Una graciosa rareza heredada de los hermanos Marx
Loquilandia fue en Estados Unidos una popular¨ªsima pel¨ªcula en los a?os de la II Guerra Mundial. Su ¨¦xito europeo se produjo poco tiempo despu¨¦s, en los primeros a?os de la posguerra. Se le recuerda como una rareza heredera de la delirante comicidad de los hermanos Marx y de algunas disparatadas pel¨ªculas cortas de los a?os veinte, en especial las procedentes de los estudios Hal Roach.Los elementos b¨¢sicos de la comedia no hablada, la peculiaridad de sus gags, se apagaron en gran parte con la llegada del cine sonoro, y el g¨¦nero experiment¨® una crisis de la que no se sali¨® m¨¢s que a trav¨¦s de otra forma de humor cinematogr¨¢fico, cuya pauta la dieron, por un lado, las comedias sofisticadas derivadas de la obra de Ernst Lubitsch, y por otro, la irrupci¨®n del gag hablado de los Marx. Loquilandia es una exagerada, casi tan enloquecida como su t¨ªtulo, extracci¨®n de aquellos geniales humoristas. Pero va por otro lado. Es un filme-isla: no tuvo precedentes exactos, y sus consecuencias se diluyen, sin crear tradici¨®n, en el cine posterior, desparramadas en infinidad de otros filmes muy diversos.
Loquilandia
Direcci¨®n: H. C. Potter. Gui¨®n: Nat Perrin y Warren Wilson. Fotograf¨ªa: Woody Bredell. M¨²sica: Charles Previn. Estados Unidos, 1941. Int¨¦rpretes: Ole Olsen, Chic Johnson, Martha Raye, Hugh Herbert, Mischa Auer. Estreno en Madrid: cine Alexandra.
Qu¨ªmica
Otras prolongaciones del divertid¨ªsimo juego de desprop¨®sitos de Loquilandia son las del cine llamado de parejas, masculinas por supuesto: Bud Abbott-Lou Costello, Stan Laurel-Oliver Hardy (en su etapa hablada) y m¨¢s tarde Jerry Lewis-Dean Martin, entre otros. El grave problema de Loquilandia, vista ahora, radica precisamente en que la qu¨ªmica de su pareja, Ole Olsen-Chic Johnson, ha perdido gracia y contundencia y resulta m¨¢s sosa que el desenfrenado juego que ofician y les rodea: el paso del tiempo no ha beneficiado a estos dos c¨®micos ef¨ªmeros.Pero el proyecto de filme loco se mantiene, en cuanto tal, vivo, ¨ªntegro. Hay muchos gags -sobre todo los relativos al juego con los mecanismos de la proyecci¨®n cinematogr¨¢fica- que crearon un fil¨®n m¨¢s tarde explotado por otros muchos filmes y que todav¨ªa permanece vigente (por ejemplo, buena prueba de ello es La rosa p¨²rpura de El Cairo), pero en Loquilandia naci¨® como sistema, y ese m¨¦rito nadie se lo puede arrebatar. No produce quiz¨¢ las carcajadas de entonces, pero tiene sabor a buena, a indispensable reliquia. A parte, quiz¨¢ peque?a, pero inconmovible, de la historia del cine.
Funciona a grandes rasgos todo el tinglado de absurdo y el nonsense que entreteje este curioso filme, en el que los personajes de Mischa Auer y Martha Raye siguen siendo los m¨¢s afortunados. El tiempo ha mordido algunas zonas de Loquilandia, pero no ha matado a la pel¨ªcula. Sobrevive su derroche de trepidaci¨®n, su ilaci¨®n (o falta de ella) insensata (esa imagen vertebral del ¨¢rbol que crece y crece en manos de un personaje que busca a qui¨¦n entreg¨¢rselo) y muchos otros detalles que no deben verse ahora con aires de suficiencia, sino con la generosidad que requiere la revisi¨®n de algo fundacional, que cuando surgi¨® era in¨¦dito y dio buenos frutos en el cine posterior e incluso actual.
Babelia
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