El ¨¢rbol ca¨ªdo
Recuerdo una ma?ana soleada del verano de mi adolescencia, en que Portugalete se vio sacudida por la noticia de la llegada de la exiliada familia imperial austriaca procedente de Madrid. En el muelle que se asoma a la r¨ªa se levantaba el notable edificio del gran hotel que el mecenazgo de un indiano ilustre, Manuel Calvo, hab¨ªa donado a su pueblo con fines ben¨¦ficos. Todo se hallaba dispuesto en la fonda para albergar a los ilustres hu¨¦spedes, que eran 12 en total. Me pidieron a m¨ª, que era el chaval germano-hablante del municipio, que estuviera preparado para servir de int¨¦rprete a los viajeros. Mi alem¨¢n ten¨ªa acento vien¨¦s, pues lo aprend¨ª de una se?ora austriaca, fraulein Kraus, nacida en el entorno de la Nieder-Osterreich, cerca de Mistelbach.Lleg¨® el cortejo automovilista desde Madrid. Alfonso XIII hab¨ªa tenido el gesto caballeroso de romper el cerco de hostilidad de los aliados que rodeaba al, ya muy enfermo, ¨²ltimo emperador, fallecido en la miseria y la soledad de la isla de Madera, y ofreci¨®, incondicionalmente, a su viuda y a su prole numerosa, el residir libremente en Espa?a. Se alojaron los pr¨ªncipes en el palacio de El Pardo y m¨¢s tarde, por sugerencia directa del rey Alfonso, el gran caballero vizca¨ªno Adolfo de Urquijo, hombre generoso y espl¨¦ndido, se encarg¨® de buscarles un albergue definitivo que le ayudaron a costear un grupo de amigos.
Mientras el palacio de Uribarren, en Lequeitio, se habilitaba, los Habsburgo pasaron unos meses entre San Sebasti¨¢n y Lequeitio, empezando por hospedarse unos d¨ªas en el reputado hotel de mi pueblo. La emperatriz Zita era entonces una mujer en la treintena, joven, bien plantada, vestida de luto riguroso, con aquellos sombreros cloche que propugnaba la moda parisina en esos a?os. Me llam¨® la atenci¨®n su cuello, fino, bien torneado, largu¨ªsimo, y la firme decisi¨®n de su oscura mirada, que revelaba una voluntad f¨¦rrea y escond¨ªa tambi¨¦n un ¨²ltimo gesto de amargura inquieta y profunda. Mi papel de int¨¦rprete me vali¨® la simpat¨ªa inmediata de los viajeros. Pidieron datos de la peque?a poblaci¨®n, del horario de las misas, de las horas de la comida hotelera y del uso del tel¨¦fono, de las playas disponibles para el ba?o. El hijo mayor, Otto, alto y desenvuelto de andares, ten¨ªa una cabeza con tupida y rizada cabellera. Su hermana Adelaida era una rub¨ªsima y hermosa joven, y sus hermanos menores, un grupo de muchachos preguntones y alegres que jugaban tirados por el suelo del sal¨®n de la fonda.
Recorr¨ª con Otto el puerto y la r¨ªa en un gasolino. Hicimos varias excursiones a los pueblos vecinos y nos chapuzamos en la min¨²scula playa del rompeolas. Fuimos un d¨ªa entero a Bilbao para hacer compras y ver un partido de pelota. Anud¨¦ con ¨¦l una buena amistad, que se mantuvo a trav¨¦s de nuestras trayectorias vitales, divergentes. Me interes¨¦ desde entonces por conocer los aspectos m¨¢s dram¨¢ticos del destino de la emperatriz, hoy desaparecida.
La vida de Zita de Borb¨®n Parma fue una pugna tr¨¢gica con el destino. Nacida en la corte reinante del pr¨ªncipe de Parma en una numeros¨ªsima familia, cuando contrajo matrimonio, en 1911, con el archiduque Carlos, sobrino nieto de Francisco Jos¨¦, nadie pens¨® que pocos a?os despu¨¦s, en 1916, hab¨ªa de recaer en su marido la sucesi¨®n del trono imperial. El peso de la p¨²rpura no impidi¨® que la joven soberana se diera perfecta cuenta de que la guerra mundial se hallaba en ese momento sin resolver, pero que la teor¨ªa del triunfo germano arrollador, grata a los generales de Berl¨ªn, hab¨ªa fracasado. Convenci¨® con su fuerte voluntad a su marido de la necesidad de negociar cuanto antes la paz separada y ofreci¨® que su hermano Sixto, oficial del Ej¨¦rcito belga, sirviera de enlace para llevar el mensaje secreto exploratorio al presidente de la Rep¨²blica Francesa, Raymond Poincar¨¦. ?ste crey¨® necesario jugar con lealtad hacia la Gran Breta?a y lo transmiti¨® a Londres, donde acab¨® el intento sin respuesta alguna.
Zita crey¨® siempre que una derrota militar equival¨ªa a perder el trono. As¨ª ocurri¨®, en efecto, al capitular Austria, en 1918, y deshacerse en un derrumbamiento general de pocas semanas el poderoso imperio austroh¨²ngaro, que englobaba nueve etnias diversas, rivales y desunidas. El ¨¢rbol inmenso, secular, de los Habsburgo se ven¨ªa abajo, en unos d¨ªas, con estr¨¦pito. Los emperadores buscaron refugio en el castillo de Eckartsau y fue Zita la que aconsej¨® a su marido que renunciara s¨®lo "temporalmente" a su participaci¨®n en el Gobierno y en ning¨²n caso mencionara el trono. "Abdicaci¨®n, nunca, nunca", era la consigna que repet¨ªa sin cesar a los visitantes legitimistas que llegaban a Eckartsau. En marzo de 1919, el Gobierno de la Rep¨²blica austriaca oblig¨® a la pareja a abandonar el territorio nacional y refugiarse en Suiza. Fue entonces cuando esta mujer revel¨® de nuevo la energ¨ªa indomable de su car¨¢cter y su altiva dignidad ante la desgracia para hacer frente a una situaci¨®n financiera desesperada y a una familia numerosa que hab¨ªa de sacar adelante. El emperador Carlos era un hombre enfermo y cansado. Su mujer organiz¨® dos putsch seguidos, en 1921, para ocupar el trono de Hungr¨ªa con el supuesto apoyo de n¨²cleos leales. Fueron dos fracasos rotundos y el famoso almirante Horthy impidi¨® la intentona ¨²ltima, declar¨¢ndose regente de una monarqu¨ªa sin rey. Los soberanos fueron puestos a disposici¨®n de las potencias aliadas, que decidieron confinarlos en Funchal.
Zita era una princesa de linaje y cultura franceses y tradicionalista de pensamiento y acci¨®n. Se hallaba convencida del papel relevante de las dinast¨ªas en el equilibrio de la Europa oriental y no acert¨®, probablemente, a comprender la hondura desgarradora de las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, que acab¨® con los tres imperios -el ruso, el alem¨¢n y el austriaco-, modificando sustancialmente el mapa de las fronteras y la estructura socioecon¨®mica del mundo entero. Ten¨ªa ella, seg¨²n dicen, un visceral recelo hacia la izquierda radical francesa, a la que acusaba de guardar un profundo rencor hacia el imperio cat¨®lico de Viena; odio que supon¨ªa atizado por las masoner¨ªas de las etnias sometidas a la corona de los Habsburgo. La an¨¦cdota de Clemenceau explicando en la mesa de Versalles el descuartizamiento implacable del inmenso mosaico de la hist¨®rica F¨¦lix Austria y su mutaci¨®n en seis o siete naciones distintas, y rematando su exposici¨®n con la frase en tono despectivo: "Lo que sobra ser¨¢ Austria", parec¨ªa confirmar este rencor ideol¨®gico. Quiz¨¢ por eso mismo estuvo ella misma siempre convencida de que en el drama de Mayerling no hubo mutuo suicidio, sino un doble asesinato de turbio origen pol¨ªtico. ?Ser¨¢ ello cierto? ?No puede ser tambi¨¦n un amor enloquecido motor involuntario del tr¨¢gico devenir de una instituci¨®n?
Otto de Habsburgo, educado en la r¨ªgida disciplina de los pr¨ªncipes modernos, aprendi¨® de su madre la lecci¨®n de valerosa actitud ante la adversidad y el riguroso cumplimiento del deber recibido. No le dejaron al archiduque Otto entrar en el territorio de su naci¨®n mientras no renunciara a sus derechos al trono. Adquiri¨®, finalmente, la ciudadan¨ªa alemana y entr¨® en el cuadro del parlamentarismo europeo como diputado, mereciendo el respeto y la simpat¨ªa de sus colegas en el hemiciclo de Estrasburgo. Habla el archiduque muchas lenguas y un castellano de rara perfecci¨®n, con el que m¨¢s de una vez ha pronunciado conferencias en Espa?a. Es un pr¨ªncipe europeo henchido de cultura y conocedor minucioso y cr¨ªtico del pasado continental. Lleva con orgullo la jefatura de la casa de Lorena, que tantos secretos de la antigua Europa encierra. Duque de Bar era su nombre inc¨®gnito, pero inconfundible. A ra¨ªz de su matrimonio con una princesa de la casa real de Sajonia, la ceremonia celebrada en Nancy fue una apoteosis de fidelidad a los viejos usos y recuerdos del feudo que sirvi¨® durante tantos a?os de amortiguador geogr¨¢fico a las seculares tensiones franco-alemanas, que tantas veces degeneraron en guerras.
.?No ha olvidado el castellano que empez¨® aprendiendo en Portugalete?", le pregunt¨¦ en cierta ocasi¨®n. "Ni tampoco el euskera", me contest¨®, "que me ense?aron en Lequeitio mis j¨®venes amigos de aquella villa durante los 11 a?os que viv¨ª -felizmente- en ella".
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