨®ctel moralista que inspira a los psicoterapeutas, a los asistentes sociales, a los curas y a una cierta inteligencia de izquierdas. Las cortinas de humo prohibicionistas no son las que lanzan los narcotraficantes y la mafia; para cambiar las cosas hay que vencer tambi¨¦n la ceguera de muchos moralismos que de buena fe siguen funcionando como poderosos opi¨¢ceos, pero ¨¦stos, por desgracia, son completamente legales.
Traducci¨®n de J. M. Revuelta.
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