Paul Ricard
El domingo tocaba gran premio de f¨®rmula 1 en el circuito Paul Ricard y de vez en cuando hay que realimentar la pasi¨®n infantil por las m¨¢quinas y los cron¨®metros, evocar las haza?as de Jim Clark, los bigotes de Graham Hill y la emoci¨®n adolescente de cuando el circuito de Montju?c hac¨ªa temblar la ciudad con el rugido de los h¨¦roes. Para llegar al Paul Ricard hay que hacer una larga caravana bajo el sol de Provenza. Todo es un fragor de cigarras bajo los pinos recalentados y ni siquiera las banderas de Ferrari consiguen flamear en la caravana candente. Nos pasamos la vida yendo despacio hacla donde pasan cosas demasiado r¨¢pidas para el ojo humano, pero a pesar de todo vamos, tal vez porque la televisi¨®n nunca nos traer¨ªa la emoci¨®n del estruendo animal de la partida, ni el brillo centesimal de los Ojos de Prost tras la estela verdiazul del Leyton House de Capelli, ni el olor de los neum¨¢ticos asados que se adhieren a la pista hasta saltar en jirones. Probablemente vamos a los sitios s¨®lo para oler las cosas, esa facultad de conocer que nunca podr¨¢ ser sustituida por la tecnolog¨ªa. La televisi¨®n se limita a telefonear a la vida, pero nunca nos salpicar¨¢ con el cubo de agua del ciclista ni con la rabia m¨ªstica de Senna ante la exasperante lentitud de sus mec¨¢nicos. En el fondo no somos m¨¢s que hombres que venimos de muy lejos para ver el paso fugaz de otros hombres. Con los ojos cerrados se aprende a conocer la voz de cada una de las m¨¢quinas, qui¨¦n se acerca y qui¨¦n le va a la zaga. En esa exaltaci¨®n de la potencia mec¨¢nica se encuentra un cierto paradigma del siglo. La vida es un aut¨®dromo que siempre regresa al punto de partida, cada vez m¨¢s r¨¢pido y con riesgos mayores. En la parrilla provenzal los colores mezclados y veloces parecen un prado ventoso de C¨¦zanne. Y a lo lejos la monta?a calcinada de Sainte Vietoire trae aroma de espliego sobre los octanos.
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