Abogado del diablo
Se ha hablado mucho del esc¨¢ndalo provocado hace algunas semanas por el presidente del Bundestag durante la conmemoraci¨®n del 50? aniversario de la Noche de los Cristales Rotos. Por regla general, sin embargo, se ha soslayado el conflicto oculto bajo el discurso del ya dimitido Jenninger. ?ste, probablemente traicionado por su torpe capacidad ret¨®rica, cay¨® en una sinceridad que iba m¨¢s all¨¢ de los l¨ªmites convenientes. No, como se ha dicho, porque se delatara inconscientemente al confesarse fascinado por el per¨ªodo hitleriano, sino por expresar, quiz¨¢ sin medir el alcance de sus opiniones, la efectiva fascinaci¨®n que ejerci¨® tal per¨ªodo sobre una mayor¨ªa de los alemanes.El esc¨¢ndalo puede contemplarse as¨ª desde otro ¨¢ngulo: Jenninger, en el peor lugar posible, con los albaceas de las v¨ªctimas escuch¨¢ndole, actuaba de modo imprevisto -incluso para ¨¦l- como abogado del diablo en el complicado proceso de santificaci¨®n hist¨®rica del pueblo alem¨¢n. El resultado fue que en el escenario donde deb¨ªa representarse el espect¨¢culo de la santidad recuperada se proyectaron abruptamente los monstruos postergados. La impresi¨®n m¨¢s com¨²n, al menos tal como se ha traslucido en los medios de comunicaci¨®n, ha sido que Jenniger era un nazi encubierto. Pero el problema no ata?e tanto a ese involuntario abogado del diablo como a la naturaleza del proceso santificador. Un proceso que desde el principio, desde la inmediata posguerra, ha sido construido tomando como referencia el enga?o y el terror e ignorando, como asunto demasiado insoportable, la fascinaci¨®n.
El que el pueblo alem¨¢n, adem¨¢s de sentirse enga?ado y aterrorizado, se hubiera podido sentir fascinado era algo que aparec¨ªa excesivamente abismal, no s¨®lo para los propios alemanes sino para sus vencedores. Como consecuencia de ello surgi¨® una suerte de pacto de complicidad seg¨²n el cual, otorgando una exclusiva encarnaci¨®n del Mal al nazismo, se exig¨ªa un repudio p¨²blico (es decir, pol¨ªtico) de tal malignidad por parte de los alemanes a cambio de un certificado de olvido. Es cierto que ese certificado era asimismo pol¨ªtico y que, privadamente, continuaron las sospechas ("todo alem¨¢n es un nazi potencial"); no obstante, aquel pacto ofrec¨ªa la ventaja de aislar el Mal en unas coordenadas espec¨ªficas, evitando el ejercicio, a todas luces m¨¢s traum¨¢tico, de preguntarse por las ra¨ªces espirituales de una fascinaci¨®n que hab¨ªa cristalizado en Alemania pero que estaba lelos de ser un monopolio de los alemanes. ?stos eran exorcizados y perdonados, abri¨¦ndoseles el acceso a la buena conciencia para evitar el riesgo de que aflorara la mala conciencia de los exorcistas.
Tras el da?o causado por el horror se quer¨ªa ahuyentar de este modo, por hipocres¨ªa o por miedo el da?o de explicar el horror. Se gestaba, gracias a tal actitud, la idea m¨¢s c¨®moda, aunque a la larga m¨¢s perniciosa: desvincular al nazismo del ¨¢mbito de lo humano, convirti¨¦ndolo en un fen¨®meno ex¨®geno, no-humano, tenebrosamente incrustado en el curso de la humanidad. Frente a la posibilidad, dolorosa pero fecunda, de considerarlo tambi¨¦n humano, ahondando en las consecuencias de este hecho, se opt¨®, sea desde la ¨®ptica de los vencedores, por la fatal degeneraci¨®n del "exceso germ¨¢nico", sea desde la de los vencidos, por el "brusco oscurecimiento del esp¨ªritu".
Para unos, lo que, a sus ojos, hab¨ªa culminado en la mayor crueldad posible (hasta el punto de ser no-humana) desvanec¨ªa las diversas dosis de crueldad de la historia (humana) del pasado y, en buena medida, del futuro. Para los otros cab¨ªa el recurso de cavar un agujero en la memoria, un vac¨ªo al que no se deb¨ªa mirar y ni siquiera aludir. Para los primeros, la crueldad impensable en la que hab¨ªa desembocado el nazismo, siendo incomparable con cualquier tipo le crueldad anterior o posterior, se erig¨ªa en una anomal¨ªa aberrante y extra?a a la condici¨®n humana. Pero para los segundos este razonamiento, visto desde el lado opuesto, era igualmente v¨¢lido, transform¨¢ndose la excepcionalidad vivida -y en buena parte compartida- por los alemanes en una pesadilla asimismo impensable. Desde una vertiente o desde la otra, el nazismo quedaba incluido en la extraterritorialidad del hombre. Deb¨ªa ser objeto de condenaci¨®n o de amnesia, pero no pod¨ªa ser pensado como una experiencia, por terrible que hubiera sido, humana.
No parece que la distancia de los a?os haya alterado esta perspectiva. Los recientes debates, alentados por el libro de V¨ªctor Far¨ªas sobre lo que se ha dado en llamar "el caso Heidegger", no han hecho sino confirmar la persistencia del tab¨². En general, se ha insistido en el mayor o menor grado de adhesi¨®n al nacionalsocialismo por parte del fil¨®sofo, pero casi nadie se ha aventurado a examinar el pensamiento de ¨¦ste desde la tarea de pensar aqu¨¦l, misi¨®n que, con toda probabilidad, estremecer¨ªa demasiado los cimientos, no s¨®lo de la tradici¨®n alemana, sino de la entera tradici¨®n occidental. Id¨¦ntico camuflaje de la cuesti¨®n de fondo podemos hallar en la denominada "pol¨¦mica de los historiadores", en la que los defensores del estigma hereditario, seg¨²n el cual la responsabilidad se transmite de generaci¨®n en generaci¨®n a modo de pecado original, se han enfrentado a los que, alegando una peligrosa "objetividad", han intentado demostrar que la sangrienta cat¨¢strofe del Tercer Reich no era sino un eslab¨®n m¨¢s en la cadena de cat¨¢strofes que conforman la historia, justific¨¢ndola, por a?adidura, como respuesta a la "amenaza asi¨¢tica" del estalinismo.
Es evidente, sin embargo, que la repugnancia hacia este arournento no acrecienta el valor de la tesis que sostiene la pervivencia de una culpa heredada. Una y otro enmascaran el problema bajo una exasperaci¨®n superficial que reh¨²ye la mirada al precipicio. El nazismo, en cuanto proceso que entra?¨® la m¨¢s excepcional brutalidad, todav¨ªa debe ser pensado, sin recurrir a lo diab¨®lico ni a lo extrahumano, como una parcela, por siniestra que se considere, que pertenece al territorio del hombre.
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