Patentar el conocimiento
Uno se despierta cada ma?ana lleno de peque?as necesidades urgentes. El mero detalle de mantenerse vivo exige renovar de cuando en cuando algo de energ¨ªa y de informaci¨®n, as¨ª que, tras la tregua nocturna, conviene un desayuno y un peri¨®dico para reponer ciertas calor¨ªas y unos pocos bits. Mientras el cuerpo se beneficia del caf¨¦ con leche, la mente busca su oportunidad entre los titulares de la Prensa diaria.
Las ecuaciones matem¨¢ticas ser¨¢n propiedad privada, se le¨ªa el EL PA?S d¨ªas atr¨¢s. En ambientes cercanos a la creaci¨®n y a la comunicaci¨®n cient¨ªfica el momento se ve¨ªa venir, pero ello no impide que uno se impresione un poco con el anuncio. Una ecuaci¨®n puede ser la expresi¨®n matem¨¢tica de una ley de la naturaleza. ?Qu¨¦ significa patentar una ley de la naturaleza?, o, antes a¨²n, ?qu¨¦ significa usar una ley de la naturaleza? Las leyes de la naturaleza gobiernan el mundo haciendo caso omiso de sus eventuales propietarios, de modo que hay que entender que usar una leyes, o bien calcular con ella una situaci¨®n que importa al usuario (aplicar la ciencia), o bien manipularla para dar con otras nuevas (hacer m¨¢s ciencia). Si alguien o algo posee la patente de una ley es que puede autorizar (o no) el uso de dicha ley (a cambio, quiz¨¢, de cierta compensaci¨®n). Planteado as¨ª, sin matices, la noticia suena ya aberrante dentro y fuera de la ciencia. Pero maticemos.
En general, nos parece l¨ªcito considerar al creador como propietario de sus creados. Le asignamos un derecho (en el sentido fuerte) a que su autor¨ªa sea universalmente reconocida y derecho (quiz¨¢ no tan fuerte) para decidir a placer sobre su obra. Sin embargo, no ocurre lo mismo con la figura del descubridor. A un descubridor no se le considera en general propietario de su descubrimiento. No hay inconveniente en reconocer esa clase de autor¨ªa que consiste en ser el primero que..., pero todo lo dem¨¢s es discutible. Aplacemos, de momento, la cuesti¨®n de si es justo considerar m¨¢s propietarios a los creadores que a los descubridores, y tratemos primero de identificarlos. Los extremos, como siempre, est¨¢n claros y en ellos no hace falta matizar. Creador es el que imita a Dios, descubridor es el que tropieza con la obra de Dios. Se dir¨ªa que uno inventa y que otro encuentra. La obra de un creador contiene a su creador; el descubridor es una an¨¦cdota del descubrimiento. El arte es una forma de conocimiento con vocaci¨®n claramente creadora (de ah¨ª, quiz¨¢, el recelo de ciertas religiones para con el arte), el artista inventa, est¨¢ en su obra y su obra es en rigor irrepetible. En el arte no, hay, pues, problemas de patente, y su equivalente se aplica sin grandes problemas filos¨®ficos cuando se trata de hacer copias de la obra irrepetible (litograf¨ªas, discos, libros ... ). Toda ficci¨®n mental es, en particular, requerido. Pero en ciencia no abundan los ejemplos n¨ªtidos de una u otra cosa. Un examen paciente demuestra que en general todo descubrimiento contiene su raci¨®n de construcci¨®n mental, y viceversa. Existen dos espl¨¦ndidas frases de Picasso sobre el arte, que parecen dos gui?os deliciosamente contradictorios a la ciencia. La primera dice: yo no busco, yo encuentro. Aqu¨ª tendr¨ªa el aplauso de los cient¨ªficos que opinan que la ciencia descubre. La segunda dice: el arte es un conjunto de peque?as mentiras que sirven para ayudarnos a comprender grandes verdades. Y aqu¨ª merecer¨ªa la aprobaci¨®n de los que piensan que la ciencia es una ficci¨®n consensuada de la realidad.
Pero no hemos terminado de matizar. El hecho singular de la ciencia actual que ha llevado el asunto de la propiedad cient¨ªfica a debate es sin duda el creciente protagonismo de los ordenadores. Los ordenadores han conmocionado la ciencia en muchos sentidos. Sirven para buscar las soluciones de las ecuaciones, sirven para sustituir las ecuaciones por algoritmos, y sirven no ya s¨®lo para inventar el mundo o para descubrir el mundo, sino tambi¨¦n para simularlo. Es toda una nueva categor¨ªa: a la teor¨ªa y a la experiencia hay que a?adir ahora, acaso con igual rango epistemol¨®gico, la simulaci¨®n. ?C¨®mo discutirle a un autor la propiedad de su cicl¨®peo, cr¨ªptico y sofisticado programa construido, ajustado y afinado tras miles de horas delante de la pantalla? Hay poca tradici¨®n y pocas referencias para eso. La cosa se complica porque todo simulador contiene tambi¨¦n sus invenciones y descubrimientos. A estas alturas poco importa cu¨¢l de los tres tipos de cient¨ªfico se merece m¨¢s el derecho a que una patente proteja su gloria, sus riquezas o el esfuerzo invertido. Quiz¨¢ se pueda admitir cierta regulaci¨®n del uso de la ciencia en algunas aplicaciones, pero el conocimiento siempre se construye sobre conocimiento previo. Hacer ciencia significa producir, transmitir y criticar conocimiento, as¨ª que cualquier limitaci¨®n del uso de la ciencia con el prop¨®sito de hacer m¨¢s ciencia es, definitivamente, una aberraci¨®n y un contrasentido cient¨ªfico. La propiedad cient¨ªfica no debe entorpecer la comunicaci¨®n de los logros cient¨ªficos. El investigador de hoy es un hombre pegado a un ordenador conectado a una red de ordenadores cient¨ªficos aut¨¦nticamente planetaria. Ya no escribe apenas cartas, ni telefonea, ni faxea, s¨®lo bitnea. Pronto podr¨¢ acceder instant¨¢neamente a cualquier resultado cient¨ªfico publicado con s¨®lo desearlo. El futuro del papel de la informaci¨®n en ciencia es de infarto. Cient¨ªficos como el exc¨¦ntrico y multimillonario Ed Fredkin han apostado por la llamada f¨ªsica digital con el apoyo de personalidades como Richard Feynmann. Fredkin cree que la materia y los sucesos del mundo est¨¢n compuestos en ¨²ltimo t¨¦rmino por unidades de informaci¨®n y que esos bits se rigen por un ¨²nico y todav¨ªa desconocido programa universal que ser¨ªa, seg¨²n sus mismas palabras, la primera causa y el primer motor de cualquier acontecimiento. Se trata de la ¨²ltima definici¨®n de Dios, que yo sepa. Si lo encuentran y nos lo patentan, estamos listos.
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