El mensaje acad¨¦mico
Hoy ya no se llevan los mensajes. Los postales, desde luego, raramente llegan a domicilio, excepto cuando vienen de la mano de recaderos free-lance; pas¨®, ay, el tiempo en que los carteros siempre llamaban dos y aun tres veces al timbre de las casas. Pero yo me refiero aqu¨ª a los otros, a aquellos que tambi¨¦n se perdieron en aras de la simplificaci¨®n, est¨¦tica en este caso: al mensaje como contenido del paquete art¨ªstico. Un buen d¨ªa nos lleg¨® la noticia de que el mensaje en las obras de creaci¨®n era el medio, y a partir de entonces comenz¨® la era del' esmero en los envoltorios.Aunque he sido entusiasta defensor de esa doctrina que apunta al artificio como constituyente primordial de la artisticidad por encima de la pesada deuda de las obligaciones con tenidistas, hoy, por llevar la contraria a los hijos p¨®stumos de MacLuhan, me gustar¨ªa intentar una lectura de c¨®digos ideol¨®gicos de los recientes premios ?scar. Lectura, quiero advertir, que no est¨¢ motivada por un rechazo de los patrones espec¨ªficamente filmicos de Hollywood.
Yo crec¨ª, perdonadme, con el cine norteamericano, y por muchas consideraciones cr¨ªticas que se puedan hacer sobre sus presupuestos pol¨ªticos, no es mi intenci¨®n renegar del vigor recio pero graciosamente alado de su narrativa en im¨¢genes, de la profunda investigaci¨®n de lenguajes gen¨¦ricos y tratamientos actorales que esa cinematograf¨ªa, m¨¢s que ninguna otra, ha llevado a cabo.
Lo que me mueve a escribir es el hecho de que algunos observadores parecen haber apreciado en las dos ¨²ltimas selecciones -de candidatos, de premiados- efectuadas por la Academia norteamericana de Ciencias y Artes Cinematogr¨¢ficas una especial sensibilidad y aun simpat¨ªa por las causas progresistas y radicales, tendencia que vendr¨ªa a confirmarse, seg¨²n ellos, por el barrido de Bertolucci en el pasado a?o y el abultado n¨²mero de candidaturas en 1989 de Las amistades peligrosas, ganadora finalmente de una nada desde?able cuota de tres estatuas. Mi opini¨®n es la contraria. Hollywood sigue encastillado en los bastiones de la vigilancia moral y el rearme axiol¨®gico conservadurista, y en los ¨²ltimos a?os, si cabe, m¨¢s aguerridamente.
Precisamente el caso de El ¨²ltimo emperador es un paradigma. A partir del detalle humillante para un cineasta de la trayectoria de Bertolucci de -tener que rodar su pel¨ªcula en un idioma ajeno a todas las verdades .nacionales de la producci¨®n -recuerdo bien las pat¨¦ticas y falaces excusas que el director italiano se ve¨ªa obligado a dar a un medio serio como Cahiers du Cin¨¦ma-, la Academia empez¨® a valorar y despu¨¦s a mimar su pel¨ªcula. La traici¨®n ling¨¹¨ªstica de El ¨²ltimo emperador era un s¨ªntoma; pero lo cierto es que con o sin ella la Acaden¨²a nunca habr¨ªa considerado y galardonado de manera tan identificatoria una obra del potencial libertario de Novecento o del nihilismo de El ¨²ltimo tango en Par¨ªs. S¨®lo cuando -con un leg¨ªtimo convencimiento que no pongo en duda- el antiguo enfant terrible se fija en la historia de una quiebra revolucionaria y pinta con la melancol¨ªa del revisionista el retrato de Pu Yi, las puertas de la Meca se abren para ¨¦l de par en par.
Es en este contexto, y por encima de tan comentada cl¨¢usula no escrita que penaliza al g¨¦nero de la comedia, en el que hay que situar la derrota de Almod¨®var. Pelle el conquistador es una obra de envergadura, pero edificante y positiva; para una sociedad como la norteamericana creada por el aluvi¨®n de las emigraciones, la decisi¨®n final del ni?o saliendo a correr mundo constituye, m¨¢s que un canto a la aventura, una promesa de afirmaci¨®n de la fe de los pioneros. A su lado, la deliciosa, sutil corrosividad del humor de Mujeres al borde de un ataque de nervios no puede sino resultar disolvente; ?se imaginan ustedes a los jubilados de Hollywood ri¨¦ndose, por ejemplo, del endiablado chiste del detergente Ecce Omo que lava hasta las ropas del m¨¢s sanguinario torturador?
Fij¨¦monos ahora en las pel¨ªculas de lengua inglesa m¨¢s votadas este a?o. Dejando a un lado por su evidencia la magn¨ªficamente trepidante pel¨ªcula de Parker, Arde Mississippi, tan repugnante para el lector espa?ol de las noticias del comisario Amedo, encontramos en los primeros lugares de la lista una obra supuestamente inmoral y otra ins¨®lita hasta rozar, se dir¨ªa, lo anticonvencional.
Las amistades peligrosas, como se?al¨¢bamos antes, ha sido saludada por la gran mayor¨ªa como el pistoletazo que el cineasta ingl¨¦s Frears, despu¨¦s. de sus extraordinarias embestidas en clave metaf¨®rica al thatcherismo (Mi hermosa lavanderia, Sammy y Rosie se lo montan), da en el complaciente ¨¢mbito de las pel¨ªculas de ¨¦poca a la usanza hollywoodiense.
Seg¨²n ese juicio, que no comparto, Frears y su guionista y antes adaptador teatral Hampton habr¨ªan explorado la l¨ªnea foucaultiana de pensamiento que se resume en la siguiente afirmaci¨®n del fil¨®sofo franc¨¦s: "no hay que pensar que diciendo s¨ª al sexo decimos no al poder". La implacable Madame de Merteuil y su l¨¢bil compinche Valmont son tratados por Hampton y Frears (y no traicioneramente respecto a la novela de Laclos, hay que decirlo; incluso la pel¨ªcula es m¨¢s fiel al libro que la pieza, al restituir la escena del abucheo a la Merteuil en la sala de la Comedie Fran?aise) como maquinadores del deseo que confunden pasi¨®n amorosa y derroche libidinal, y por ello sufren el apropiado castigo, de la muerte o la soledad.
Lo que sucede es que ya la novela del astuto militar Laclos, m¨¢s all¨¢ de su fascinante construcci¨®n psicol¨®gica y su ingeniosa trama epistolar, era una obra moralizante y retributiva, contraria al esp¨ªritu gozosa y aut¨¦nticamente libertino de la literatura dieciochesca francesa cultivada por un Cr¨¦billon hijo, un Fougeret de Monbron y no digamos un Sade. Con un indiscutible talento en la puesta en escena, la pel¨ªcula insiste en la condena de dos personajes (y no es casual que el m¨¢s humillado, por encima del m¨¢s emprendedor e inteligente, sea el femenino) que bajo la apariencia de la manipulaci¨®n del poder juegan en realidad a desbaratar las cuentas de una estricta econom¨ªa pulsional; seres que aspiran a lo que Blanchot proclamaba como ¨²ltima raz¨®n de Sade: .romper para siempre, por sus excesos, la norma, la ley que habr¨ªa podido juzgarle". ?Hay, pues, diferencia entre el mensaje confortable del final de Las amistades peligrosas y el de aquella tan denostada par¨¢bola sobre los riesgos del azar er¨®tico que fue Atracci¨®n fatal?
Entrados en materia de correcta interpretaci¨®n foucaultiana, hablemos, para acabar, de Rain man. Esta agradable pel¨ªcula, ejemplo de lo que dos grandes actores de t¨¦cnica y escuela opuestas son capaces de lograr con un material dram¨¢tico no muy distinguido, ofrece en sus primeros 100 minutos una ilustraci¨®n de las ideas de Foucault sobre las instituciones sanitario-punitivas.
Con superficialidad, con eficacia, esa. mayor parte de la pel¨ªcula, gracias a un di¨¢logo de raigambre pinteriana y a la prodigiosa interpretaci¨®n de Dustin Hoffman, demuestra c¨®mo es el sanatorio y no la enfermedad lo que enferma y encierra en los muros de una costumbre despersonalizadora al autista. Pero despu¨¦s de ofrecernos la evidencia de que la movilidad sentimental es capaz de humanizar a un robot castigado por la vigilancia institucional, llega el mensaje de orden. Al final de Rain man el enfermo ha de regresar, despu¨¦s de su vertiginosa experiencia vacacional, a la celda. Las instituciones prevalecen. La Academia, por poner otro ejemplo.
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