FRANCISCO AYALA Morir con dignidad
Morir con dignidad. Una muerte digna. Expresiones son ¨¦stas que vienen repiti¨¦ndose con cierta frecuencia, tanto en los medios de comunicaci¨®n p¨²blica como en las conversaciones privadas. No es cosa de ahora, por supuesto. Siempre ha habido muertes admirables y muertes indignas. A muertes indignas se refer¨ªa en abundancia una de mis novelas, que por eso titul¨¦ Muertes de perro, y antes, en un relato previo, hube de ponderar en cambio la solemnidad simple con que en su d¨ªa abandon¨® esta terrenal existencia un santo de mi especial devoci¨®n: san Juan de Dios. Pero ahora no se trata de las circunstancias edificantes o denigrantes que la suerte pueda deparar a unos u otros seres humanos, sino de unas condiciones particulares y nuevas que, como muchas varias novedades de nuestro tiempo, crean problemas inesperados, ocasi¨®n de penosas perplejidades. Pues ?qui¨¦n hubiera podido imaginar que los progresos fabulosos de la moderna ciencia m¨¦dica plantear¨ªan casos de conciencia tan graves como el que, al sesgo y con precauci¨®n debida al respeto, quise eludir en un reciente art¨ªculo sobre el proceso de pasi¨®n y muerte a que el emperador de Jap¨®n estuvo sometido durante el ¨²ltimo tramo de su incurable enfermedad?Los c¨ªrculos profesionales de la medicina manejan la cuesti¨®n bajo los t¨¦rminos t¨¦cnicos -as¨¦pticos- de eutanasia pasiva y eutanasia activa para discutir la demasiado evidente necesidad de una regulaci¨®n racional, dado que mientras las expectativas medias de vida se han dilatado tant¨ªsimo, por otro lado se ha hecho tambi¨¦n posible prolongar, m¨¢s all¨¢ de cualquier esperanza sensata, las meras funciones vegetativas de organismos pr¨¢cticamente extintos, aunque quiz¨¢ capaces todav¨ªa de sufrimiento f¨ªsico. Esto, que para aflicci¨®n de los pacientes mismos y de su entorno familiar es ya hoy una experiencia com¨²n, se hizo clamoroso, en efecto, por la publicidad que su posici¨®n eminente le procuraba, en el caso de aquella desdichada criatura a quien el destino hab¨ªa colocado en el trono del reino japon¨¦s. Pero ya antes, y desde hace no poco tiempo, ha venido llegando al p¨²blico desde la Prensa una diversidad de otros casos igualmente lamentables en su car¨¢cter extremo. Recuerdo, por ejemplo, hace algunos a?os, en Estados Unidos, donde el llamado encarnizamiento terap¨¦utico alcanza, por causas varias, exagerada generalidad, lo ocurrido con cierto enfermo terminal cuya dolencia le produc¨ªa espantosos sufrimientos. Plena y claramente consciente, asistido por sus familiares inmediatos y bajo aprobaci¨®n de su confesor, solicit¨® del hospital la suspensi¨®n de los recursos con que artificialmente se le sosten¨ªa en su insufrible padecimiento, pero el hospital se neg¨® a su demanda, y hubo necesidad de acudir al juez para que ¨¦ste decretara de forma taxativa la cesaci¨®n del tratamiento.
No hay que extra?arse demasiado. El asunto envuelve cuestiones de complejidad suma. Por lo pronto, la ciencia es en s¨ª misma neutra, y, en consecuencia, sus aplicaciones pr¨¢cticas pueden llevarse a cabo para buen como para mal fin. Las conocidas tribulaciones del f¨ªsico at¨®mico Oppenheimer en cuanto a su posible responsabilidad moral en los efectos de la bomba que su ciencia hab¨ªa producido resultan elocuentes al respecto. Neutras son, sin duda alguna, las manipulaciones que se practican para mantener vivos a quienes tal vez preferir¨ªan morir de una santa vez (pues que morir tenemos) antes que sufrir la prolongaci¨®n artificial y sin sentido de una existencia miserable; neutras y eficient¨ªsimas. Como seguramente lo eran en su momento las operaciones que en el pasado se llevaban a cabo sobre los reos sometidos a tortura legal para impedir que expirasen antes de haberse obtenido de sus labios la confesi¨®n o declaraci¨®n esperada. O bien las t¨¦cnicas con que los ejecutores de pena capital cicateaban acaso a los condenados la gracia de una muerte pronta hasta tanto haber alcanzado la merecida duraci¨®n del castigo. Excelentes cient¨ªficos deb¨ªan de ser los encargados de lograr tales resultados, como sin duda lo ser¨ªan tambi¨¦n en ¨¦poca m¨¢s pr¨®xima a nosotros los doctores encargados de controlar las distintas operaciones de los campos de concentraci¨®n nazis.
La ciencia -dicho queda- es neutra en s¨ª misma. De su progreso cabe derivar tanto las mayores bendiciones para el g¨¦nero humano como tambi¨¦n las abominaciones peores. Y desde luego que, puestos en los extremos, uno tiende a pronunciarse sin vacilaci¨®n alguna acerca del valor positivo o negativo, pero no siempre resulta tan f¨¢cil el juicio sobre lo bueno y lo malo, la sentencia de car¨¢cter moral. Lo m¨¢s frecuente ser¨¢ que las aplicaciones del progreso cient¨ªfico no s¨®lo susciten perplejidades serias, agudos y perturbadores casos de conciencia, sino que envuelvan consecuencias sociales de largo alcance capaces de hacer cuestionable, en medio, de muy intrincadas ambig¨¹edades, cualquier definitiva valoraci¨®n ¨¦tica. As¨ª, nadie dudar¨ªa a primera vista en celebrar los avances conseguidos en el terreno de la protecci¨®n y restablecimiento de la salud, que permiten una aumentada longevidad para la gran masa de la poblaci¨®n, pero en seguida se advierte que ello trae consigo exigencias asistenciales y de todo tipo que quiz¨¢ la sociedad carezca de recursos para atender. Algo semejante podr¨ªa decirse por lo que concierne a los espectaculares descubrimientos que se anuncian en el campo de la gen¨¦tica, con experimentos de inquietantes perspectivas en una ingenier¨ªa cuyos antecedentes son poco tranquilizadores. En verdad, la imaginaci¨®n literaria hab¨ªa mostrado ya desde temprano, a trav¨¦s de diversas ficciones, la oscura y fascinada aprensi¨®n que tal vez despiertan los eventuales poderes mal¨¦ficos de la ciencia.
Volviendo ahora a nuestro punto de partida, esto es, a la necesidad cada vez m¨¢s apremiante de una regulaci¨®n legal de la eutanasia que garantice para cada paciente su derecho a una muerte digna, es de notar ante todo c¨®mo en la situaci¨®n de enfermedad terminal aquello que por principio constituye un bien indiscutible e inapreciable: la capacidad de la ciencia m¨¦dica para luchar contra el estado patol¨®gico prolongando la vida de quien lo padece, puede transformarse hasta llegar a constituirse en algo indeseable, en un mal amenazador, cuando en su aplicaci¨®n se contemplan tan s¨®lo los aspectos puramente t¨¦cnicos sin dar entrada a las consideraciones, siempre delicadas y sutiles, del factor humano en juego.
Desde luego que la profesi¨®n m¨¦dica conoce a fondo la complejidad de los problemas ¨¦ticos -y no solamente ¨¦ticos- implicados en la cuesti¨®n, tanto como sus varias repercusiones sobre diferentes sectores de la vida social. Y a nadie se le escapar¨¢n las dificultades de orden jur¨ªdico que su adecuado tratamiento presenta. No deber¨¢ ser abordada si no es tras de cuidad¨ªsimo estudio y un meticuloso examen de todas y cada una de sus facetas; pero, con los recaudos pertinentes, no hay duda de que debe ser abordada sin m¨¢s excusa ni demora.
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