El masaje obsceno
En medio de la consternaci¨®n ocasionada por el penoso espect¨¢culo de las recientes elecciones norteamericanas, no han faltado quienes quieran echar la culpa de todo a la televisi¨®n, cuyo mecanismo, puesto al servicio de la sociedad de consumo, suele apelar a los niveles m¨¢s elementales de comprensi¨®n, sensibilidad y gusto para alcanzar as¨ª al com¨²n denominador de los eventuales compradores.Pero es el caso que, cuando se le quiere vender al p¨²blico un presidente de la naci¨®n con iguales m¨¦todos a los empleados para venderle una marca de jab¨®n o un dentr¨ªfico, se est¨¢ haciendo uso perverso de un medio t¨¦cnico cuyas potencialidades, para la actividad pol¨ªtica como en los dem¨¢s aspectos de la vida social, siendo enormes, son tambi¨¦n neutras, pues permiten ser usadas tanto de forma negativa como de forma positiva.
La televisi¨®n y, en general, los medios de comunicaci¨®n electr¨®nicos, est¨¢n disponibles para muy diversos fines: pueden ser empleados -y con frecuencia lo han sido- como un arma peligrosa al servicio de dictadores demagogos; pueden desvirtuar la democracia, trivializando y corrompiendo el ejercicio de la opini¨®n p¨²blica, seg¨²n lo que sucede hoy d¨ªa en Estados Unidos; pero pueden asimismo constituir el instrumento m¨¢s id¨®neo, m¨¢s eficaz, para hacer que la democracia funcione bien (o, sencillamente, funcione) dentro de la actual sociedad de masas.
Es ¨¦sta, pese a su gran extensi¨®n, una sociedad muy homog¨¦nea, que en cuanto tal pide la m¨¢s amplia participaci¨®n popular en el gobierno, y en la que, sin embargo, a causa del desarrollo tecnol¨®gico que la ha originado y la sostiene, los gestores del inter¨¦s p¨²blico deben afrontar problemas cuya complejidad los coloca fuera del alcance del ciudadano com¨²n.
Para esta sociedad nuestra no valen ya, por supuesto, las formas de democracia directa que pudieron funcionar en las antiguas ciudades griegas o bien en algunas comunidades rurales; y, de otra parte, tampoco vale ya el cl¨¢sico sistema de representaci¨®n parlamentaria por distritos, donde el votante conoc¨ªa en persona al candidato que aspiraba a ser elegido mandatario suyo. Entre el cuerpo electoral y las instituciones de gobierno tienen que mediar en la moderna democracia de masas los imprescindibles partidos pol¨ªticos, organizaciones espont¨¢neas m¨¢s o menos oficializadas, que se aglutinan en torno a ciertas posiciones program¨¢ticas, y dentro de las cuales se destacar¨¢n como l¨ªderes algunas personalidades de relieve nacional: las figuras conocidas del p¨²blico y capaces de inspirar su confianza.
El papel de la televisi¨®n
En estas condiciones b¨¢sicas, que son las que prevalecen en el mundo actual, es obvio que la televisi¨®n puede y debe aportar un factor de primordial importancia al proceso democr¨¢tico: el de la indispensable comunicaci¨®n directa entre los representantes y los representados, es decir, el elemento humano que, de manera intuitiva y emocionalmente, establece esa confianza (o, al contrario, crea desconfianza) y en definitiva presta credibilidad a las promesas de actuaci¨®n; pues claro est¨¢ que la pol¨ªtica nunca se desenvuelve en el terreno abstracto de las ideas ni de los programas de gobierno, sino que ideas y programas aparecen encarnados en los hombres concretos que los postulan proponi¨¦ndoselos directamente al p¨²blico. Incluso el aspecto ceremonial o de espect¨¢culo que siempre se da en la pol¨ªtica y que sin duda le es inherente, aquello que, por ejemplo, fue durante el siglo XIX y todav¨ªa a principios del actual el drama representado dentro del hemiciclo parlamentario, encuentra ahora como foro o escenario la pantalla de la televisi¨®n.
A ella se ha trasladado, en efecto, el debate p¨²blico, la apelaci¨®n al pueblo, la cr¨ªtica y el control sobre el Gobierno. A ella comparecen para ser juzgados por la opini¨®n popular quienes ejercen el poder o quienes aspiran a ejercerlo. Y es indudable que la luz cruel de la pantalla hace reveladoras en grado sumo tales comparecencias. Todo el artificio, toda la astucia, todos los trucos que quieran emplearse para presentar una apariencia conveniente (y la pol¨ªtica, como la vida social en general, abunda en disimulos y falsas pretensiones, en deliberados enmascaramientos), apenas lograr¨¢n ocultar frente a las c¨¢maras televisivas la realidad esencial que desear¨ªa cubrirse bajo el disfraz adoptado.
No pienso yo que sea ileg¨ªtimo el esfuerzo por aparecer ante los dem¨¢s, present¨¢ndoles la imagen m¨¢s favorable de uno mismo. As¨ª ocurre en la pol¨ªtica y -como digo- as¨ª ocurre siempre en todas partes. Incluso quiz¨¢ sea lo que la decencia y el decoro exigen.
Pero en las recientes elecciones presidenciales de Estados Unidos lo que han puesto en pr¨¢ctica los dos candidatos no es nada comparable a tan inocentes embellishments o adornos: pura y simplemente les han encargado a sendos equipos de especialistas que les fabriquen una imagen hecha a prop¨®sito para venderle al p¨²blico con falsas alegaciones el producto que a juicio suyo mejor pudiera seducirle; y para ello no vacilaron en entregarse por completo a los profesionales del marketing, desvirtuando el proceso democr¨¢tico mediante los astutos procedimientos que hace ya 28 a?os empez¨® a revelar Theodore White en su estudio sobre The making of the president y que unos ocho a?os m¨¢s tarde, a prop¨®sito de la campa?a electoral de Nixon, denunciar¨ªa Joe McGinniss en The selling of the president. El punto escandaloso a que ahora se hab¨ªa llegado est¨¢ descrito en otro libro reciente, Candidates, consultants, and campaigns: the style and substance of American electioneering, de Frank l. Luntz.
La campa?a que ha concluido con la elecci¨®n del vicepresidente George Bush para ser el pr¨®ximo presidente puso en evidencia, a la vista del p¨²blico y sin ning¨²n disimulo ya, esos procedimientos. Ambos candidatos presidenciales, en lugar de dar la cara present¨¢ndole al p¨²blico su verdadera faz, se aplicaron, con abdicaci¨®n de s¨ª mismos, a seguir d¨®cilmente los consejos de los profesionales del marketing contratados por ellos para manejar sus respectivas campa?as, quienes, seg¨²n a su oficio corresponde, se afanaron en urdir los trucos m¨¢s eficaces para seducir al comprador o votante en favor de su patrono.
Tales especialistas habr¨¢n cumplido mejor o peor su oficio de vestir el mu?eco (en resumidas cuentas, lo han hecho bastante mal), pero claro est¨¢ que la responsabilidad no recae sobre ellos, sino sobre sus patronos, sobre quienes les encomendaron la confecci¨®n de una imagen hueca, estudiada para enga?ar a la gente, e incluso se rebajaron a recitar como ?oros aquellas frases -a veces sumamente necias o viles- que sus mentores les dictaban, y a realizar aquellos actos -a veces excesivamente rid¨ªculos- que les prescrib¨ªan, procurando as¨ª por todos los medios, aun los m¨¢s baratos y los m¨¢s sucios, salir adelante en la competici¨®n. El principio era que todo vale con tal de ganar la partida, y -hay que decirlo- tan abominable norma ha inspirado de manera m¨¢s resuelta e implacable la campa?a del candidato que result¨® triunfador.
Desprecio de la democracia
Es evidente que proceder as¨ª representa un desd¨¦n hacia la capacidad del hombre de la calle, del pueblo com¨²n, para discernir razonablemente, y por consiguiente implica un desprecio de la democracia; pero ?han conseguido con ello enga?ar en efecto a la gente?
No; seg¨²n a m¨ª me parece, no han enga?ado a nadie. Ciertamente, uno de los dos candidatos ha obtenido m¨¢s votos que su adversario y, por tanto, ser¨¢ el pr¨®ximo presidente de Estados Unidos. Pero ?qu¨¦ otra cosa pod¨ªa ocurrir, dada la inescapable alternativa? La gente ha ido a las urnas con melanc¨®lico escepticismo, resentida por la falta de respeto con que se ha tratado al pueblo soberano, y con la sensaci¨®n de aprensiva incertidumbre frente a un porvenir cuyas amenazas no por silenciadas son menos ciertas.
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