El enemigo dentro del coraz¨®n
Por una disposici¨®n que si es casual parece la burla del diablo y si, por el contrario, voluntaria, da un margen de confianza en los alcances de la perversidad humana, la colecci¨®n de cuadros brit¨¢nicos expuestos en el Prado en las ¨²ltimas semanas comparti¨® las paredes del piso noble del museo con lo m¨¢s se?alado de la pintura espa?ola del gran siglo.El sentido de ocasi¨®n de esta magna muestra es sabido. Coincidi¨® su apertura con la primera visita que recuerden los vivos de un soberano del Reino Unido a Espa?a, y la exposici¨®n, organizada por el British Council y costeada en buena medida con las reservas del Banco Barclays, estuvo "bajo el alto patrocinio de Su Majestad la reina Isabel II de Gran Breta?a y Su Majestad el rey Juan Carlos I de Espa?a". A¨²n est¨¢n enteros los colores de las fotograf¨ªas que todos los medios publicaron con motivo del recorrido de inauguraci¨®n de los monarcas por las salas de "nuestra primera pinacoteca". El cat¨¢logo, de buen empaque y peso aproximado de 900 gramos, contiene textos eruditos pero inteligentes, y s¨®lo una de sus buenas reproduciones est¨¢ impresa del rev¨¦s.
En un gesto de prudencia caracter¨ªstico, la selecci¨®n que han hecho los ingleses de sus glorias pict¨®ricas se limita, dentro del cuadro cronol¨®gico de los 150 a?os que separan el nacimiento de Hogarth de la muerte de Turner, a las figuras can¨®nicas, excluyendo, por ejemplo, los turbulentos apocalipsis de John Martin y las teogon¨ªas del irredento Blake, y no considerando el corrompido encanto de prerrafaclistas y asociados.
Que se utilice el arte como marco de reconciliaciones pol¨ªticas no es nuevo ni tendr¨ªa por qu¨¦ objetarse hoy, sobre todo si permit¨ªa, como en esta ocasi¨®n, la rara oportunidad de ver tantas obras maestras de una escuela aqu¨ª muy poco frecuentada. Pero ?era preciso colgar esas telas enemigas de lo m¨¢s nuestro tan cerca del propio coraz¨®n? Nada se?alizado, el tr¨¢fico necesario para encontrar el total de los cuadros ingleses prestados nos conduc¨ªa, en una m¨ªmesis quiz¨¢ de la confusa circulaci¨®n viaria madrile?a, por un trazado irregular de salas y saletas donde estaban repartidos, incluyendo el ap¨¦ndice de los fondos anglosajones propios que el Prado presenta con oportunidad.
Y al menor despiste en la b¨²squeda de las crinolinas de Reynolds o los preciosos caballitos de juguete de Stubbs, el primer susto: el azul radiante, inmaculado, de las Pur¨ªsimas de Murillo, el Cristo macilento y verdoso, el Cristo muerto apoyado en el ¨¢ngel, el Cristo de honda herida en el costado que empapa de sangre los pa?os. Qu¨¦ afrenta para Hogarth, quien en su obstinaci¨®n de sentar las bases de una pintura inconfundiblemente nacional, criticaba ¨¢cidamente a los compatriotas que iban a comprar en el continente "cargamentos de Cristos crucificados, Madonnas y Sagradas Familias".
?Estrechez -de espacio, no de miras-, promiscuidad, enredo? No desde?o la otra explicaci¨®n. La sibilinamente did¨¢ctica. La apod¨ªctica. Porque si visitar esta espl¨¦ndida exposici¨®n era muy recomendable como afirmaci¨®n del arte por el arte, deteni¨¦ndose un poco, perdi¨¦ndose un poco en sus pasos y en sus reflexiones, el visitante obten¨ªa la m¨¢s rotunda lecci¨®n moral del car¨¢cter e historia de los dos pueblos.
Encajonada entre las grandiosas, pero a menudo tremebundas representaciones sacras de Zurbar¨¢n, entre los gui?os a la autoridad mitad zalameros mitad escarnecedores (y resultaba que lo m¨¢s pr¨®ximo a los ¨²ltimos pr¨®ceres ingleses expuestos era no la altiva galer¨ªa regia de Vel¨¢zquez, sino ese enigma del Renacimiento que son los Reyes sentados de Alonso Cano, bufones o no, deformes o no, en cualquier caso absolutamente esperp¨¦nticos), entre los vocingleros cartones goyescos, la parsimonia en todo su esplendor.
El retratismo brit¨¢nico con su gusto de las prelaciones y sus largos silencios, un retratismo que, en la hermosa definici¨®n de Nikolaus Pevsner, "cuando habla, habla en voz baja, como el ingl¨¦s lo viene haciendo hasta hoy". O el paisajismo de las distintas escuelas regionales representadas en la muestra, atento a la justicia topogr¨¢fica y cuando no moralizante, casi infaliblemente mesurado, delicadamente variado, con una concepci¨®n de la naturaleza "no como prisi¨®n ni palacio, sino como hogar decoroso", seg¨²n lo expres¨® William Morris.
Moderaci¨®n y temple, decoro, suavidad, voces amortiguadas, domesticidad. Caracteres de un espiritualismo laico que en la pintura se afirman no s¨®lo en la ausencia de escenas religiosas de sacrificio, fruto de la suspicacia puritana, sino en el culto de lo c¨ªvico y lo deportivo, lo art¨ªsticamente recreativo, lo e emplar, lo figurado (como demuestra la notable proliferaci¨®n en el XVIII brit¨¢nico de la tradici¨®n francesa de representaciones mitol¨®gicas en personas reales de la escena o la nobleza contempor¨¢nea).
Y as¨ª es posible se?alar frente a nuestro glot¨®n aprecio del bodeg¨®n (sea materialista o aleg¨®rico) la hegemon¨ªa en la pintura brit¨¢nica fundada por Hogarth de ese g¨¦nero de la conversation piece que guarda las medidas de la escala humana y anuncia el relevo de la clase media en las alturas del poder.
Pero hab¨ªa algo a¨²n m¨¢s revelador en la pegajosa comunidad de espa?oles y brit¨¢nicos en el Prado. En aquellos muros venerables brillaban dos distintos conceptos del cuerpo. El pintor espa?ol es milagrero y sufrido, pero entiende y saca provecho de la carne. Por un momento nos alejamos de la lana escocesa y las mejillas de rosicier de los ni?os de Eton y sus madres, y vemos las arrugas de los santos penitentes y la calavera sumida de la Magdalena. Desnudos de cilicio y cordel frente a los tapad¨ªsimos h¨¦roes de una vida p¨²blica sin dolor.
La corporeidad del ingl¨¦s se manifiesta en la piel de sus montes y valles. El pintor de ese norte brumoso y castigado, curiosamente mantiene firme el pulso ante el natural. La escuela espa?ola cl¨¢sica, distra¨ªda de los placeres de la vista, demas¨ªado imbuida de su deber de redenci¨®n de la carne, se detuvo en el temor medieval a la naturaleza, esa condena por la desconfianza que san Anselmo proclamaba al comienzo del siglo XII al afirmar que las cosas externas eran da?inas en proporci¨®n al n¨²mero de sentidos que deleitaban.
Intimidados ellos por el calor de los cuerpos, confiados al tacto del verdor delicioso de los campos, esta primera gran exposici¨®n de artistas brit¨¢nicos nos trajo la evidencia de un pueblo que sabe vestir el paisaje de historia. En la pared frontera, la sangre de los hombres, derramada aqu¨ª con m¨¢s facilidad, hierve en recipientes de carne y hueso que no precisan de un ameno y continuo decorado.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.