Por sus citas los conocer¨¦is
El gusto por la cita de autor parece estar sometido tambi¨¦n a los vaivenes de la moda. Tiempos hay en que la abundancia de la apelaci¨®n a la ocurrencia del vecino cobra caracteres de verdadera competici¨®n por su desmesura. Pero el apoyo en cl¨¢sicos y contempor¨¢neos para el desarrollo del art¨ªculo period¨ªstico o para el discurso pol¨ªtico no encuentra con frecuencia su raz¨®n de ser, como en alg¨²n caso pudiera pensarse, en el humilde reconocimiento de falta de ideas y la consecuente petici¨®n de auxilio a quienes nos precedieron en la hermosa empresa del pensamiento. Si as¨ª fuera, los predicadores en la tribuna p¨²blica y en la prensa cumplir¨ªan la funci¨®n recuperadora de los viejos discursos que no han perdido vigencia, o se dedicar¨ªan a reflexionar al hilo de los cl¨¢sicos. Cualquier empe?o por vigorizar el diario debate nacional m¨¢s all¨¢ de la vulgaridad en que discurre resultar¨ªa una tarea intelectual de atractivo innegable.Las tareas intelectuales, como es obvio recordar, no son exclusivas de los que imp¨²dicamente se reconocen como tales. Pero el empleo de la cita est¨¢ m¨¢s en funci¨®n del ornato del trabajo period¨ªstico, literario o pol¨ªtico que en el deseo de la iluminaci¨®n que pudiera venirnos del trabajo ajeno. En consecuencia, no se apela a las cosas buenamente dichas porque lo que !e busca es la ocurrencia, la frase brillante, el recurso ret¨®rico.
Por poner un ejemplo que afecta a las referencias que se hacen a un cl¨¢sico de nuestro tiempo, Jorge Luis Borges, a ¨¦ste se le cita m¨¢s por sus divertidas ocurrencias en tertulias, encuentros y entrevistas que por su l¨²cida visi¨®n del mundo literariamente expresada. Esto implica algunas veces el riesgo de llegar a transmitir a los sectores sociales menos culturizados una imagen err¨®nea de aquellos que nos proporcionan el bast¨®n de nuestra propia mercader¨ªa. Un ejemplo tradicional de esta manipulaci¨®n ser¨ªa el sufrido por don Jos¨¦ Ortega y Gasset. A nuestro pensador por excelencia lo asist¨ªa el ingenio con abundancia, pero como todo el mundo sabe, quiz¨¢ m¨¢s Juli¨¢n Mar¨ªas, don Jos¨¦ fue mucho m¨¢s que un oportuno inventor de frases.
No ignoro, sin embargo, que la clientela de quienes trabajan en la comunicaci¨®n en sus distintos campos es una fervorosa devoradora de ocurrencias y por esta causa quien no trabaja la referencia, supuestamente inspiradora, se empe?a en hacer uso de un recurso de las t¨¦cnicas de la comunicaci¨®n, dar titulares, en el que algunos protagonistas de la vida espa?ola resultan verdaderos expertos. Algunos de ellos podr¨ªan mostrar una copiosa antolog¨ªa. Pero habr¨ªa que concluir quiz¨¢ en que la abundancia de frases revela con frecuencia otros vac¨ªos y que a la postre se muestra como la expresi¨®n de una nueva ret¨®rica. Bien es verdad que en el negocio de la comunicaci¨®n impera el inter¨¦s de satisfacer la demanda, y entre los clientes se suele tener por m¨¢s listo al habilidoso jugador de palabras que al reflexivo, y por m¨¢s culto, al que se refiere a los juegos habilidosos del nombre de prestigio. Porque la cita importa tanto por lo que revela como por su autor. Se entiende bien as¨ª que los nombres de creadores reconocidos trufen los discursos de los pol¨ªticos, cogidos a veces por los pelos, y hasta los discursos de los banqueros. Se trata de prestigiar el an¨¢lisis propio con un refrendo impl¨ªcito, y para esta tarea no se suele pasar habitualmente de una docena de nombres, cuya referencia no resulta recurrente, por lo com¨²n, por coherencia ideol¨®gica, sino que quiz¨¢ se halle en relaci¨®n con la rutina o con un prestigio m¨¢s popularizado. Pero cada ¨¦poca ha tenido sus nombres, aunque Ortega haya estado en todas.
Los chicos del 68 gust¨¢bamos mucho de citar a Marcuse y a Freud, por ejemplo, y creo que rechaz¨¢bamos a Ortega antes de leerlo porque lo citaban los franquistas, sobre todo en aquello de "no es esto, no es esto", que tanto les complac¨ªa. La verdad es que aqu¨ª se ha dado durante mucho tiempo la impresi¨®n de que Ortega estaba siempre dispuesto a cualquier exclamaci¨®n. Con la venida de la democracia se empez¨® a citar mucho a Machado, don Antonio, pero se hac¨ªa tanto camino al andar que con frecuencia dudaba uno si a quien se estaba citando no era, de verdad, a Joan Manuel Serrat. Ahora veo con satisfacci¨®n que el repertorio de citas en el discurso pol¨ªtico aumenta. Santa Teresa y san Juan de la Cruz ya no son patrimonio exclusivo del orador sagrado, y en el discurso laico, a veces con cinismo, se apela a la bella palabra de los m¨ªsticos. No me sugiere esta referencia una err¨®nea cita de Antonio Hern¨¢ndez Mancha en una eventual visita suya al Congreso de los Diputados que permitiera a Adolfo Su¨¢rez exhibirse como el erudito que no es, a pesar de su paisanaje con santa Teresa. No. Me refiero a una utilizaci¨®n m¨¢s generalizada que no viene al caso pormenorizar. Y entre los nuevos en el discurso de nuestros gobernantes aparece, para fortuna nuestra, Fernando Pessoa en el reciente viaje de Felipe Gonz¨¢lez a Portugal. Hay que decir que la cita, si era exacta, fue oportuna, y que si el presidente del Gobierno dedic¨® sus ¨²ltimos d¨ªas de descanso en Do?ana a la lectura d¨¦? excelente escritor portugu¨¦s, de abundantes heter¨®nimos, es preciso celebrarlo. Aunque en el conocimiento del poeta le vaya el contagio de la melancol¨ªa. Al fin y al cabo, la definici¨®n po¨¦tica de una frontera acerca a la cordial relaci¨®n diplom¨¢tica y no compromete el discurso ideol¨®gico del modo en que lo hace un aforismo chino que declara la falta de importancia del color del gato con tal de que cace ratones.
Pero lo peor de la cita para los citados son los citadores profesionales agarrados a un manual. Se trata generalmente de ignorantes o simples pretenciosos, cuya excesiva utilizaci¨®n de la cita los hace sospechosos, no de lecturas abundantes y buena memoria, sino de torpe manejo de un cat¨¢logo de frases y autores. Lejos de entender la funci¨®n culturalista de la cita, recordada de modo espont¨¢neo por el hombre culto, incurren en la traici¨®n de acudir a la referencia para apoyar sus razones. No son de extra?ar en estos casos los resultados pintorescos que van de la descontextualizaci¨®n de las frases a la apariencia de argumentar todo lo contrario de lo que el ilustre autor sostuvo en su obra. Pero esta felon¨ªa no es exclusiva de los coleccionistas de citas. La traici¨®n de llevar el agua de? pensamiento ajeno al molino propio, con peligro del pensamiento ajeno, ha conducido a muchos a apoyar una defensa de la embriaguez en una carta de san Pablo a los corintios, por ejemplo, o a m¨¢s de un cura progre a predicar con citas del marqu¨¦s de Sade. En el cap¨ªtulo de traiciones, sin embargo, la que m¨¢s indulgencia merece es aquella en la que nuestra propia memoria nos traiciona y pasa la autor¨ªa de un autor a otro. No es de tontos tener d¨¦bil la memoria, y en el archivo de nuestros sentimientos se cruzan, unos con otros, poetas y pensadores. Es la historia contraria a la del citador de manual, y vale a veces, para entenderla, lo que Machado, don Manuel, dec¨ªa de las copias: "Cuando no las canta el pueblo, / las coplas, coplas no son / y cuando el pueblo las canta / ya nadie sabe su autor".
Pero cabe hablar tambi¨¦n de una especie de tr¨¢fico de influencias en las citas, que va desde el cultivo del amiguismo a su trav¨¦s -t¨² me citas, yo te cito- al cultivo de la aduloner¨ªa en familias pol¨ªticas, acad¨¦micas e intelectuales. Otra cosa son las familiaridades est¨¦ticas que conducen a la reiteraci¨®n de unos nombres. V¨¦ase el ejemplo l¨ªcito de cierta corriente literaria que acude con frecuencia a la trinidad compuesta por Zambrano, Paz y Valente.
Claro que por sus citas los conocer¨¦is. Cu¨¢nto conocimiento se desprende, sobre todo, en el ¨¢mbito pol¨ªtico, tanto de la selecci¨®n de las citas por parte de los protagonistas de nuestra vida p¨²blica como de las citas que ellos mismos producen. Ser¨ªa demasiado obvio simplificar el conocimiento de Fraga por sus referencias a Maeztu o a Maura, o el de Alfonso Guerra en su inicial reiteraci¨®n machadiana. Pero lo del caballo de Pav¨ªa se lo recuerdan cada rato a Guerra y que la calle dijo que era suya se lo siguen reiterando a Fraga. Otra vertiente del vicepresidente del Gobierno, sevillano al fin, recuerda la definici¨®n que en su d¨ªa hizo de la entonces ministra de Cultura, Soledad Becerril, y la est¨¦tica popular de Fraga le es reconocida en su aportaci¨®n de los garbanzos al discurso parlamentario. No s¨¦ si hubiera sido del gusto de su paisano Valle-Incl¨¢n, tan despectivo con los garbanceros. Pero, en fin, la obra m¨¢s conocida de un historiador espa?ol, don Ricardo de la Cierva, es precisamente una frase en la que la historia le quit¨® la raz¨®n: "Qu¨¦ error, qu¨¦ inmenso error".
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