El conductor particular
El conductor particular mira con desconfianza a ambos lados de la calle antes de. salir del portal. Palpa las llaves del coche en el interior del bolsillo. Cruza la acera decidido, vuelve a mirar en derredor e introduce la llave en la cerradura. En d¨¦cimas de segundo salta al asiento, enciende el motor y manipula el volante y la palanca de cambios. No hace m¨¢s que doblar la esquina y ya se abandona, confiado, al atasco cotidiano.Respira hondo; se despereza en el asiento. Cuenta los veh¨ªculos que esperan en el sem¨¢foro. Pasan cinco cada vez, seis a lo sumo. Si se apresura el sexto aprovechando la luz en ¨¢mbar, se podr¨¢ colar el ¨²ltimo del quinto grupo. Luego, por los puentes, guardando siempre el carril de la izquierda; doblar y seguir por la calle que desemboca en la v¨ªa r¨¢pida. Si no cruzan peatones se ahorra el sem¨¢foro de entrada. En la v¨ªa r¨¢pida ya no caben previsiones.
Alain Robbe-Grillet escribi¨® una novela que se desarrolla durante el tiempo que tarda en cambiar la luz. Podr¨ªa haber escrito cinco s¨®lo en este primer sem¨¢foro, piensa el conductor particular. Bosteza y baja con parsimonia la ventanilla. Cierra los ojos para recibir el primer sol de la ma?ana.
Palabras apresuradas
Se incorpora. Conecta la radio y mueve el dial. Le envuelven palabras apresuradas. Ordena los paquetes de pa?uelos, los papeles del coche, dentro de una carpetita de pl¨¢stico. Recorre con el dedo la circunferencia del volante. Se fija en el cart¨®n que cuelga del mando del intermitente: 82.457 kil¨®metros. La fila de autom¨®viles silenciosos avanza unos metros.
El conductor particular se sabe insolidario. La gasolina que va a gastar hasta llegar a su trabajo bastar¨ªa para que un autob¨²s repleto de pasajeros circulase una hora por la ciudad. En el espacio que ocupa ¨¦l solo podr¨ªan viajar 20 personas c¨®modamente sentadas, y sonrientes, seg¨²n ha visto en anuncios y panfletos. Las autoridades municipales est¨¢n dispuestas a reducir a la mitad los viajes diarios en coche privado. Construyen barreras, bordillos y aparcamientos disuasorios. Hay propuestas para reducir los carriles, para perseguir sin descanso a los infractores. Dentro de poco, los peatones le se?alar¨¢n con odio, los autobuses se le echar¨¢n encima, los taxistas le cerrar¨¢n el paso.
El cerco se va cerniendo en torno al conductor particular. Llegar¨¢ el d¨ªa en el que ¨¦l tambi¨¦n tendr¨¢ que claudicar. Apretujarse en un vag¨®n chirriante, correr por la calle para alcanzar un autob¨²s inh¨®spito. No podr¨¢ encender, como lo hace ahora, el primer cigarro del d¨ªa y descargar una bocanada larga, extensa, contra el cristal que muestra la ma?ana clara. No podr¨¢ arrellanarse entre el asiento y la puerta. Su despertar se volver¨¢ tan brusco como el transporte colectivo.
La ciudad le arrebatar¨¢ -como le ha arrebatado tantas cosas- el espacio propio y acogedor que el conductor particular observa con nostalgia anticipada. Olvidar¨¢ la quemadura que dej¨® en el asiento la chica rubia que recogi¨® un d¨ªa, el tintineo del reposacabezas que desencaj¨® el accidente que a punto estuvo de costarle la vida, una leve rugosidad en el tacto de la palanca de cambios.
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