"Muerto cay¨® Federico"
Un testigo presencial relata una versi¨®n in¨¦dita del asesinato del poeta
Siendo yo director de hospitales del ej¨¦rcito republicano de Andaluc¨ªa, con sede en Baza (Granada), a las ¨®rdenes del coronel Adolfo Prada, la Jefatura de Transportes puso a mis ¨®rdenes, como conductor de autom¨®vil, a un joven de 25 a 30 a?os que acababa de ser puesto en libertad por el SIM, tras haber estado unos meses detenido por indocumentado y fugado de Granada (1937). Se llamaba H¨¦ctor, pero no recuerdo sus apellidos; me queda, no obstante, una ligera impresi¨®n en la memoria de que deb¨ªa de tener familiares o amigos en Huercal-Overa, porque, cada vez que ¨ªbamos al hospitalillo all¨ª instalado, me ped¨ªa autorizaci¨®n para ir a almorzar con sus afines. Eficaz y leal, pronto fraternizamos lo suficiente para que, a los dos o tres meses de estar conmigo, y mientras almorz¨¢bamos juntos en Linares, me relatara, en un rasgo de sinceridad, nada m¨¢s y nada menos que haber sido testigo presencial del asesinato de Federico Garc¨ªa Lorca.Voy a reproducir su relato con tres advertencias previas. Primera, que por no haber tomado notas de lo sucedido, a mis 83 a?os he olvidado muchos datos (fechas concretas, nombres de personas y lugares, etc¨¦tera); expongo solamente, sin silenciar nada, lo que en mi memoria perdura como rese?able. Segunda, que en tiempo muy reciente anunci¨¦ algo de ello, por carta, a un amigo y conocido biografiador de Lorca, y su dubitativa respuesta me molest¨® un tanto y adopt¨¦ la resoluci¨®n de transcribir yo lo que quer¨ªa decirle. Tercera, ?fue absolutamente ver¨ªdico, en todos sus detalles, cuanto me fue descrito? Yo entonces lo cre¨ª, tal era su verosimilitud.
El citado H¨¦ctor creo que era hijo de un taxista de Granada, y tambi¨¦n ejerc¨ªa como tal. Su padre y ¨¦l hab¨ªan servido muchas veces a los familiares de Garc¨ªa Lorca y a ¨¦ste, a Fernando de los R¨ªos, a los doctores Otero y Duarte, al socialista Menoyo (creo que ex alcalde de Granada) y hasta a Falla. ¨²nicamente cito a aquellos cuyos nombres yo tambi¨¦n conoc¨ªa. Un ilustre m¨¦dico de aquella capital, cardi¨®logo ya fallecido, me inform¨® en 1939 que en una parada de taxis, pr¨®xima a su casa, hab¨ªa estado aparcando alg¨²n tiempo un taxista de pelo blanco al que en los comienzos de la contienda le hab¨ªa desaparecido un hijo, por lo que lo tuvieron en la c¨¢rcel unos meses, sospechando que ¨¦ste se hab¨ªa pasado a la zona roja con su consentimiento.
H¨¦ctor me cont¨® que el mismo d¨ªa de la sublevaci¨®n fueron requisados y movilizados en Granada todos los taxis y coches de alquiler. Bien avanzada la noche del 18 de agosto de 1936, H¨¦ctor, que estaba movilizado y permanec¨ªa recostado en un sof¨¢ de enea del Gobierno Civil, fue avisado con urgencia para que bajara a hacer un servicio. As¨ª lo hizo. El que dio la orden, y a gritos, fue el propio gobernador; exactamente as¨ª lo vio. Se puso al volante del coche y a toda rapidez introdujeron en el mismo a una pareja de esposados, en camisa, con dos falangistas y un guardia civil. En el acto salieron hacia el sitio que le indican Los falangistas subieron al interior del coche con los presos, y el guardia se sent¨® junto a H¨¦ctor, probablemente para vigilar su modo de conducir y marcar la ruta que habr¨ªan de seguir; detr¨¢s de ellos sali¨® una camioneta en la que iban de ocho a diez personas; y en un tercer autom¨®vil, ¨¦ste particular de alguien conocido, otras cuatro o seis, dos de ellas toreros de Granada. H¨¦ctor no pudo ver las caras de sus conducidos porque, cuando baj¨®, los presos estaban ya en el coche y porque no ve¨ªa en el espejo retrovisor por la oscuridad de la noche. Tras algunas paradas en dos grandes edificios, creo que ya en Viznar (uno de ellos una antigua colonia infantil), llegaron al sitio que ya ten¨ªan previsto e hicieron bajar a todos con violencia y prisas. Empezaba a clarear muy poco a poco el d¨ªa. Seg¨²n H¨¦ctor, el que vest¨ªa uniforme de la guardia civil era uno de los menos mandones. Ya todos fuera de los coches y alumbrados por linternas, H¨¦ctor reconoci¨® con susto y sorpresa haber llevado a Federico Garc¨ªa Lorca, esposado con un hombre muy canoso y muy cojo. No se atrevi¨® a saludar "a don Federico" -como ¨¦l sol¨ªa llamarlo- por el terror¨ªfico miedo que le entr¨® -era la primera vez que cumpl¨ªa tal misi¨®n-; se hizo el disimulado, pero estuvo a punto de llorar porque imaginaba lo que iba a ocurrir. Durante todo el trayecto, desde Granada, hab¨ªa o¨ªdo los insultos de unos y las imploraciones y quejas de los otros que iban dentro; el guardia civil no dijo ni p¨ªo. Los falangistas llevaban fusiles; el guardia civil, una gran pistola que no us¨® en ning¨²n momento. Nada m¨¢s bajarse de los coches empezaron a empujar a los detenidos para que anduvieran con rapidez, hasta que, pocos metros m¨¢s abajo, llegaron a unas fosas hechas a diferentes niveles del terreno Inclinado, y de distinta profundidad. H¨¦ctor se qued¨® unos pasos atr¨¢s y, horrorizado, tuvo que contemplar c¨®mo Federico preguntaba llorando y gritando qu¨¦ hab¨ªa hecho para que le trataran as¨ª, con otras frases reprochantes para algunos de aquellos asesinos a quienes quiz¨¢ hab¨ªa considerado tiempo antes como amigos. A Federico le dieron un empuj¨®n que le hizo caer en el interior de una fosa, arrastrando a su compa?ero esposado. Se levant¨®; y cuando estaba ayudando a levantarse a su inv¨¢lido compa?ero, dio un grito desgarrador que H¨¦ctor no entendi¨®, pero que pudo ser un reproche insultante para los persecutores a juzgar por la reacci¨®n del que antes le empujara, un sujeto con bigot¨ªn, quien, llam¨¢ndole a gritos "maric¨®n rojo", bolchevique y otras cosas, blandi¨® el fusil por el ca?¨®n y le asest¨® un terrible culatazo en el cr¨¢neo que a H¨¦ctor le son¨® como si le hubieran roto el hueso. H¨¦ctor se volvi¨® espantado hacia otro lado al verlos tirados en el suelo, y los dos falangistas dispararon una larga serie de tiros a Federico, mientras verbalmente y en plena exaltaci¨®n se cagaban en todo lo cagable, especialmente en la madre del poeta. Encima de los fusilados todav¨ªa escupieron repetidas veces. ("Muerto cay¨® Federico, / sangre en la frente y plomo en las entra?as". Ni que lo hubiera visto don Antonio, pues ten¨ªa la frente y los ojos envueltos en sangre).
A los dem¨¢s los fusilaron a continuaci¨®n por parejas; los toreros fueron los dos siguientes. H¨¦ctor oy¨® algunos vivas a la Rep¨²blica y toda una variedad de reacciones personales. Aquella noche mataron de 10 a 12 presos.
H¨¦ctor se sinti¨® enfermo, se mare¨®, estando a punto de desmayarse; vomit¨® sobre su propia ropa, y le entr¨® una indisposici¨®n de vientre que le oblig¨® a retirarse unos metros y hacer su deposici¨®n diarreica a la vista de alguno de los matones, cuyo nombre me cit¨®, que se ri¨® de ¨¦l dici¨¦ndole que fuera prepar¨¢ndose, pues ya le llegar¨ªan d¨ªa y hora. Tras aquellas ejecuciones volvieron a los coches, conduciendo H¨¦ctor el suyo con enorme nerviosismo, y fueron a una casa pr¨®xima (creo que llamada del Arzobispo o algo parecido) donde se bajaron y entraron a tomar unas copas,
"Muerto cay¨® Federico"
sin duda para festejar los cr¨ªmenes. Los dos conductores de los autom¨®viles -no el de la camioneta- se quedaron fuera, y all¨ª H¨¦ctor se enter¨® por su compa?ero, ya con experiencia de esas noches, de que la fosas eran cavadas durante: el d¨ªa por otros que acud¨ªan por la ma?ana para enterrar los cad¨¢veres de la noche anterior y construir otras.Viendo que el otro conductor se retiraba unos metros para orinar, H¨¦ctor, que conoc¨ªa bien aquella casa desde mucho tiempo antes, vio una bicicleta apoyada en un cobertizo y, en ella, sin pensarlo dos veces, sali¨® huyendo por detr¨¢s de la casa carretera adelante y por caminos diversos que ¨¦l conoc¨ªa mejor que nadie, escondi¨¦ndose cuantas veces ve¨ªa acercarse faros de coche o gente; pronto cogi¨® la ruta deseada hacia la zona republicana. El d¨ªa 20, y despu¨¦s de algunas desviaciones por los campos y montes, lleg¨® a Purullena, pueblo de cuevas pr¨®ximo a Guadix, donde un gitano, antiguo buen amigo, le tuvo escondido varios d¨ªas. Pero desgraciadamente las tropas republicanas que: vigilaban la zona le detuvieron por indocumentado, cuando y a los amigos gitanos le hab¨ªan encontrado una documentaci¨®n de afiliado a la CNT. Encerrado en la c¨¢rcel de Guadix, durante las navidades de 1936, le trasladaron despu¨¦s a Baza para ser juzgado por el SIM, que afortunadamente le dej¨® en libertad, colaborando en su liberaci¨®n el jefe del IX Cuerpo de Ej¨¦rcito, se?or Menoyo, que le conoc¨ªa; pero, seg¨²n H¨¦ctor me dijo, no le relat¨® su presencia en el asesinato por si acaso...
Lo hasta aqu¨ª relatado es cuanto s¨¦ y conozco del caso. Todo lo que despu¨¦s he aprendido sobre la muerte de Federico procede de lecturas, ninguna de las cuales me hizo tanta mella como en su d¨ªa el relato de H¨¦ctor. Comprendo, por otra parte, todas las dudas habidas. Pero puedo informar sobre la construcci¨®n de aquellas fosas, porque el due?o del hotel Espa?a (situado a dos casas del casino), que bondadosamente me escondi¨® en 1939 hasta que me metieron en prisi¨®n, fue uno de los desgraciados que por la ma?ana, con azad¨®n y pala, echaban tierra encima de los fusilados la noche anterior y constru¨ªan el que tambi¨¦n habr¨ªa de ser su ulterior eterno refugio. Hab¨ªa sido acusado de mas¨®n sin serlo. Me averg¨¹enza no recordar ahora su nombre y apellidos, que durante muchos a?os conserv¨¦ con la l¨®gica gratitud en la memoria. En la primavera de 1939 era un hombre de unos 40 a?os, de talla media tirando a grueso, y con gafas. Su esposa era morena y ten¨ªan una hija entonces adolescente. A pesar de su propia experiencia, y de conocer mis antecedentes personales, tuvo la extra?a valent¨ªa de cobijarme en los d¨ªas m¨¢s dif¨ªciles de mi vida, en la inmediata posguerra. Ni siquiera s¨¦ si el hotel Espa?a existe todav¨ªa.
No quise dar antes publicidad a ese relato por varios motivos, entre ellos el deseo de no someter a los familiares de Lorca al conocimiento detallado de la monstruosidad del evento; y otro, que yo me compromet¨ª por mi honor, ante el relator, a guardar silencio p¨²blico, que ¨¦l mismo romper¨ªa cuando lo considerara pertinente.
S¨®lo cuatro personas tuvimos noticia de esas cosas. Durante la guerra civil, mi ayudante R. Herrera, que oy¨® parte del relato; el coronel Prada, con quien yo conviv¨ªa y al que secretamente lo cont¨¦ por lealtad; y el jefe del SIM, se?or Arias (esto ¨²ltimo lo doy por supuesto ante su decisi¨®n de poner en libertad pronto a un detenido indocumentado procedente y fugado de Granada y testigo de un crimen hist¨®rico). Despu¨¦s de la guerra solamente lo cont¨¦, hace cerca de un a?o, a mi buen amigo Luis Rosales, en casa del doctor F. Tejerina. Estoy convencido de que ninguno de ellos lo revel¨®. Cuando en un viaje de conferencias por Am¨¦rica contact¨¦, en La Habana, con R. Herrera, que era secretario de Hemingway, me dijo hab¨¦rselo contado, pero ¨¦ste no lo public¨® en parte alguna. Quiz¨¢ sobreviva todav¨ªa alguno de los falangistas que lo mataron, que entonces eran j¨®venes, para prolongado bald¨®n de su memoria.
?Qu¨¦ habr¨¢ sido de aquel buen H¨¦ctor, que no pod¨ªa borrar de su memoria lo visto el 18 de agosto de 1936 a pesar de su sucesivo encarcelamiento entre letrinas malolientes, y que, el ¨²ltimo d¨ªa de la guerra en Baza, cuando yo no ten¨ªa ya mando alguno y los franquistas campaban por sus respetos en la ocupaci¨®n del cuartel general y diciendo una misa en la plaza, a las ¨®rdenes de un coronel Redondo -creo que de caballer¨ªa y muy parecido a Alfonso XIII-, tuvo el respetuoso pero tard¨ªo gesto de pedirme permiso para escaparse a toda velocidad en una ambulancia hacia Alicante? Todas las conjeturas son posibles.
M¨¢s de medio siglo ha transcurrido desde que me hicieron ese relato. Ya en mi vejez lo desembucho p¨²blicamente para m¨¢s completo enjuiciamiento del hiperalevoso crimen. "Que fue en Granada... -?pobre Granada!-, en su Granada...". Por lo menos me quedar¨¢, mientras viva, la satisfacci¨®n de no llevarme el secreto al otro mundo.
, de 83 a?os, es cardi¨®logo y escritor.
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