Freudismo
Contrariamente a lo que muchos imaginan, el psiquiatra no tiene necesariamente que ser lo que se denomina un "conocedor del hombre", es decir, aquel sujeto que sabe del quid de una conducta, que acierta en el blanco de la intencionalidad de una actuaci¨®n. Puede llegar a serlo, en efecto, pero sobre su experiencia del trato con hombres, como por otra parte puede llegar a serlo un cura, el maitre de un gran hotel, un corredor de ganado o de fincas, un dermat¨®logo; en suma, cualquiera que no sea psiquiatra. Este conocimiento es meramente emp¨ªrico. Se puede ser, pues, tambi¨¦n psiquiatra y pat¨¢n. La raz¨®n de ello es que en los tratados de psiquiatr¨ªa se aprende a diagnosticar neurosis y psicosis, para lo cual se describen conductas tipificadas que hacen factible su catalogaci¨®n. Hoy mismo, el manual de cabecera de que estamos dotados todos los psiquiatras de este planeta, conocido como DSM-III-R (Diqgnostic and statistical manual of mental disorders; thrid edition revised, 1987), funciona del siguiente modo (es un ejemplo): alucinaci¨®n auditiva (oye voces, ruidos) + delirios (le persiguen, le controlan, le influyen) + pensamiento disgregado (el discurso aparece fragmentado) + durante seis meses como m¨ªnimo = esquizofrenia (si menos, trastorno esquizofreniforme). Si se domina este cat¨¢logo, se alcanza a ser psiquiatra en tanto disgnosticador, pero no se asegura que deje de ser un pat¨¢n en lo que respecta al tema de que tratamos.Toda conducta -como lo sabe el conjunto de los habitantes de este mundo, salvo muchos psiquiatras y psic¨®logos- no se agota con su descripci¨®n. Permanentemente tenemos ocasi¨®n de experimentarlo en la relaci¨®n interpersonal: la conducta del otro con el que interactuamos ha de ser interpretada. No basta con verla y decir: se ha tocado la nariz, se ha rascado la coronilla, ha dicho cabr¨®n. Pensamos, para los dos primeros casos, que en ese momento el sujeto de la conducta quiz¨¢ est¨¦ perplejo con lo que le hemos dicho, no sabe qu¨¦ decir, est¨¢ tomando sus precauciones; por lo que respecta al tercero, intuimos que cabr¨®n es usado ahora, aunque groseramente, como una muestra del afecto o la alegr¨ªa que le suscitamos, no como insulto. En fin, hipotetizamos acerca del sentido, significaci¨®n o intencionalidad que subyace tras la conducta externa que observamos. La conducta, por tanto, no comienza donde termina (en el toque nasal o de la coronilla, en la pronunciaci¨®n de una palabra o una frase), como quieren los conductistas, sino donde ha de empezar (si es que este t¨¦rmino se ajusta rigurosamente a lo que quiero decir), esto es, en la intenci¨®n de la acci¨®n. Y es ¨¦sta la que interesa: porque si en la mirada de mi interlocutor, pongamos por caso, creo ver (en realidad trans-ver, es decir, presuponer) simpat¨ªa, mi respuesta es totalmente otra que si presupongo simulacro de la misma. Todos somos, pues, interpretadores, o dicho con palabra m¨¢s culta, hermeneutas.
Repito: ni la psiquiatr¨ªa ni la psicolog¨ªa acad¨¦micas dieron ni dan claves para la interpretaci¨®n de las conductas. Algunos han ido a estas disciplinas esperando encontrarlas para as¨ª solucionar sus insuficiencias personales, o sea, para curarse ellos mismos:, se equivocaron. La pregunta es ahora ¨¦sta: ?d¨®nde es posible conocer entonces a los hombres si la psiquiatr¨ªa y la psicolog¨ªa no abastecen este saber?
Este saber se adquiere en tres fuentes: la primera, mediante el trato malicioso con los dem¨¢s. El psic¨®logo (en la acepci¨®n coloquial del t¨¦rmino, no en la de licenciado en psicolog¨ªa), el hombre de mala fe, ha de entrar en sospecha. No hay perspicaz que no sea un malva
do, no en sus actuaciones, pero s¨ª en sus pensares acerca de los dem¨¢s, porque es en ¨¦stos en los que ¨¦l se reconoce. Es cierto que se equivoca a veces, pero cuando tiene ¨¦xito, aunque sea ocasionalmente, le confirma en su teor¨ªa no de la intencionalidad (que eso ya lo sabemos desde Arist¨®teles), sino de la mala intencionalidad de toda acci¨®n humana. Para este perspicaz, buenas intenciones s¨®lo se dan en tontos de remate, y a¨²n as¨ª, duda. Los m¨¢s son listos, es decir, dejan entrever su intenci¨®n como inocente, cuando no santa, mientras ocultan otra, la ego¨ªsta, la perversa, por mentirosa. Son, aunque no lo sepan, niestcheanos, descubridores por s¨ª mismos de que la vida humana es un tratado de paz sus tentado por la mentira consensuada.La segunda fuente es la literatura, m¨¢s concretamente el teatro y la novela: Esquilo, S¨®focles, Eur¨ªpides, Shakespeare, Cervantes, Stendhal, Flaubert, Dostoievski, Proust, etc¨¦tera, son omnipotentes con sus criaturas y nos hacen ver en ellas lo que en la vida sospechamos de los dem¨¢s: la doble, y hasta triple, intenci¨®n. Adem¨¢s poseen la capacidad de persuadirnos de que la cosa es as¨ª y no de otra manera. Es una literatura de la complejidad: por eso volvemos insistentemente a ella. Es, desde luego, literatura, pero es, adem¨¢s, sabidur¨ªa, porque de la literatura se nos hace pasar a la vida, y la vida a que ahora aludimos no es, naturalmente, la del bi¨®logo, sino la del vivir del hombre.
La tercera se encuentra en algunos fil¨®sofos m¨¢s cercanos a la sabidur¨ªa que a la metaf¨ªsica: Montaigne, Pascal, Spinoza, Ignacio de Loyola, Graci¨¢n, Schopenhauer, Nietzsche. Son fil¨®sofos morales, aunque no traten tanto de la teor¨ªa del deber hacer, cuanto de los mores, es decir, de los hombres como sujetos de conductas.
El conocimiento adquirido de esta forma, incluso en la ¨²ltima, aunque en ¨¦sta en menor medida, es un conocimiento asistem¨¢tico (en algunos m¨¢s que en otros, claro es), intuitivo, anal¨ªtico en ocasiones. No concluye en la teor¨ªa de las actuaciones humanas porque ¨¦sta ha de depender de la teor¨ªa del hombre, y ¨¦sta apenas ha sido enunciada. Se han tratado las pasiones (Tom¨¢s de Aquino, Descartes, por ejemplo), y se ha tratado la raz¨®n, pero este complejo que es el hombre -pasi¨®n y raz¨®n de consuno- y su contradictoriedad apenas se ha plasmado en construcciones embrionarias (por citar algunas, las de Max Scheler u Ortega), y no dan base para una intelecci¨®n medianamente plausible.
Es aqu¨ª donde debe ser incluida la aportaci¨®n de Freud. No como introductor de un m¨¦todo terap¨¦utico, el psicoan¨¢lisis, que no lo es porque no cura (el propio Freud hubo de reconocerlo muchas veces, y por fin en su ¨²ltimo trabajo, An¨¢lisis terminable o interminable, en el que sostiene la tesis, capaz de inhibir el optimismo de cualquier terapeuta, del an¨¢lisis como inacabable), sino como creador de un m¨¦todo de autoconocimiento hasta ahora no superado, una forma de accesis al sujeto completamente original. La aportaci¨®n freudiana tampoco es, como ¨¦l pretendiera (con su aspiraci¨®n constante al reconocimiento acad¨¦mico durante las primeras seis d¨¦cadas de su existencia), a la psicolog¨ªa, que es psicolog¨ªa de funciones: percepci¨®n, atenci¨®n, asociaci¨®n, memoria, inteligencia, afectividad, etc¨¦tera, o de rendimientos (aprendizaje, adaptaci¨®n). Lo que se debe, sin embargo, a Freud es una teor¨ªa del sujeto, porque el hombre es el ¨²nico ser de la serie animal que posee reflexividad, se hace objeto de s¨ª mismo, y es, pues, sujeto. De manera que decir teor¨ªa del sujeto equivale a decir teor¨ªa del hombre. Por eso Freud influy¨® decisivamente en la vida social, que es vida de seres humanos comport¨¢ndose. Y por eso mismo puede situarse junto a esa serie de fil¨®sofos que hicieron objeto de su pensar m¨¢s que c¨®mo adquirir el conocimiento de la realidad, o cu¨¢les son los l¨ªmites de ese conocimiento que llamamos la raz¨®n, c¨®mo alcanzar el hombre la realidad del hombre mismo. Freud es una antrop¨®logo y, en consecuencia, moralista. Ofrece un sistema del hombre, no una intuici¨®n m¨¢s o menos feliz de sus actuaciones aisladas. Si el psicoan¨¢lisis es terapia, no sirve; si trata de ser psicolog¨ªa, hay que decir que su pretensi¨®n es err¨®nea, porque no lo es. Es una teor¨ªa del hombre, y entonces es etolog¨ªa del homo sapiens, es decir, antropolog¨ªa, una concepci¨®n antropol¨®gica a la que conviene el nombre de freudismo.
A la insistente pregunta de estos d¨ªas, con motivo del 50? aniversario de la muerte de Freud, de qu¨¦ lugar ocupa el psicoan¨¢lisis en la psiquiatr¨ªa actual, me parece correcto responder de la siguiente manera: si el objeto epistemol¨®gico de la psiquiatr¨ªa es la perturbaci¨®n de un ¨®rgano, el cerebro, como ¨®rgano que hace posible la vida de relaci¨®n, y queda subsumida en la neurolog¨ªa, entonces la doctrina de Freud est¨¢ fuera de ella. Si el psiquiatra ha de ocuparse del sujeto y de las perturbaciones de su conducta, y la conducta es siempre una relaci¨®n del sujeto con los objetos (otros sujetos, otros objetos, animados o inanimados), en tanto objetos significativos, entonces el freudismo constituye una buena teor¨ªa para la interpretaci¨®n del sujeto a partir de su conducta, es decir, una hermen¨¦utica de la actuaci¨®n, para la que no se precisa la multiplicidad de supuestos que enunciara Freud, que act¨²an como deux ex machina abastecedores de seudosatisfactorias explicaciones.
Es una desgracia que el freudismo sea en la pr¨¢ctica obra s¨®lo de Freud. Apenas si tras ¨¦l se han hecho aportaciones de inter¨¦s, y en todo caso fragmentarias. Los denominados psicoanalistas debieron encomendarse una tarea: junto al desarrollo de la doctrina de Sigmund Freud, la conversi¨®n del discurso psicoanal¨ªtico, leg¨ªtimamante precient¨ªfico en la obra del fundador, en el ¨²nico discurso cient¨ªfico posible, el susceptible de discusi¨®n y de contrastaci¨®n en cualquiera sea el ¨¢mbito, no en el exclusivo de los adeptos. Dif¨ªcilmente se hallar¨¢, sin embargo, un colectivo mejor dotado para la pereza intelectual que el colectivo de psicoanalistas, oscilante entre el no hacer nada o el peor hacer de todos, el de la charlataner¨ªa.
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