Los mantequeros de Per¨²
Para actuar con eficacia seguramente eleg¨ªan la noche y los caminos despoblados, y es posible que no lo hicieran al azar, apost¨¢ndose al anochecer en una encrucijada, esperando sin m¨¢s que pasara alg¨²n caminante desprevenido y solitario. Escoger¨ªan con preferencia a personas j¨®venes y bien entradas en carnes y las seguir¨ªan en secreto para averiguar sus costumbres y decidir as¨ª el lugar donde iban a esperarlas. Les conven¨ªa la gente que vive en caser¨ªos aislados y que no tiene mucho trato con los vecinos. As¨ª, cuando se advirtiera su desaparici¨®n, nadie los buscar¨ªa con demasiado ah¨ªnco, y en unas pocas semanas o meses su recuerdo se desvanecer¨ªa tan insolublemente como las huellas de sus ¨²ltimos pasos. Diariamente desaparecen personas de las que nunca vuelve a saberse nada, a pesar de las pesquisas desganadas de la polic¨ªa y de esas fotos tristes que publican los peri¨®dicos. Gente que huye de su casa, que muere en las camas an¨®nimas de los hospitales, que se vuelve loca y pierde el recuerdo de su nombre en los pasillos de los manicomios. La impunidad, se dec¨ªa, como casi todo en esta vida, no es cuesti¨®n de astucia, ino de paciencia. Con el tiempo llegaron a calcular con presi¨®n infalible el peso, la consistencia y hasta la calidad del material que podr¨ªan obtener le cualquiera que pasara a su lado. Los m¨¢s gordos no s¨®lo eran los m¨¢s adecuados por la favorable proporci¨®n entre ganancia y esfuerzo, sino tambi¨¦n porque sol¨ªan ser de car¨¢cter bovino y poco belicoso, de tal modo que bastaba esgrimir una navaja o un rev¨®lver para someterlos. Circulaban rumores alentados por el miedo, pero parec¨ªan m¨¢s bien residuos de antiguas f¨¢bulas inventadas para asustar a los ni?os. Hay cosas que es preferible no creer, y espantos que han de ser atribuidos a la irresponsabilidad de la literatura o a la de los sue?os.Eran dos hombres muy j¨®venes, de 22 y 19 a?os, y cuando la polic¨ªa los detuvo, har¨¢ unas tres semanas, confesaron que no trabajaban por su cuenta, sino por encargo de un hombre que viv¨ªa en la capital y regentaba un pr¨®spero negocio de exportaci¨®n simulado bajo la cobertura de un taller de desguace de coches. En realidad desguazaban cad¨¢veres de gente, a la que previamente hab¨ªan raptado y asesinado, y luego de arrancarles la capa de grasa acumulada entre la piel y los m¨²sculos la empaquetaban en recipientes herm¨¦ticos y la enviaban a la direcci¨®n de ese hombre en la capital. Dicen que ellos nunca supieron para qu¨¦ la quer¨ªa, aunque tampoco les importaba mucho. Les bastaba cobrar con puntualidad el precio acordado, 65 d¨®lares el kilo, y luego empezaban a buscar otra vez v¨ªctimas adecuadas, porque la demanda era incesante y su ganancia m¨¢s bien mezquina para tanto desvelo. El usurero Shylock reclam¨® una libra de carne humana en pago de una deuda. ?Cu¨¢ntos kilos de grasa se obtienen del cad¨¢ver de un solo hombre? Desde la capital, el intermediario la remit¨ªa a Estados Unidos, donde una firma de cosm¨¦ticos la empleaba como materia prima en la elaboraci¨®n de cremas hidratantes. Parece, seg¨²n explican los despachos de agencia, que la grasa humana, como el tejido placentario, es muy beneficiosa para el cutis, y que su dificil obtenci¨®n hace que los productos fabricados con ella alcancen precios alt¨ªsimos en un mercado tan confidencial como exigente.
Los proveedores de cad¨¢veres actuaban en las serran¨ªas de Per¨². El peri¨®dico public¨® sus nombres, y tambi¨¦n el del due?o de la chatarrer¨ªa de Lima que fue apresado cuando confesaron, pero la empresa norteamericana que adquir¨ªa la grasa al por mayor a¨²n permanece en el anonimato: una mujer que ahora mismo, sentada frente a un espejo, unte las yemas de sus dedos en una crema perfumada y la extienda sobre su frente y sus p¨®mulos inadvertidarnente puede estar participando en las consecuencias finales de un crimen, y en el olor y en el brillo de juventud que esa crema agrega a su piel habr¨¢ una parte infinitesimal de una maldad muy semejante la de aquella condesa vampira que para no envejecer se ba?aba en sangre de v¨ªrgenes degolladas. Tal vez sin propon¨¦rselo, los mantequeros de Per¨² han convertido en realidad y en titulares de sucesos las f¨¢bulas de terror que nos desvelaban en la infancia, cuando el miedo de nuestros mayores, que ellos respiraban y exhalaban en torno suyo como el aire fatigado de uina habitaci¨®n sin ventanas, se transmit¨ªa a nosotros purificado y abstracto, sin mediaci¨®n de su voluntad ni de nuestra inteligencia, igual que se nos transmit¨ªan palabras cuyos significados ignor¨¢bamos y prohibiciones y ¨®rdenes dictadas por una logica inapelable y, arbitraria como la le los sue?os.
En casi nada fuimos tan preoces como en el aprendizaje del miedo. Para nuestros padres y nuestros abuelos, supervivientes de una guerra, el miedo era una norma de conducta instintiva. Para nosotros fue desde el principio una forma de conocimiento. Si nos apagaban a luz mientras sub¨ªamos al acostarnos, la honda y alta escalera se poblaba de fantasnas. Se nos hac¨ªa de noche jugando en la calle y cuando volv¨ªamos a casa cada portal entreabierto y cada esquina mal iluminada por una bombilla desnuda pod¨ªa esconder la presencia de un merodeador sin rostro, amparado en la sombra como en el embozo de una capa. Ten¨ªamos miedo de los mantequeros, de los vagabundos que cargaban sacos donde podr¨ªan esconder el cad¨¢ver de un ni?o. Ten¨ªamos miedo sobre todo de los t¨ªsicos, hombres invisibles que viajaban en autom¨®viles negros y en grandes furgonetas donde guardaban bidones de cristal llenos de sangre. De cuando en cuando, entre los corros que jugaban por los callejones, se extend¨ªa el rumor de que alguien hab¨ªa visto el coche de los t¨ªsicos, hombres muy p¨¢lidos, vestidos con batas blancas y sombreros de hongo, que raptaban a los ni?os y los degollaban para vender su sangre en remotos sanatorios de millonarios moribundos que gracias a ello ganaban d¨ªas o semanas de vida. No nos atrev¨ªamos a salir cuando hab¨ªa oscurecido ni a volver solos de la escuela, y vigil¨¢bamos con recelo y espanto las caras de los desconocidos y el interior de los coches aparcados cerca de nuestras casas. Para imaginar los bidones de los t¨ªsicos record¨¢bamos los lebrillos de barro que rebosaban sangre en las matanzas.
Emboscado en la lejan¨ªa de la memoria, m¨¢s poderoso que el olvido, el miedo de entonces vuelve ahora a encontrarme cuando leo la historia de los mantequeros peruanos y compruebo, como en los malos sue?os de la infancia, que la inverosimilitud es uno de los atributos del terror. Cierro el peri¨®dico y me niego al recuerdo y ya no quiero preguntarme qu¨¦ parte de verdad o de mentira hab¨ªa en aquella leyenda de los t¨ªsicos ni qu¨¦ posible infamia oculta la hab¨ªa originado. Miro con aprensi¨®n los anaqueles del cuarto de ba?o y tampoco quiero saber de qu¨¦ est¨¢ hecha la espuma blanca y cremosa que extiendo cada ma?ana en mi cara antes de afeitarme y que me deja una suavidad tan agradable en la piel.
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