Una especie de los subterr¨¢neos
El metro de Madrid no es como los dem¨¢s. En Par¨ªs, en Londres o en Barcelona, cuando el viajero entra en el metro tiene la impresi¨®n de encontrarse con otros viajeros, es decir, gente de paso que en cualquier momento puede acceder a la superficie habitada de la ciudad. A nadie se le ocurre que esos extra?os se queden a vivir all¨ª como individuos de una especie subterr¨¢nea. Y eso es precisamente lo que sucede con el metro de Madrid. Tanto en el and¨¦n como en el interior de los vagones es dif¨ªcil sacudirse la obsesi¨®n de que se ha entrado en un mundo propio, con su organizaci¨®n y con sus habitantes. En medio siempre de esa palidez de perseguidos.La primera impresi¨®n es la falta de diversidad de los que utilizan ese transporte. Los tipos se repiten. A las siete de la ma?ana, por ejemplo, acuden los adolescentes repeinados con agua o con colonias de litro, vestidos con ropa dura, esa clase de ropa que tiene que durar toda la semana. Parecen estudiantes y trabajadores sin cualificar al mismo tiempo: todos llevan un olor profundo a barriada de las afueras y tambi¨¦n, por lo general, un parecido gesto de reproche en las caras embotadas. El hatillo de los libros o la bolsa con el fiambre, para el recreo o para el desayuno en la factor¨ªa, no a?ade ni desdice nada del aspecto uniforme. Salen del mismo sitio y poco importa d¨®nde vayan: de ellos puede predecirse el futuro.
Est¨¢n tambi¨¦n los operarios veteranos, entre 40 y 50, que marchan juntos al trabajo. Hay uno que habla todo el rato mientras los dem¨¢s miran con los ojos enramados el reflejo el¨¦ctrico de las ventanillas. Algunos van vestidos por sus mujeres o por el cari?o familiar. Se nota en la coherencia de las prendas y en el prop¨®sito de lo que llevan puesto: hacia el fr¨ªo o hacia el calor. Otros se levantan solos y se ponen lo primero que encuentran. Abrigos de pelo con zapatos de rejilla, jerseis de lana con una chaquetilla entallada, cazadoras juveniles sobre un mono azul con remates de pl¨¢stico.
A cualquier hora aparecen las mujeres muy pintadas cargadas con un bolso en el que han empaquetado un d¨ªa de comida; los vagabundos envueltos todav¨ªa en su manta militar; los de los cupones; secretarias con pretensiones y coturnos que las elevan varios cent¨ªmetros por encima de su superior inmediato; los guindillas; los que no saben d¨®nde ir; un gitano moviendo las palmas en sordina; los que no saben de d¨®nde vienen; etc¨¦tera.
No parece que tengan trayecto. Todos visten, dentro de su limitada gama, el uniforme del metro madrile?o. Un toque de pobreza profunda, de los que no dejan escapatoria y que es independiente de las prendas (las prendas s¨®lo ayudan al gesto), pero que se relaciona con una forma de vida acostumbrada a no ver la superficie. La gente del metro de Madrid nunca ha salido por la boca de las estaciones. Es una ilusi¨®n de los que caen por all¨ª y piensan que, como ellos, los dem¨¢s est¨¢n de paso. Eso es lo que parece, y alguien podr¨ªa convertirlo en una pel¨ªcula de terror.
El metro se ha quedado en un sitio para pobres. La verdadera razon quiz¨¢ s¨®lo pueda salir de un psicoan¨¢lisis colectivo (eso s¨ª que crear¨ªa puestos de trabajo, aunque s¨®lo fuera por la construcci¨®n de divanes), pero hay otra que tampoco es falsa. La cultura de la gran ciudad moderna tiene dos niveles geol¨®gicos: el superficial y el fre¨¢tico. En las galer¨ªas, los pasos subterr¨¢neos y en el propio metro, los ciudadanos de otros lugares han montado su segunda vida llenando de escaparates, intercambios, proyectos art¨ªsticos, besos y argumentos de novela esa clase de agujeros. Han creado la ilusi¨®n de que la vida tiene un env¨¦s por debajo de la capa conocida. En Madrid eso no ha pitado. Desde el principio se pens¨® que debajo del suelo la existencia es una forma de corrupci¨®n. Y todo lo que se ha hecho por ah¨ª debajo no ha tenido otro destino que el dejar que se pudriera. Por eso el metro se pudre y han sido vanos los intentos de vestirlo con exposiciones y comercios. Lo ¨²nico que se consegu¨ªa era manchar la dignidad de las tentativas. Madrid tiene miedo de la oscuridad y de lo ect¨®nico. Madrid se comporta, en resumidas cuentas, como una ciudad culpable que no soporta la visi¨®n de las sombras. No puede vivir con ellas por temor a confundirse. Por qu¨¦ ser¨¢.
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