La manera de vivir
La mirada es una vida en suspenso, una continua interrogaci¨®n invisible que se complace en la superficie de las cosas y quiere ir un poco m¨¢s all¨¢, m¨¢s hondo, al otro lado, donde la luz y la oscuridad se estrelazan en su frontera de penumbra, donde el saber se mide por fracciones de segundo y fulgores de adivinaci¨®n, donde lo que se sab¨ªa es desmentido, donde la certidumbre adquiere un matiz de sospecha y lo desconocido se vuelve instant¨¢neamente familiar, dej¨¢ vu, asombro puro de un recuerdo imprevisto. La mirada es una vocaci¨®n y una posible consecuencia de la vida al margen. En alas del deseo, los severos ¨¢ngeles de Wim Wenders bajan del cielo inh¨®spito y plano de Berl¨ªn y se asoman primero a los acantilados de las torres m¨¢s altas y a las cornisas de los rascacielos para mirar desde all¨ª las vidas infinitesimales de los hombres, y luego, sin peligro ni v¨¦rtigo, se arrojan a las calles y a los t¨²neles de las autopistas y a los interiores banales de los apartamentos para mirar desde m¨¢s cerca y sumergirse en el silencioso caudal donde se confunden las voces secretas de todas las conciencias y las miradas y rostros que s¨®lo entregan su plenitud ensimismada a los espejos.Los ¨¢ngeles de Wim Wenders tienen la misma mirada que las figuras de los cuadros. Pertenecen, como ellas, a un minuto inmutable de la eternidad, y nos est¨¢n mirando desde all¨ª, remotos en el tiempo y en una regi¨®n de la naturaleza tan herm¨¦tica como la que habitan los peces, pero tambi¨¦n est¨¢n muy cerca, separados de nosotros por una tenue superficie de lienzo o de cristal transparente. La ciudad, el mundo, la casa donde vivimos, es una galer¨ªa de miradas, igual que esas estancias por donde caminamos mirando las figuras de Vel¨¢zquez, un bosque de infatigables apariencias y s¨ªmbolos, y es una vocaci¨®n solitaria de conocimiento y viaje la que lo impulsa a uno a mirar sin descanso y a vivir atrapado en las miradas de otros, a inventar al que mira sabiendo con de desasosiego que tal vez, al mismo tiempo, est¨¢ siendo inventado por ¨¦l.
Las alas del deseo no se despliegan sobre nuestros hombros, sino en nuestras pupilas, y nos empuja y alzan hacia esa ventana del quinto piso de un hotel donde el viento, al levantar los visillos, ha revelado un rostro que mira abstra¨ªdo y atento los colores hirientes con que el ¨²ltimo sol de la tarde de invierno mancha los tejados, y nos obligan luego a descender hasta la cristalera de una cafeter¨ªa donde una mujer sola mira pensativamente una bebida intacta, y nos llevan m¨¢s tarde, sin transici¨®n, sin respiro, a mirar una. por una todas las caras que miran la calle desde el interior de un autob¨²s, y tambi¨¦n a caminar por esa misma calle y alzar los ojos distra¨ªdamente para contemplar durante unos segunclos a los desconocidos que nos miran desde el otro lado del cristal, mujeres hermosas, mujeres despeinadas o tristes, hombres que usan sombrero o que se tapan la cara con las manos o que se introducen con paciencia y sigilo un dedo en la nariz.
Miro para saber, pero la mirada miente y las apariencias enga?an, tal vez con m¨¢s eficacia que la imaginaci¨®n y el recuerdo, con m¨¢s exactitud, pero sigo mirando porque no conozco otro remedio contra la mentira y tambi¨¦n porque si acepto que he de ser enga?ado prefiero que me enga?en los ojos, los sentidos que me al¨ªan al mundo, el o¨ªdo, que me trae el rumor de la ciudad y las voces de los extra?os, el olfato, que abre intangibles para¨ªsos en el aire y restablece en la memoria habitaciones y cuerpos y hasta pasajes de libros, el gusto de un vino o de unos labios, el tacto de una seda, de una rec¨®ndita nuca, justo en el nacimiento del pelo... Uno cuenta lo que le han contado los sentidos, y hubo un tiempo en que no supo si ¨²nicamente miraba y percib¨ªa para contar luego y agregar su voz al caudal de las voces y su mirada al extra?o ajedrez de las miradas que se cruzan, pero ahora va descubriendo que no es l¨ªcito limitarse a mirar y que tampoco es posible elegir la condici¨®n helada de testigo a menos que se haya elegido previamente la irrealidad y el infierno o ese cielo ¨¢rtico y como iluminado por tubos fluorescentes del que huye el ¨¢ngel de Wim Wenders cuando decide vivir la vida de los hombres, la bella y sucia y necesaria existencia real, la que alienta en una figura o en una casa abandonada de Edward Hopper igual que en la presencia de alguien que bebe a nuestro lado en un bar, la que hace ¨²nicos y veraces a los personajes de un libro y tambi¨¦n a los seres que respiran el mismo aire que nosotros y a los que podemos desear y tocar.
Durante demasiado tiempo uno crey¨® que el arte, aunque se alimentara de la vida, era superior a ella, y mir¨® cuadros y frecuent¨® canciones y libros como un adicto que exige al opio la felicidad y le agredece los sue?os de sus ojos cerrados. Vivir era presenciar de lejos las vidas de otros y recluirse en pleno d¨ªa en la quietud narc¨®tica de una sala de cine y mirar la sombra de uno mismo que proyectaba la l¨¢mpara en su habitaci¨®n y descubrir, cuando ca¨ªa la noche, sombras iguales en las ventanas de la vecindad. Hizo de la claudicaci¨®n una especie de hero¨ªsmo: algunas veces mir¨® con la expresi¨®n turbia y obstinada con que Johnny Guitar solicitaba una mentira. S¨®lo ahora, tan tarde, uno va sabiendo que hay otra manera de mirar misterios evidentes y ocultos en el juego de las apariencias. Basta de espejos y de sombras, se dice, basta ya de melancol¨ªa y de literatura, de canciones escuchadas para sufrir m¨¢s dulcemente y de libros escritos y le¨ªdos para inventarse una vida que no supo tener. Procurar¨¢ mirar desde ahora las cosas con los ojos tan apasionadamente abiertos como un pintor de la verdad, como Edward Hopper o Vel¨¢zquez, con la serenidad de Vermeer, con el espanto y la rabia, si es preciso, de Francis Bacon, con la inocencia de un reci¨¦n llegado, con la temeridad de un esp¨ªa que se juega la vida en su indagaci¨®n. Intentar¨¢ vivir para contarlo.
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