El camino rojo
En el amanecer del d¨ªa de la batalla los guerreros ya no se pintan la cara de rojo ni se cubren la cabeza con un tocado de plumas de ¨¢guila antes de cabalgar hacia el enemigo sobre sus r¨¢pidos caballos sin montura ni freno. Tampoco usan arcos y flechas para defenderse, como hace m¨¢s de un siglo, de los soldados que disparaban tranquilamente contra ellos sus Winchester de repetici¨®n, pero tal vez todav¨ªa se alientan los unos a los otros grit¨¢ndose con el v¨¦rtigo del peligro que hoy es un buen d¨ªa para morir. Ahora los guerreros, en vez de pintarse la cara, se la cubren con un pa?uelo como los forajidos de los westerns, y completan su antifaz con unas gafas oscuras, acaso por miedo a ser reconocidos en las fotograf¨ªas. Llevan camisetas ajustadas, gorras de b¨¦isbol, botas militares, y se yerguen sobre las barricadas que han levantado para detener una invasi¨®n que ya dura siglos, sosteniendo con gallard¨ªa y descaro fusiles autom¨¢ticos. En el tedio de julio, las fotos y los despachos de agencia cuentan la lejana sublevaci¨®n de los indios mohawk, que no quieren ver el bosque donde yacen sus muertos talado y convertido en un campo de golf ni seguir resign¨¢ndose al oprobio de una retirada que los trajo a Canad¨¢ -"la tierra de la Gran Abuela", la llamaban los sioux- cuando el ferrocarril y el ej¨¦rcito y las rapaces compa?¨ªas mineras los expulsaron de los territorios que hab¨ªan sido suyos desde siempre, y seguir¨ªan si¨¦ndolo, les aseguraban los emisarios del Padre Blanco de Washington, "mientras el agua fluyera y creciera la hierba". Pero aquellos hombres p¨¢lidos y barbudos, que vest¨ªan levitas oscuras y manejaban legajos, nunca cumplieron sus promesas, y el agua dej¨® de fluir y la hierba de crecer porque los guerreros y sus mujeres y sus hijos fueron acosados y diezmados, y los supervivientes de aquel exterminio, confinados al destierro en reservas des¨¦rticas donde, para agravar la humillaci¨®n, se les oblig¨® a vivir en casas rectangulares, circunstancia que para nosotros es irrelevante, pero que para ellos, acostumbrados a concebir el mundo y la vida en comunidad como un c¨ªrculo sagrado, constitu¨ªa no s¨®lo una afrenta, sino una ruptura irreparable del orden de las cosas.Seguramente los guerreros mohawk ser¨¢n vencidos otra vez y las excavadoras arrasar¨¢n el bosque de sus antepasados con la misma eficacia con que los fusiles de los cazadores blancos aniquilaron a las manadas oce¨¢nicas de bisontes para que los indios no tuvieran carne de la que alimentarse ni pieles con las que hacer sus vestidos y sus tiendas de n¨®madas y ni siquiera tendones curtidos para sus arcos. En el verano de 1990 los guerreros han recobrado el coraje de las causas in¨²tiles, tan denostado en estos tiempos que hasta las novelas y el cine le niegan ya su hospitalidad, y es posible que algunos de ellos adviertan que su fugaz rebeld¨ªa es la conmemoraci¨®n de otra batalla que casi no lleg¨® a serlo, por que no fue m¨¢s que una rigurosa matanza de mujeres y ni?os celebrada por el ej¨¦rcito norteamericano el 29 de diciembre de 1890 en un lugar llamado Wounded Knee.Alguien ha escrito que el fin del mundo es un hecho frecuente: sucede cada vez que muere un hombre. Para los indios norteamericanos el apocalipsis ocurri¨® hace unos cien a?os, y el d¨ªa del juicio universal fue una ma?ana helada y luminosa de invierno: "Mujeres, ni?os y reci¨¦n nacidos muertos o heridos yac¨ªan dispersos en los lugares por donde hab¨ªan intentado huir. Los soldados los hab¨ªan perseguido mientras corr¨ªan y los hab¨ªan matado. Algunas veces los cad¨¢veres estaban amontonados, porque hab¨ªan tratado de cobijarse entre s¨ª, y otras, diseminados por todas partes. Grupos enteros de ellos hab¨ªan sido asesinados y despedazados a ca?onazos. Vi a una criatura tratando de mamar, pero su madre estaba ensangrentada y muerta...". Estas palabras pertenecen a un testigo de la matanza de Wounded Knee. Se llamaba Alce Negro, y cuando cont¨® su historia a un escritor norteamericano que fue a entrevistarle en 1931 era un septuagenario casi ciego que no ten¨ªa miedo de morir, sino de que su memoria se perdiera y, con ella, la del pueblo vencido al que pertenec¨ªa y el testimonio del mundo que hab¨ªa conocido. Aquel anciano pesaroso que viv¨ªa en una choza de troncos levantada en la tierra est¨¦ril de una reserva y que ni siquiera hablaba ingl¨¦s hab¨ªa sido un joven h¨¦roe, un cazador, un guerrero, un m¨¦dico, un visionario, un brujo. En su primera infancia, cuando se negaba a comer, su madre le amenazaba con entregarle a los hombres blancos, los wasichus, a los que ¨¦l, venturosamente, no hab¨ªa visto nunca. A los 13 a?os presenci¨®, tan aturdido como Fabrizio del Dongo en Waterloo, la batalla de Little Big Horn, donde los sioux dieron muerte al general Custer para mayor gloria de Errol Flynn y de la ¨¦pica mentirosa del cine. Antes de cumplir 30 a?os ya era un superviviente del apocalipsis. Lo enrolaron contra su voluntad en el circo siniestro de Buffalo Bill; vio como una pesadilla inexplicable los edificios y las luces nocturnas de Nueva York; cruz¨® el mar en la bodega de un transatl¨¢ntico y temi¨® que ¨¦ste caer¨ªa a un abismo cuando llegara al final de las aguas; vio venir en una carroza resplandeciente a la reina Victoria, a la que ¨¦l llamaba la Abuela Inglaterra; anduvo varios d¨ªas perdido por las calles de Manchester, donde su larga cabellera negra y sus rasgos cobrizos sembrar¨ªan un desconcierto no inferior al que provocaban en su imaginaci¨®n las m¨¢quinas y las -ciudades y los mares de los hombres blancos; volvi¨® a Am¨¦rica para asistir a la lenta extinci¨®n de su pueblo, desterrado del camino rojo, que era para ellos el de las cacer¨ªas felices y las batallas victoriosas, extraviado para siempre en el camino negro, el del hambre y las retiradas invernales, el de la rendici¨®n y el fracaso.
Dice Cioran que el tiempo, c¨®mplice de los exterminadores, destruye la moral. Basta la distancia de algunos a?os, o incluso de unos pocos kil¨®metros, para que cualquier atrocidad se desdibuje en la indiferencia de la historia o en la lectura distra¨ªda de una cr¨®nica de sucesos: no hay crimen del pasado, no hay abuso ni tiran¨ªa que por el simple hecho de haber ocurrido no acaben pareciendo indiscutibles y leg¨ªtimos. Leyendo las palabras de Alce Negro sentirnos la matanza de Wounded Knee como una injuria, corno una desgracia que nos ha ocurrido a nosotros. Estudiada en un Ebro de historia se convierte en una peripecia menor inevitablemente exigida por las leyes del progreso o por la l¨®gica impasible del desarrollo econ¨®mico. Pero resignarse moralmente al pasado es tal vez el mejor preludio para resignarse al presente, y considerar natural un genocidio cometido hace un siglo puede peligrosamente inducirnos a aceptar con igual naturalidad a los exterminadores de ahora mismo, a los madereros que incendian y saquean las selvas del Amazonas, a la apacible junta directiva de ese club de golf canadiense que ha estimado oportuno extender las vallas met¨¢licas de su propiedad en direcci¨®n a un bosque donde habitan las almas en pena de los difuntos mohawk. Cabe pensar que para quienes han perdido un continente entero la p¨¦rdida de un solo bosque no deber¨ªa tener ya demasiada importancia. Durante generaciones, esos hombres sin tierra y sin porvenir han transitado el camino negro. Ahora se visten de guerreros y esgrimen sus armas autom¨¢ticas con la misma gallard¨ªa suicida con que en otro tiempo tensaron sus arcos, y antes de sucumbir a los disparos y a los gases lacrim¨®genos de la polic¨ªa y de escuchar el rugido de las excavadoras que vulnerar¨¢n la tierra de sus muertos sue?an que el fin del mundo no lleg¨® a sucederles y que han regresado al camino rojo, el de la libertad y el valor, el que ya no frecuentan los desacreditados h¨¦roes de la realidad ni los proscritos ilusorios del cine.
es escritor.
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