Democracia y memoria hist¨®rica
No ser¨ªa f¨¢cil calibrar c¨®mo es la memoria colectiva de los espa?oles o, lo que es lo mismo, saber con exactitud la imagen que ¨¦stos tienen de su pasado y de su historia. Muy probablemente, a la vista de ciertos indicios preocupantes, se trata de una memoria demasiado d¨¦bil, y desde luego imprecisa, en la que, por a?adidura, anidan no pocas ignorancias y un buen n¨²mero de percepciones simplistas y elementales. No es ¨¦sta cuesti¨®n menor. Al contrario, resulta que tiene trascendencia insospechada. El historiador brit¨¢nico Raphael Samuel escrib¨ªa recientemente que "desconocer el pasado del pa¨ªs en que uno vive es como estar privado de derechos civiles y culturales".La historia tiene, pues, importancia determinante en la educaci¨®n c¨ªvica de la opini¨®n de un pa¨ªs. Y es justamente por eso por lo que cabe exigir en el historiador al menos una doble disposici¨®n: una cierta prudencia en sus juicios -la prudencia civil que tanto apreciaba Gibbon- y una cierta neutralidad emocional ante los hechos. Claro, que ejercitar esa prudencia y profesar esa neutralidad pueden llegar a ser empe?os enojosos y dif¨ªciles y en algunos casos -como al estudiar la guerra civil espa?ola de 1936-1939 o el franquismo, por citar dos ejemplos claramente comprensibles- hasta heroicos (o cercanos al menos a aquel hero¨ªsmo de la objetividad de que habl¨® Max Weber con cierto empacho). Pero se trata de ejercicios moralmente saludables y, m¨¢s a¨²n, profesionalmente irrenunciables, al menos si el historiador se plantea su labor de forma radical e insobornable. Porque, en efecto, no se es radical en historia porque se es radical ideol¨®gicamente -coartada espuria de historiadores instalados en la comodidad y el conformismo-, sino porque se es radical historiogr¨¢ficamente.
De esa relevancia que la historia parece tener en tanto que memoria colectiva del pa¨ªs resulta buena prueba el estimable art¨ªculo del profesor V¨ªctor P¨¦rez D¨ªaz publicado en estas mismas p¨¢ginas con el t¨ªtulo La invenci¨®n de la Espa?a democr¨¢tica. Tanto, que P¨¦rez D¨ªaz dec¨ªa que la memoria de la guerra civil de 1936-1939 ha sido el punto de referencia decisivo de la transici¨®n espa?ola; y m¨¢s todav¨ªa, que, a partir de una interpretaci¨®n no maniquea de la misma, la pol¨ªtica democr¨¢tica de estos ¨²ltimos a?os ha buscado deliberadamente la reconciliaci¨®n nacional y la supef aci¨®n de enfrentamientos y tensiones seculares.
Y el caso es que adem¨¢s P¨¦rez D¨ªaz lleva en lo esencial raz¨®n: la reflexi¨®n sobre la II Rep¨²blica y la guerra civil fue, efectivamente, decisiva en la reconstrucci¨®n de la democracia a la muerte de Franco. Incluso, en algunos casos, se dir¨ªa que despu¨¦s de 1975 no se hizo sino rectificar conscientemente, de forma inteligente y mesurada, muchos de los errores y excesos de 1931. As¨ª, lo que en ese a?o fue cuesti¨®n trascendente, la forma del r¨¦gimen, se liquid¨® ahora, en 1975 -aceptada y reconocida por todos la instituci¨®n mon¨¢rquica- con discreci¨®n y realismo. Donde hubo, en 1931, una Constituci¨®n partidista y tal vez excluyente, se hizo en 1978 un texto consensuado e integrador. Donde se dise?¨® un Estado que s¨®lo parec¨ªa reconocer derechos propios a Catalu?a, se traz¨®, entre 1978 y 1984, un Estado auton¨®mico igual para todas las regiones y territorios. Donde hubo la presi¨®n maximalista del sindicalismo revolucionario apareci¨® la gesti¨®n constructiva de unos sindicatos conciliadores y responsables. En vez de la confrontaci¨®n con la Iglesia y el Ej¨¦rcito -en tanto que representaci¨®n de la reacci¨®n y del autoritarismo en la historia espa?ola-, reformas graduales y prudentes para redefinir el papel de ambas instituciones en un pa¨ªs europeizado y moderno y en una sociedad secularizada y laica; en lugar de un parlamentarismo desaforado e ¨ªngobernable y de un sistema de partidos inestable, segmentado y polarizado, un r¨¦gimen parlamentario ordenado y eficiente -y hasta desdibujado- y un sistema de pocos y fuertes partidos como fundamento de un orden democr¨¢tico estable.
La obsesi¨®n fue ciertamente legitimar la democracia, y para ello -un tanto en l¨ªnea con lo que hizo C¨¢novas en 1876-, estabilizar la pol¨ªtica, crear un poder y unas instituciones civiles prestigiosas y fuertes y promover un clima de tolerancia y convivencia. En ese proyecto, la guerra civil de 1936-1939 resultaba, como dec¨ªa el profesor P¨¦rez D¨ªaz, referencia ineludible Yo dir¨ªa que la visi¨®n que de la misma exist¨ªa desde la perspectiva de los a?os de la transici¨®n se aproximaba mucho a la del ¨²ltimo Aza?a: la guerra aparec¨ªa como una alucinaci¨®n colee tiva. Pero a?adir¨ªa que esa vi si¨®n -bien distinta por cierto a toda idealizaci¨®n rom¨¢ntica y revolucionaria de la contienda, que suele ser achaque anglosaj¨®n-, lejos de incurrir en olvidos escandalosos o en silencios miserables se apoyaba al t¨ªempo en una clara y l¨²cida conciencia de lo que supusieron la destrucci¨®n de la democracia republicana y la victoria de Franco: las ejecuciones en masa, el exilio, la dictadura. Era esto precisamente lo que hac¨ªa que entender la experiencia republicana, y entender ante todo los errores que las propias fuerzas democr¨¢ticas pudieran haber cometido en aqu¨¦lla, cobrara, a partir de 1975, relevancia inusitada. Se dir¨ªa, pues, que los responsables de la transici¨®n, que los hombres del r¨¦gimen de 1978, hab¨ªan aprendido como primera lecci¨®n de su propia historia lo que ya hab¨ªa dicho Montesquieu 200 a?os antes: que la libertad s¨®lo existe bajo Gobiernos moderados.
Vemos, por tanto, que no era exagerada esa afirmaci¨®n inicial sobre la importancia de la historia. Como que ser¨ªa deseable que la reflexi¨®n hist¨®rica de los espa?oles no se circunscribiera a la guerra civil y se extendiera al conocimiento, siquiera somero, de las principales cuestiones de su historia contempor¨¢nea. Conocer, por ejemplo, el proceso de creaci¨®n del Estado moderno, los or¨ªgenes del poder militar, la naturaleza de la revoluci¨®n liberal, el fracaso de experiencias democr¨¢ticas como las de 1820-1823 o 1868-1874, las dificultades de la industrializaci¨®n del pa¨ªs y las consecuencias de la aparici¨®n de una sociedad urbana y de masas, la historia privativa de Catalu?a, del Pa¨ªs Vasco y de Galicia; estudiar la obra de C¨¢novas o el pensamiento de Ortega o la figura de Aza?a, todo, en suma, interesa sobremanera a la explicaci¨®n cabal de la Espa?a de hoy. Incluso la simple constataci¨®n de que los problemas hist¨®ricos de Espa?a no fueron ni excepcionales ni muy distintos de los de los pa¨ªses de su entorno tiene un alto valor pedag¨®gico y formativo.
Hay, pues, que propiciar un retorno de la historia, por tomar de prestado el t¨ªtulo de otro art¨ªculo reciente del ya citado Raphael Samuel, y hacer que aqu¨¦lla llegue a ser parte esencial de la cultura democr¨¢tica del pa¨ªs, de forma que los espa?oles, por lo dicho al principio, est¨¦n en posesi¨®n de la plenitud de sus derechos civiles y culturales. La ocasi¨®n -quede esto ya s¨®lo para historiadores- no puede ser m¨¢s propicia. Coincide con un cambio esperanzador: llega cuando la historiograr¨ªa espa?ola, salvo por alg¨²n pelmazo, se desprende de las dosis que a¨²n le restaban de aquella candorosa mystique de gauche que la impregn¨® en los a?os sesenta; cuando, por ello, se hace m¨¢s compleja y exigente, m¨¢s radical, m¨¢s cr¨ªtica.
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