A?oranza del hispanista
El articulista reflexiona a partir del dato de que s¨®lo el 9% de los espa?oles cree que los partidos se financian legalmente. Cuatro de cada 10 creen que todos usan medios ?l¨ªcitos, y un 20% opina que s¨®lo algunos partidos lo hacen legalmente.
Francisco Murillo cita una frase del desaparecido constitucionalista Nicol¨¢s Ramiro, seg¨²n la cual mucho mejor que espa?ol es ser hispanista, y, a ser posible, sueco. Es decir, que lo nuestro es algo demasiado apasionante como para perd¨¦rselo, pero al tiempo suficientemente peligroso como para hacer prudente una cierta distancia emocional.Estoy de un sueco subido. El protagonismo que desde hace unos meses vienen teniendo los llamados casos (el caso Guerra y el caso Naseiro de momento, que sabe Dios lo que nos espera) me convoca a la a?oranza contraf¨¢ctica -si es que cabe sentimiento tan extravagante- de llamarme Gustafson (como la Garbo) y profesar de titular de Literatura Hisp¨¢nica en Uppsala. Pero lo peor no es eso, sino que no soy el ¨²nico.
Seg¨²n recientes datos de Demoscopia (EL PA?S del 9 de abril), s¨®lo un 9% de los espa?oles piensa en esta primavera que todos los partidos se financian legalmente. Cuatro de cada 10 creen que todos usan medios il¨ªcitos para financiarse, y 2 de cada 10 opinan que s¨®lo algunos partidos se financian ilegalmente. Ahorro al lector la cita por menudo de multitud de indicadores de opini¨®n recientes que acreditan un muy extendido convencimiento sobre la existencia de dosis importantes de corrupci¨®n en el sistema pol¨ªtico y, de modo singular, dentro de los partidos.
Tal clima de opini¨®n no es sino el correlato esperable del enfoque inadecuado con que se est¨¢ abordando la cuesti¨®n, y no s¨®lo desde las instancias pol¨ªticas llamadas a resolverla, sino tambi¨¦n desde algunos amplificadores comunicacionales del asunto. Parece como si un designio perverso guiara a los protagonistas para conducir a la demostraci¨®n social de que toda la cosa p¨²blica est¨¢ corro¨ªda por el inter¨¦s privado, mientras, a su vez, lo p¨²blico corrompido vampiriza la esfera de lo privado.
Sucede, para mayor inri, que eso no es ni remotamente as¨ª. Pero cuando la l¨®gica burocr¨¢tica de los aparatos partidarios -en ilustraci¨®n de fen¨®menos que ya estudiara Robert Michels hace m¨¢s de 70 a?os- impone su raz¨®n olig¨¢rquica a la raz¨®n democr¨¢tica, las consecuencias dif¨ªcilmente pueden ser otras. En efecto, aunque los dos casos no son id¨¦nticos, resultan asombrosamente paralelas las artima?as de la raz¨®n con que desde ambos lados se pretende escapar a sus consecuencias. La estrategia minimalista que se est¨¢ siguiendo por los partidos afectados transmite a la opini¨®n el gui?o de que bajo aquello que ha salido a la luz hay centenares, o quiz¨¢ miles, de turbios asuntos m¨¢s cuyo generalizado conocimiento es preciso prevenir como sea.
No acaban ah¨ª los desprop¨®sitos. Hay toda una corriente en ciertos medios de comunicaci¨®n seg¨²n la cual el problema es que hay que resolver la financiaci¨®n de los partidos pol¨ªticos para que esto no suceda. Decirle al contribuyente que los partidos que se reparten m¨¢s de 10.000 millones de pesetas anuales del erario p¨²blico tienen que recurrir al hurto fam¨¦lico para llegar a fin de mes resulta un sarcasmo digno del Guinness. M¨¢xime en un pa¨ªs donde el ciudadano normal no ve al partido pol¨ªtico m¨¢s que sub specie mendicante cuando desde la vallas le pide el voto.
Balanza comercial
Hay tambi¨¦n quien, a la vista del estado del patio, ha reclamado un Fujimori. Me parece que teniendo la balanza comercial como la tenemos, con el ¨ªndice de cobertura hecho unos zorros, mucho m¨¢s sagaz (y, desde luego, mucho m¨¢s castizo) que importar japoneses ser¨ªa exportar chorizos. Esto es, que tampoco se trata de inventar la democracia fuera de los partidos ni de sacarse de la manga nuevos partidos, sino de reclamar a los que tenemos un ejercicio democr¨¢tico de sus recursos y capacidades.
Juan Linz comenta a veces que es sorprendente lo poco que en los libros de ciencias sociales aparece el concepto de estupidez humana, siendo as¨ª que esa variable explica una proporci¨®n muy significativa del acontecer social. A veces la estupidez resulta inocente fuera del estropicio que ocasiona a quienes la practican. No es ¨¦ste el caso. Si remontamos la vista del asunto que estamos tratando, nos encontraremos con que es muy probable que nunca en el curso de los ¨²ltimos siglos nuestro destino colectivo haya estado m¨¢s cerca de algo parecido a la plenitud: llevamos casi tres lustros conviviendo en democracia, hemos superado mucho mejor de lo que casi nadie pensaba nuestra incorporaci¨®n a Europa, estamos organizando en forma relativamente satisfactoria la articulaci¨®n de las plurales realidades nacionales en el Estado, el poder civil ha conseguido una aceptable hegemon¨ªa y, colmo de los colmos, hasta la situaci¨®n econ¨®mica presenta m¨¢s rasgos de dinamismo y bonanza que de crisis. NI en la Restauraci¨®n ni en la Rep¨²blica ni, por supuesto, bajo las dictaduras primorriverista y franquista se hab¨ªa producido constelaci¨®n interna y externa tan favorable a los objetivos impl¨ªcitos de nuestra sociedad.
Por ello esta estupidez no es inocente. No es de recibo un comportamiento que alimenta la extensi¨®n por el cuerpo social de una suerte de c¨ªnico fatalismo respecto a la pol¨ªtica, e incluso -haciendo de la necesidad virtud- pensar que, al cabo, tal fatalismo funciona como medicina preventiva de los excesos de entusiasmo y, por tanto, de frustraci¨®n.
El antrop¨®logo franc¨¦s Henry M¨¦choulan (El honor de Dios) se?alaba como distintivo del car¨¢cter espa?ol, origen de muchas de nuestras aberraciones colectivas en los siglos XVI y XVII, el fanatismo enraizado en un fatalismo. Alimentar el fatalismo significa dar de comer al fanatismo. Al cabo, no son sino dos caras de la misma moneda, la que hace unos a?os L¨®pez Pintor y yo hemos Hamado "la otra Espa?a", la de una tradici¨®n pol¨ªtico-cultural pervertida por la insolidaridad y la intolerancia.
No hay que sacar de quicio las cosas, pero no estoy nada seguro de que sea tampoco preciso esperar a que escampe. Porque a lo peor, si escampa, descubrimos que bajo el anegado fangal se han podrido las precarias ra¨ªces de la solidaridad, la tolerancia y el compromiso, de las que penosamente se nutre la rara flor de la democracia.
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