Todos se reconocen en la Ilustraci¨®n
Carlos III nos mira desde los ojos de Goya, en la exposici¨®n Carlos III y la Ilustraci¨®n, con la mayest¨¢tica complicidad de su serenidad dial¨¦ctica y la augusta bondad de su satisfacci¨®n real. Nada parece atormentarle, ni provocar los niveles del m¨¢s m¨ªnimo remordimiento consciente. Su cara est¨¢ trabajada por el equilibrio, y no hace falta que sea guapo para que nos guste, ni hace falta que pensemos que era inteligente para que sepamos que ten¨ªa la raz¨®n.El bicentenario de su muerte ha sido la disculpa para celebrar los fastos de la Ilustraci¨®n, como un culto a nuestros ancestros, como una fiesta geneal¨®gica tra¨ªda por los pelos, como un caldo de cultivo para nuestra autocomplacencia. Porque este Carlos III, el del mejor Goya euf¨®rico e ilustrado, podr¨ªa ser nuestro contempor¨¢neo, reconocido, exaltado, maquillado y traducido para nuestros deseos. Todo lo que ¨¦l quer¨ªa, todo lo que ¨¦l significaba, lo estamos haciendo; tambi¨¦n ¨¦l, se propuso sacar al pa¨ªs del marasmo de la inercia; tambi¨¦n ¨¦l quer¨ªa hacer un cambio. Y lo estamos haciendo como ¨¦l quer¨ªa, a trav¨¦s de una revoluci¨®n verbal, que asegura el principio de autoridad y garantiza la tranquilidad de la conciencia, tambi¨¦n con los presupuestos ideol¨®gicos europeos como est¨ªmulo.
Pero hay algo inquietante en el ¨¦nfasis de este recuerdo hist¨®rico. Los 200 a?os transcurridos desde entonces no son precisamente algo que asegure nuestro optimismo. Estos 200 a?os nos permiten ver aquellos tiempos felices, exhibidos como un monumento edificante, adornados con todas nuestras buenas intenciones, como un par¨¦ntesis fugaz, desaprovechado y sospechoso, que, no obstante, se ha mantenido en la memoria de los manuales como una isla de flores, como un para¨ªso de eternas referencias primaverales.
Fue la ocasi¨®n perdida por nuestros pecados, el tren que no ha vuelto a pasar por nuestra estaci¨®n, esa novia maravillosa que, por nuestra torpeza, no supimos retener, Da la sensaci¨®n, por esos amarillos goyescos, esos sienas gloriosos y esos rosas celestiales, que pudimos entonces serlo todo, aunque hayamos terminado enfangados en un siglo XIX ruin y estrepitoso, desorientado y derrochador, infantil y turbulento., que se ha perpetuado por partenog¨¦nesis hist¨®rica hasta nuestros mismos pies, hasta ayer mismo).
?Estamos volviendo al siglo XVIII o es un espejismo provocado por esta avalancha de exposiciones? Hubo un tiempo, ante la marea creciente de la homogeneizaci¨®n social del industrialismo y la aparici¨®n de la cultura de masas, que se pens¨® que march¨¢bamos hacia una nueva Edad Media. Hoy podr¨ªamos tener la tentaci¨®n de pensar que nos dirigimos hacia un nuevo siglo de las luces, una vez pasado el infierno del XIX. Del siglo de las luces estar¨ªamos llegando de nuevo, tras el par¨¦ntesis oscuro, al siglo de los cables, por ese movimiento pendular al que la historia nos tiene habituados.
Adoraci¨®n tecnol¨®gica
La adoraci¨®n por la tecnolog¨ªa de la sociedad cableada repite el culto a la m¨¢quina de los ilustrados; nuestros viajes espaciales resucitan la obsesi¨®n de los aerostatos dieciochescos. Pero, al mismo tiempo, tambi¨¦n nos reconocemos descubriendo el Tercer Mundo; el buen salvaje vuelve a ser el contraste de nuestro ser incivilizado; la opulencia vuelve a ocultar las carencias m¨¢s elementales. Volvemos a vivir en el mejor de los mundos posibles y, como Voltaire -devuelto a la vida, seg¨²n parece, por el ¨²ltimo eco-, mantenemos, con tenacidad de orfebre, el proyecto de cultivar nuestro propio, autosuficiente y m¨ªnimo jard¨ªn personal. Y lo mismo que entonces, nuestros hombres cultos est¨¢n de acuerdo con el poder, con el que las discrepancias son inapreciables y que adem¨¢s cumple sus expectativas individuales.
Est¨¢ de moda la reivindicaci¨®n de? siglo XVIII, a expensas del cad¨¢ver del XIX. Quiz¨¢ Goya, cita inevitable sobre la tragedia de la Ilustraci¨®n, lo que quer¨ªa decir cuando dec¨ªa que el sue?o de la raz¨®n crea monstruos es que el racionalismo del gran siglo de las luces, tan compuesto y tan libre de toda sospecha, hab¨ªa engendrado, por supuesto a su pesar, el desmadre del siglo XIX, el infierno fratricida que se ha prolongado hasta nuestro reciente episodio dictatorial, decimon¨®nico y cainita.
Por eso no podemos evitar, ante tanta as¨¦ptica exposici¨®n did¨¢ctica sobre la Ilustraci¨®n, el recuerdo de las pinturas negras, los grabados de los desastres de la guerra, la l¨²cida e ilustrada desesperaci¨®n de los caprichos de Goya, como la otra cara de la Luna, como el env¨¦s de tanto optimismo tecnol¨®gico y social, de tanta pureza hist¨®rica y tanto detergente pol¨ªtico, que excluye el distanciamiento, la inquietud y la disidencia. Ante un espejo, tan pulido y tan esplendoroso, el resistencialismo, como un defecto de f¨¢brica, est¨¢ mal visto.
Y no deja de ser preocupante que Fraga y los socialistas coincidan en su devoci¨®n por la ilustraci¨®n, porque, naturalmente, ?qu¨¦ espa?ol culto rechazar¨ªa esta herencia? Manuel Fraga empezaba el recuento de sus antecesores pol¨ªticos con Jovellanos, y los socialistas nos proponen la sombra tutelar de Carlos III, como descendientes aplicados y agradecidos. Como en el test de Rorschach, todos se reconocen en el dibujo ilustrado. Porque el buen rey, que muri¨® hace 200 a?os, vuelve para reiniciar el proceso de nuestro optimismo. Y, tambi¨¦n como entonces, es Francia nuestro ejemplo pr¨®ximo y verificable. Y no ha faltado quien considera al alcalde Tierno Galv¨¢n como el mejor alcalde de Madrid, que, como todo el mundo sabe, fue Carlos III.
Sin embargo, nuestro lenguaje est¨¢ cada vez m¨¢s lejos de la realidad; las moquetas est¨¢n cada vez m¨¢s lejos del suelo; el hambre desesperada de los majos goyescos se ha convertido en la tristeza de los supermercados, en la desolaci¨®n vac¨ªa de los programas de televisi¨®n. Hacia el a?o 2008, cuando se cumplan los otros 200 a?os de aquel c¨¦lebre Dos de Mayo, que cerr¨® el optimismo de la Ilustraci¨®n, ?sentiremos la necesidad colectiva de una guerra de la independencia? Porque a veces la historia se repite, aunque no siempre de la misma manera.
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