Naciones
Para empezar, los nacionalistas lituanos han planteado las cosas de un modo abrupto. Por su parte, y seg¨²n la imagen reci¨¦n acu?ada, Gorbachov ha visto en ellos al tah¨²r que trata de levantarse de la mesa llev¨¢ndose las ganancias y pone en pr¨¢ctica la respuesta adecuada al caso: demostraciones de fuerza, bloqueo econ¨®mico. En el resto del mundo comienza a imperar un Viejo cinismo. Ciertamente, a nadie le gusta que comiencen a bailar las fronteras de 1945: la reunificaci¨®n alemana es la excepci¨®n, de incluir el respeto definitivo a la divisoria del Oder Neisse. Pero si los nacionalismos levantan la cabeza, piensan muchos, ?ad¨®nde iremos a parar? Y, adem¨¢s, hace falta que Gorbachov tenga ¨¦xito, lo que parece por dem¨¢s razonable. Aunque no lo sea tanto s¨ª para ello hace falta dar por buenos la matanza olvidada de Tbilisi o el bloqueo a las expectativas de libertad de las ex rep¨²blicas b¨¢lticas. En realidad, el episodio lituano no viene s¨®lo a plantear los vac¨ªos de la perestroika; devuelve tambi¨¦n a la actualidad aquellos casos de opresi¨®n nacional que siguen vivos en nuestro continente. Tal vez por eso es tan amplia la sensaci¨®n de malestar ante lo que ocurre y tan escasos los comportamientos congruentes con tina l¨®gica democr¨¢tica.Porque, de entrada, lo que se impone es reconocer el derecho a la autodeterminaci¨®n de las tres rep¨²blicas. Otra cosa es dar con el procedimiento adecuado para que el tr¨¢nsito a la independencia tenga lugar sin desestabilizar la dif¨ªcil situaci¨®n de la URSS. Pero el caso es que, especialmente en Estonia y Lituania, la gran mayor¨ªa de la poblaci¨®n pertenece a las nacionalidades respectivas y desea una independencia que no supone sino la recuperaci¨®n del estado en el cual se hallaban hasta que fueron objeto de la anexi¨®n forzosa a la URSS por parte de Stalin. Dif¨ªcilmente puede hablarse de superaci¨®n del estalinismo, si no se empieza por reconocer el derecho a la resurrecci¨®n de aquellas que por fortuna son v¨ªctimas recuperables. A Bujarin o a Trotski aadie les salvar¨¢ ya del crimen sobre ellos cometido. En cambio los pa¨ªses balticos s¨ª pueden rehacer la vida independiente de que les privara el acuerdo entre Hitler y Stalin. Obviamente, los medios cuentan y la brusca secesi¨®n decidida en Vilna crea un precedente intolerable para Mosc¨². Urge, pues, una rectificaci¨®n en los procedimientos. Pero tampoco cabe, admitir una v¨ªa de coacciones que de un modo u otro acabe por anular la indiscutible legitimidad de la independencia lituana, desvirtuando al propio tiempo la perspectiva democr¨¢tica de las reformas emprendidas en Mosc¨². Como en 1968, el sistema sovi¨¦tico se halla en una encrucijada decisiva. S¨®lo que ahora no hay espacio para el retroceso.
El episodio lituano permite asimismo evocar el nexo originario existente entre nacionalismo y democracia. Es algo que result¨® ensombrecido durante largo tiempo al intervenir la captaci¨®n conservadora de los nacionalismos en la era rom¨¢ntica, con una clara deriva hacia el esencialismo y los aspectos tradicionalistas. En esa misma trampa han ca¨ªdo buena parte de los te¨®ricos del nacionalismo, olvidando que en realidad si existen naciones en la historia es porque unas colectividades determinadas asumen pol¨ªticamente unos proyectos nacionales. No hay unas naciones naturales (lo son s¨®lo para quienes defienden un nacionalismo esencialista) y otras postizas o il¨ªcitas. Como advierte Justo G. Beramendi, las naciones las crean los nacionalismos, del mismo modo que son las religiones quienes inventan los dioses. Su existencia hist¨®rica es un problema estrictamente emp¨ªrico. Una cosa es que haya nacionalistas y otra que deban reconocerse las naciones correspondientes, dado que los rasgos diferenciales son un simple soporte carente de significaci¨®n si falta la adhesi¨®n pol¨ªtica. Cabe romperse la voz y la pluma enumerando los rasgos de una eventual naci¨®n, sea ¨¦sta C¨®rcega, Breta?a o Galicia; todo ello de nada sirve si el hecho diferencial se proyecta en la pr¨¢ctica como simple regionalismo. Y, rec¨ªprocamente, resulta est¨¦ril discutir la existencia de una naci¨®n cuando, con independencia o sin ella, ha sido alcanzado un nivel mayoritario de especificidad pol¨ªtica y cultural. Por eso cabe hoy hablar de naci¨®n georgiana o de naci¨®n catalana. No es una situaci¨®n est¨¢tica, y ello a su vez introduce la pertinencia de conceptos como construcci¨®n nacional. Tampoco se trata de hacer un diagn¨®stico del hecho nacional, al modo estaliniano, sino de reconocer sobre bases emp¨ªricas -insistimos en el t¨¦rmino- los procesos de integraci¨®n o desintegraci¨®n nacional. Es, pues, un problema complejo, pero nada misterioso, como prueba la propia historia espa?ola del ¨²ltimo siglo. Y para su valoraci¨®n, nada mejor que evocar las observaciones que hace m¨¢s de dos siglos enunciara el fundador del pensamiento democr¨¢tico sobre la naci¨®n, Jean-Jacques Rousseau, al referirse a la supervivencia del nacionalismo polaco: es el mantenimiento de la conciencia nacional en la poblaci¨®n polaca -"qu'un Polonais ne puisse jamais devenir un Russe"- lo que garantiza la condena a largo plazo de la opresi¨®n nacional. "Polonia se encontraba aherrojada por Rusia, concluye Rousseau, pero los polacos han permanecido libres". Algo similar ocurre hoy en la URSS en los territorios b¨¢lticos.
En ese momento auroral, que se prolonga hasta la Revoluci¨®n Francesa, qued¨® muy claro que es la fundamentaci¨®n democr¨¢tica lo que suscita el nacimiento de la naci¨®n. La conciencia diferencial de unos pueblos respecto de otros era tan vieja como la historia. Lo nuevo es que ahora esa colectividad, de Rousseau a Sieyes, se convierte en el ¨²nico sujeto leg¨ªtimo del poder pol¨ªtico. Las implicaciones revolucionarias son evidentes y se materializan en la confrontaci¨®n del "viva la naci¨®n" y el "viva el rey" que preside la jornada del 10 de agosto de 1792. A partir de ese momento, un problema central de la historia europea ser¨¢ la materializaci¨®n de la f¨®rmula, haciendo efectivos los Estados-naci¨®n. Muy pronto el hecho nacional result¨® a su vez apropiado por el pensamierito conservador, e incluso reaccionar¨ªo, mientras la mejor o peor suerte de esas construcciones pol¨ªticas nacionales se jugaba en mesas separadas, casi siempre en correlaci¨®n estrecha con los procesos de modernizaci¨®n. Alguna vez, sobre el modelo de Francia, la partida unitaria se gana. En otros casos, como el nuestro, el fracaso de la modernizaci¨®n pone en entredicho por un tiempo el proyecto nacional en un pa¨ªs moribundo y abre espacio para proyectos alternativos.
Cuando el viento cambie, desde los a?os sesenta, y las condiciones econ¨®micas y culturales para el Estado-naci¨®n sean entre nosotros una rea idad, ser¨¢ preciso contar con la consolidaci¨®n ya lograda por aquellos nacionalismos perif¨¦ricos, legados de la naci¨®n escindida que fue Espa?a desde fines del XIX. El resultado puede parecer un h¨ªbrido y no deja de encerrar a¨²n hoy estrangulam¨ªentos y contradicciones. Pero al menos en un marco democr¨¢tico ha sido posible dotar a esa naci¨®n de naciones -perdona, Raimon- que es la Espa?a actual de estructuras pol¨ªticas que responden tanto a la virtualidad del espacio pol¨ªtico espa?ol como a los proyectos nacionales cuajados en Catalu?a y Euskadi. Sabemos que el precio pagado fue alto y que la historia tarripoco aqu¨ª ha terminado: m¨¢s que las palabras, viene a probarlo la diferencia de intensidades registrada en el reciente debate sobre la autodeterminaci¨®n. Pero no es menos evidente que en el juego entre violencia y democracia que presidi¨® la historia de las naciones en los dos ¨²ltimos siglos, y que ha isupuesto nada menos que dos guerras mundiales, la opci¨®n democr¨¢tica se confirma como ¨²nica v¨ªa v¨¢lida para la resoluci¨®n de los problemas. Gorbachov debe tenerlo en cuenta y el resto de Europa record¨¢rselo.
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