La democracia en Espa?a
"Para que las instituciones de un pueblo sean estables", escribi¨® Benjamin Constant en 1787, "deben estar al nivel de sus ideas. Entonces no hay nunca revoluciones propiamente dichas". De ah¨ª podemos inferir la raz¨®n ¨²ltima de la estabilidad de la democracia en Espa?a: lo que ocurre desde 1975 es que las ideas de los espa?oles son, como sus instituciones, esencialmente democr¨¢ticas. El hecho tiene pocos precedentes en nuestra historia. La debilidad de anteriores experiencias democr¨¢ticas estuvo precisamente en eso: en que las instituciones no coincidieron con las ideas de la mayor¨ªa. Que el horizonte pol¨ªtico de nuestro pa¨ªs sea, al fin, un horizonte democr¨¢tico reviste, pues, importancia excepcional.Los grandes problemas que en nuestra historia quebraron la convivencia -los problemas militar, agrario, social y religioso- o han desaparecido o han perdido radicalidad o vigencia o se han transformado en meras cuestiones t¨¦cnicas y administrativas. Incluso el problema regional, que sigue siendo un formidable problema de Estado, ya que afecta nada menos que a la misma idea territorial e hist¨®rica de Espa?a, parece decididamente encauzado. El Estado de las autonom¨ªas ha funcionado menos mal de lo que se tem¨ªa. Los problemas catal¨¢n y vasco son, cuando menos, conllevables. El terrorismo de ETA mata y destruye, pero no llega a da?ar la estructura del Estado ni a provocar la divisi¨®n y el enfrentamiento entre los espa?oles. Espa?a es un pa¨ªs moderado y estable, urbano e industrial, relativamente moderno. Subsisten, claro est¨¢, notorias injusticias sociales, numerosas e intolerables formas de subdesarrollo y de pobreza, pero incluso as¨ª la sociedad espa?ola vive desde hace a?os una etapa de innegable bonanza. Por decirlo parafraseando a Harold Macmillan: nunca lo tuvimos mejor.
Convengamos as¨ª que las ideas del pa¨ªs coinciden con la naturaleza de sus instituciones. Mientras las aspiraciones de los espa?oles sean las que son -libertad individual, justicia social, eficacia econ¨®mica-, Espa?a ser¨¢ una democracia. Cabr¨¢ en ella todo aquello que, seg¨²n Constant, se produce en las sociedades estables: crisis, cambios individuales, hombres desplazados por otros hombres, partidos arrasados por otros partidos. Pero no habr¨¢ ni revoluciones propiamente dichas ni reacciones violentas contra el sistema democr¨¢tico.
La democracia espa?ola es una democracia que nos gusta. Pero es, tambi¨¦n, una democracia que no nos entusiasma y que, en cierta medida, decepciona y aun defrauda. Por lo menos, en tres sentidos, que afectan al funcionamiento institucional, a la conformaci¨®n de la opini¨®n colectiva y a la percepci¨®n que de la pol¨ªtica y del Estado tienen los espa?oles, cuestiones todas ellas de grueso calado pol¨ªtico y que, adem¨¢s, vienen de lejos, de la creaci¨®n del Estado liberal moderno.
La democracia en Espa?a vive en una situaci¨®n parad¨®jica y hasta asombrosa. Convive con el desprestigio general de la pol¨ªtica y, lo que es peor, convive con el eclipsamiento del Parlamento, esto es, de la instituci¨®n se?era de todo r¨¦gimen representativo. La raz¨®n, como acabo de apuntar, es mucho m¨¢s profunda de lo que se cree y de lo que se dice: se debe a la falta de legitimidad hist¨®rica con que las instituciones liberales nacieron en Espa?a. Por eso, justamente, se precisaba que la nueva democracia hiciera un esfuerzo especial -iba a escribir colosal- por dignificar la pol¨ªtica y acercarla a los espa?oles. Ese esfuerzo, sencillamente, no se ha hecho.
Se precisaba, y se precisa, otro tipo de representaci¨®n popular, diputados de distritos uninominales vinculados de continuo a sus electores, en contacto permanente y cotidiano con ellos, y no estos diputados de representaci¨®n provincial, distantes y semidesconocidos, designados por sus partidos y elegidos en intocables listas cerradas. Se precisaban, y se precisan, partidos democr¨¢ticos y abiertos, que no ¨¦stos, oligarquizados, cerrados sobre s¨ª mismos, temerosos de las disidencias, perdidos en pendencias de casino. Se precisaba, y se precisa, un Parlamento vigoroso y audaz, alerta a las preocupaciones de los ciudadanos y a las incitaciones de la calle -con luz, taqu¨ªgrafos y televisi¨®n-, y no este Parlamento opi¨¢ceo, remoto y sin pulso.
Peor a¨²n: desvirtuadas sus instituciones naturales, la pol¨ªtica ha venido a refugiarse en la Prensa, que ha sufrido as¨ª una grav¨ªsima alteraci¨®n de su verdadera funci¨®n social. Ello es preocupante, ya que el mundo moderno -y Espa?a, por tanto- est¨¢ formado por los medios de comunicaci¨®n. En Espa?a, la informaci¨®n serena y ponderada y el periodismo literario y culto son hoy la excepci¨®n. La opini¨®n p¨²blica se configura en una informaci¨®n que tiene poco de rigurosa y prudente, y mucho de banal y tremendista, que escasea en discreci¨®n y buen gusto, y que abunda en vulgaridad e ignorancia. La misma Prensa de calidad no ha sabido sustraerse a la tentaci¨®n de usar su formidable influencia para ejercer el poder sin asumir ninguna de las responsabilidades del mismo. Nuestra conciencia ciudadana, la conciencia democr¨¢tica, est¨¢, as¨ª, adulterada, mal orientada.
Por el desprestigio de la pol¨ªtica y la desvirtuaci¨®n de la Prensa se han ido ya muchas de las posibilidades de la democracia espa?ola. A ello se a?ade otra infeliz herencia de nuestra historia: la escasa conciencia de individualidad que tenemos los espa?oles; Espa?a es hoy, en efecto, la sociedad m¨¢s marcadamente estatista de Europa. Los espa?oles piensan que corresponde al Estado la resoluci¨®n de todas las cuestiones vitales de su existencia colectiva. La nuestra es una sociedad que, a veces, parecer¨ªa dispuesta a cambiar su libertad por su seguridad -ya lo hizo durante el franquismo- y en la que las responsabilidades individuales parecen delegarse siempre hacia alguna autoridad superior. Ello nace de una experiencia secular, que hizo que los espa?oles vivieran por siglos a la sombra de un poder: la monarqu¨ªa tradicional, protectora y paternalista, y bajo el imperio de una autoridad: la Iglesia, solidaria y caritativa, pero contraria, por definici¨®n, a la ¨¦tica individualista.
El estatismo de la sociedad espa?ola subvierte la democracia. De una parte, alienta la tendencia a absolutizar el poder por quienes lo ejercen desde el Gobierno; de otra, fomenta la aparici¨®n de una cultura de la protesta en quienes ven sus expectativas defraudadas por el Estado. El poder se torna arrogante y autoritario; la sociedad olvida que un pueblo y un Gobierno est¨¢n siempre en reciprocidad de deberes. El divorcio entre las instituciones y la opini¨®n se hace as¨ª inevitable.
?Es la democracia en Espa?a, por lo dicho, una democracia minusculizada, por usar la expresi¨®n orteguiana? En parte lo es, ya que se ve disminuida por ciertos h¨¢bitos de la pol¨ªtica y por ciertos rasgos de la mentalidad de los espa?oles. Urge por ello que se proceda sin demora a vigorizar la legitimidad de las instituciones pol¨ªticas y parlamentarias y que ensayemos la forja de una ¨¦tica que impregne a los espa?oles del sentido moral de los derechos y responsabilidades individuales. Lo primero exige cambios profundos en las leyes electorales y en los reglamentos del Parlamento y de los partidos; lo segundo, la alteraci¨®n de muchas de nuestras ideas y creencias. Pero vayamos a ello. Que pensemos que esta vez la democracia ni fracasar¨¢ ni tendr¨¢ un final violento no basta; no podemos aceptar que se diluya en la mediocridad colectiva.
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