La City
El domingo, cuando fue al Rastro para mercar la moto, sufri¨® un espejismo optimista. Hac¨ªa sol y una extra?a tensi¨®n en el aire. Las 15.000 pesetas que el industrial le pidi¨® le parecieron justo pago por el brillo titanlux que ostentaba el tubo de escape y la pegatina del tigre que rampaba sobre el dep¨®sito de la gasolina. Un leve rugido del motor y un dudoso papel entregado a hurtadillas bastaron para convencerle.Sali¨® burlando taxis y paisanos que cruzaban la ronda de Valencia cargados de mesas camillas, cuadros de ciervos y ni?os que chupaban los ¨²ltimos palul¨²s del siglo. Enfil¨® hacia Legazpi sintiendo en sus pu?os el fren¨¦tico traqueteo de los recamados 50cc; ya en la carretera de Andaluc¨ªa adelant¨® a un cami¨®n cargado de arena, lo cual le confirm¨® en sus buenos augurios. Lleg¨® a la City con los ojos enrojecidos por el viento y berreando una canci¨®n de Iron Maiden. Desde su habitaci¨®n pod¨ªa verla brillar al fr¨ªo sol de febrero, all¨ª sobre la acera, delante del Renault-7 de su viejo. Mientras, dejaba vagar su imaginaci¨®n sobre los suculentos beneficios y mejores ratos que su burra habr¨ªa de proporcionarle: "Unos 10 viajes al d¨ªa, a dos libras cada uno, dos talegos diarios", se repet¨ªa en una versi¨®n particular del Un, dos, tres... El regocijo daba para mucho y el papeo a¨²n tardar¨ªa una hora, a juzgar por los ruidos que llegaban de la cocina. La vieja estaba con las rancheras de Roc¨ªo D¨²rcal, y ¨¦l sab¨ªa que hasta el final, hasta que el arroz con chirlas estuviera en su punto, no empezaba con. Paloma San Basilio, as¨ª que decidi¨® tumbarse y contemplar el culo de Madonna que refulg¨ªa satinado y v¨ªtreo sobre la pared. Tuvo tentaciones, pero la expectativa de una tarde magn¨ªfica y el rostro de Esther que se materializ¨® exigente entre los visillos le hicieron acomodar sus manos bajo el occipital.
Su apreciado llavero
Las horas de la sobremesa que siempre le resultaban amuermadas y ?o?as, con su hermano Ferm¨ªn alobado delante del gato Isidoro, y los viejos adormecidos en el sof¨¢, eran hoy insoportables. Aunque la basca se reun¨ªa a las cinco, se embuti¨® las botas, enlaz¨® su apreciado llavero a la trabilla del pantal¨®n, cogi¨® las cinco libras que su vieja olvidaba los domingos sobre la nevera -las ¨²ltimas, pens¨®- y con la chupa al hombro se ech¨® a la calle. All¨ª segu¨ªa ella. Tuvo ganas de ponerle un nombre, pero no se le ocurri¨® nada. La mont¨® y estuvo balance¨¢ndose sobre el estribo y haciendo figuras de brazos y torso, s¨®lo interrumpidas por suaves palmaditas sobre el tigre. Cuando pudo romper el ¨¦xtasis arranc¨® rumbo a Villaverde. A la vuelta, fieles como s¨®lo la amistad puede serlo, le esperaban Esther, Julio y Noem¨ª plantados como estacas delante del bar La Zamorana. Al verle llegar, Esther lanz¨® algo as¨ª como un ladrido estrangulado. Noem¨ª agit¨® la mano, porque es un poco siesa y le gusta que le llamen No, y Julio, m¨¢s expl¨ªcito, exclam¨®: "?Hostias, t¨ªo!". Acordaron pasar la tarde en la discoteca Tit¨¢nic, aunque a ¨¦l le hubiera gustado marcharse a rodar (?pues yo qu¨¦ s¨¦!) al Pardo. Pero se tent¨® las cinco libras e hizo cuenta de que no hab¨ªa visitado la gasolinera. Cuando Esther se espatarr¨® detr¨¢s suyo con su minifalda, sus medias hasta medio muslo, le enlaz¨® por la cintura y apoy¨® la mejilla en su espalda, ¨¦l ya no estaba para darse cuenta de que su burra arrancaba con poco convencimiento. Tampoco le importaba que la Puch de Julio fuera por delante, ni tan siquiera ve¨ªa las largas piernas que No arqueaba dentro de sus pantys rojos. Viv¨ªa para el instante de su movilidad, de su fr¨¢gil autonom¨ªa y para un calor que sent¨ªa hac¨ªa la rabadilla, aumentando cada vez que Esther apretaba su cintura. Al llegar a Atocha ya iba completamente cachondo.
As¨ª pas¨® la tarde, feliz como pocas, un poco distante, porque ya sabemos que las grandes decisiones deben marcar car¨¢cter, al menos una tarde. Marcando las distancias: "Bah, Julio, ya sabemos el chollo que es trabajar con tu padre". Y sentencioso: "Mira, t¨ªo, donde est¨¦n los Scorpions e Iron Maiden, ni Met¨¢lica ni pollas". Al regreso, junto a la tapia del cuartel, en hilera con otras perezosas despedidas, Esther y ¨¦l se lo hicieron de puta madre.
Son las siete y media de la ma?ana. El viejo ya se ha ido, la vieja y Ferm¨ªn duermen. Se pone un anorak de color butano cruzado por una banda negra: Las ?guilas Express. Guantes y pasamonta?as negro. Se mira al espejo: "Vaya pinta de terrorista que llevo". Y se consuela: "Esto hasta que me compre el casco".
Cuando sale a la autopista, el atasco es la primera decepci¨®n. La Ciudad de los ?ngeles queda como un bulto en la niebla. Avanza hacia Legazpi. Tiene 16 a?os y el futuro a sus espaldas.
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