La intimidad, ?un derecho instrumentalizado?
Es consustancial a las sociedades abiertas y pluralistas que el ¨¢mbito del derecho a la intimidad de las personas p¨²blicas sea m¨¢s reducido que el que corresponde al ciudadano an¨®nimo. Se suele argumentar que la notoriedad p¨²blica, derivada de la profesi¨®n que se ejerce o de la responsabilidad que se ostenta, comporta la asunci¨®n del riesgo de ver difundidos aspectos vinculados a la esfera de lo privado. Ello se inscribe, sin duda, dentro de la l¨®gica de una sociedad democr¨¢tica, donde el conocimiento por el conjunto del cuerpo social de asuntos de inter¨¦s colectivo es parte integrante del sistema pol¨ªtico (por ejemplo, es l¨®gico conocer a qu¨¦ tipo de colegio lleva el ministro de Educaci¨®n a sus hijos). ?Cabe concluir, sin embargo, que los cargos y empleados p¨²blicos, y en general las personas de trascendencia social, carecen de intimidad? Es evidente que no, pues de lo contrario estar¨ªamos ante un supuesto de trato discriminatorio. Por tanto, se trata de delimitar el alcance del derecho a la intimidad en casos en los que, de entrada, ya se le atribuye un ¨¢mbito m¨¢s reducido.Isabel Pantoja
No es ¨¦ste un tema nuevo, desde luego. Su tratamiento aqu¨ª viene motivado por el contenido de una reciente sentencia del Tribunal Constitucional (STC 231/1988) que otorg¨® el amparo solicitado por la tonadillera Isabel Pantoja por intromisi¨®n ileg¨ªtima en su intimidad familiar, cometida por la Sociedad Prografic, que pretendi¨® comercializar, sin su autorizaci¨®n, un v¨ªdeo conteniendo im¨¢genes de la vida privada y profesional del que fuera su esposo, el fallecido diestro Francisco Rivera, Paquirri. Im¨¢genes que, por cierto, fueron difundidas previamente por TVE -sin ninguna acci¨®n judicial en su contra por ello en un programa de gran audiencia, y que inclu¨ªan, entre otros pasajes, escenas del tratamiento m¨¦dico recibido por el torero en la enfermer¨ªa de la plaza de toros. Para la jurisdicci¨®n constitucional, la invasi¨®n en la intimidad familiar de la viuda se produce, puesto que "(...) ha de rechazarse que las escenas vividas dentro de la enfermer¨ªa formasen parte del espect¨¢culo taurino". Argumento ¨¦ste que con anterioridad fue utilizado por el Tribunal Supremo para desestimar las pretensiones de la popular recurrente (STS de 28-10-1986). A?ad¨ªa el Tribunal Constitucional que, al margen de la opini¨®n que se tenga de la denominada fiesta nacional, "(...) en ning¨²n caso pueden considerarse p¨²blicas y parte del espect¨¢culo las incidencias sobre la salud y vida del torero".
Desde luego, esta argumentaci¨®n es loable desde una perspectiva de racionalidad colectiva siempre deseable; a su vez, constituye un freno a un tipo de informaci¨®n morbosa que en ocasiones abunda. Pero, sin embargo, la realidad social y los usos sociales son tambi¨¦n un criterio interpretativo del derecho a la intimidad; as¨ª lo recoge el C¨®digo Civil y la propia ley Org¨¢nica 1/1982, de 5 de mayo, de protecci¨®n civil del derecho al honor, intimidad personal y familiar y propia imagen. Y, sin duda, es evidente que ello lo ha valorado la Sala del Tribunal que ha estimado el recurso, pero no hasta el punto de considerar que el arte de C¨²chares -agrade o no- conlleva una componente irracional y primaria que convierte en natural o l¨®gica -en definitiva, en un uso social en Espa?a- la contemplaci¨®n de las heridas e incluso la muerte de un matador de toros. Por ello, el supuesto aqu¨ª descrito es uno m¨¢s entre otros semejantes; pi¨¦nsese, por ejemplo, en la proliferaci¨®n de fotograf¨ªas sobre heridas causadas por asta de toro en revistas taurinas y en otras que no lo son, con el benepl¨¢cito de los propios afectados.
Cuesti¨®n distinta es la comercializaci¨®n de las citadas im¨¢genes sin la previa autorizaci¨®n de los herederos, pero en este caso las leg¨ªtimas acciones judiciales a plantear no pueden fundarse en un inexistente derecho a la intimidad.
De lo dicho hasta ahora no hay que deducir que, por el hecho de ser una persona de notoriedad p¨²blica, los medios de comunicaci¨®n gocen por ello de plena disponibilidad sobre su derecho a la intimidad; como tampoco que dicha persona pueda alegarlo en su defensa de igual manera que un ciudadano an¨®nimo. En este sentido, es preciso recordar que la intimidad (privacy) es un derecho fundamental que ha experimentado una notable evoluci¨®n desde su inicial formulaci¨®n en 1890 por Warren y Brandeis.
Derecho a estar solo
Desde la concepci¨®n radicalmente individualista bajo la cual la intimidad se entend¨ªa como el derecho a estar solo (the tigth lo be alone), se ha pasado a un planteamiento m¨¢s acorde con el Estado social y democr¨¢tico de derecho actual, seg¨²n el cual, hoy, estamos ante un derecho que no s¨®lo ofrece lo que se ha dado en denominar in status negativo ejercible ante os dem¨¢s (derecho a no ser moestado), sino tambi¨¦n un status positivo por el que el ejercicio de este derecho no puede desvincularse de una eventual dimensi¨®n colectiva de los propios actos, m¨¢xime si ¨¦stos corresponden a personas de notoriedad p¨²blica o bien por su propia naturaleza adquieren dimensi¨®n social. Parte integrante de este status positivo son los diversos instrumentos jur¨ªdicos que el democr¨¢tico otorga al iudadano para controlar el flujo de informaci¨®n que eventualmente le afecte o pueda afectar (acciones penales o civiles y derecho de rectificaci¨®n). Ello plantea el problema de la adecuaci¨®n de estos instrumentos al fin para el que han sido creados: la protecci¨®n de todos los derechos fundamentales, y, en el caso que nos ocupa, el derecho a la informaci¨®n y la intimidad del ciudadano. Y es aqu¨ª donde la realidad actual espa?ola se topa, entre otros, con un elemento pol¨¦mico: la citada ley 1/1982 de protecci¨®n civil de los derechos de la personalidad. Se trata de una disposici¨®n plagada de enunciados normativos formulados en t¨¦rminos muy amplios y absolutos; no establece con claridad la distinci¨®n entre hechos y opiniones; introduce conceptos que facilitan la interpretaci¨®n del honor y la intimidad desde perspectivas particularistas, y, asimismo, la flexibilidad de sus reglas procesales, junto con determinadas pr¨¢cticas jurisdiccionales, provocan su utilizaci¨®n m¨¢s en funci¨®n de los efectos cremat¨ªsticos del recurso que de la reparaci¨®n de la integridad moral. O dicho de otra manera, que la obsesi¨®n por la indemnizaci¨®n es el norte que en muchas ocasiones orienta la alegaci¨®n de los preceptos de esta ley.
Con estos argumentos no se trata, tampoco, de eximir de responsabilidad a aquellos profesionales de la informaci¨®n que act¨²an de manera irresponsable, ni, por supuesto, a los aut¨¦nticos ejercientes del libelo -que los hay-. El respeto a los derechos de la personalidad y los otros derechos fundamentales, as¨ª como a la veracidad informativa, son un mandato constitucional que opera sobre el derecho a la informaci¨®n. Pero es evidente que, trat¨¢ndose de personas afectadas de notoriedad o trascendencia p¨²blicas, el inter¨¦s social o colectivo que su actuaci¨®n pueda generar exige una mayor flexibilidad de las reglas generales de tutela de la intimidad, as¨ª corno tambi¨¦n del honor y la propia imagen. En este sentido, el papel fundamental que ostenta el derecho a la informaci¨®n en un Estado democr¨¢tico permite, por ejemplo, no s¨®lo la protecci¨®n constitucional de la informaci¨®n veraz, sino tambi¨¦n -como ha se?alado el Tribunal Constitucional en su sentencia 6/1988- aquella otra cuya exactitud es controvertible, pero cuyo proceso editorial haya sido diligente, es decir, basado en el previo contraste de los datos obtenidos.
Convicciones morales
Desde esta perspectiva, una persona p¨²blica no puede pretender que su particular y respetable concepci¨®n del honor y la intimidad se imponga en cualquier supuesto; asimismo, tampoco es admisible que un cargo o servidor p¨²blico pretenda identificar sus convicciones morales con la instituci¨®n a la que representa. Viene bien, en este sentido, recordar al constitucionalista norteamericano Tribe, quien insist¨ªa en que la gesti¨®n pol¨ªtica del Gobierno -extensible por nosotros a cualquier poder p¨²blico representativo- no puede ser objeto de difamaci¨®n. Por ello, cuando el juez, en el ejercicio de su funci¨®n jurisdiccional, lleva a cabo el necesario balance de intereses que contienen los derechos en conflicto (informaci¨®n-inti-midad), no puede olvidar el valor preferente del derecho a la informaci¨®n (STC 165/1987) sobre los derechos de la personalidad cuando aqu¨¦lla contiene un inter¨¦s social objetivable.
Volviendo, pues, a la an¨¦cdota taurina del principio procede advertir que quien se sit¨²a por propia voluntad en el centro del debate p¨²blico no puede despu¨¦s pretender separarse o aislarse del mismo como si nunca hubiese estado. Y, adem¨¢s, intentar rentabilizarlo econ¨®micamente.
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