C¨¢lculo y solidaridad
En los ¨²ltimos a?os, mientras las cabezas de vocaci¨®n filos¨®fica se afanaban por comprender los cada vez m¨¢s extensos y herm¨¦ticos trabajos de J¨¹rgen Habermas, en las ciencias sociales se ha ido extendiendo un modo de explicaci¨®n, procedente de la econom¨ªa, al que se suele denominar de la elecci¨®n racional o, para los m¨¢s cosmopolitas, rational choice.Seg¨²n este punto de vista, cuando hay elecciones, por ejemplo, una persona racional se sienta con un papel y un l¨¢piz y trata de calcular cu¨¢l es el programa de Gobierno que le puede favorecer m¨¢s y cu¨¢les son las probabilidades de que gane. Si una vez hecha su elecci¨®n resulta que la esperanza matem¨¢tica de que su voto le d¨¦ buenos resultados es superior al esfuerzo de ir a votar (que en d¨ªa festivo o de mucho calor puede ser significativo), el ciudadano vota a su elegido. Si le parece que su candidato va a ganar de todas formas, o que no tiene ninguna posibilidad, se queda en casa o se va a la playa. Pero, en todo caso, elige en funci¨®n de sus intereses.
Es un modo de explicaci¨®n elegante y coherente, pero sus mismos defensores son conscientes de que rara vez da cuenta de lo que la gente hace realmente. Esto se puede atribuir a la persistencia de una entidad premoderna y r¨²stica, la comunidad, dentro de la cual las ventajas individuales se posponen a la lealtad. Puede que, por lealtad familiar, una persona cuya familia se vio severamente perjudicada en la guerra civil por uno de los bandos no vote al programa m¨¢s favorable a sus intereses particulares sino al que mejor represente la memoria hist¨®rica de los familiares desaparecidos.
Desde el punto de vista de la elecci¨®n racional, esta conducta no s¨®lo no es cuerda sino que resulta una ordinariez. Pero no es evidente que sea irracional en sentido estricto. S¨®lo lo es en t¨¦rminos mercantiles o, si se quiere, de intercambio especificado: yo te doy mi voto y t¨² me bajas los impuestos, yo te arreglo el coche y t¨² me pagas la factura. Pero hay otro modelo de intercambio, el intercambio generalizado, en el que rige el principio de dar sin esperar recompensa inmediata pero contando con que la lealtad significar¨¢ una recompensa diferida superior a las recompensas inmediatas que ofrecer¨ªa el ego¨ªsmo.
Esto explica, por ejemplo, la actitud de los mineros ingleses que tan malos ratos hicieron pasar a Thatcher: resistieron tan duramente porque daban m¨¢s importancia a la opini¨®n de su propia comunidad que a las posibles ventajas individuales. Pero la moraleja de su derrota ser¨ªa que esta actitud es poco moderna y conducea la derrota colectiva. Y lo que es m¨¢s, los mineros se comportaban as¨ª porque eran una comunidad, un grupo estable y semiaislado, que se cobrar¨ªa un alto precio social por la deslealtad, pero a cambio pod¨ªa premiar, en t¨¦rminos de reconocimiento y de solidaridad material, a los miembros fieles a los intereses colectivos.
La mayor parte de nosotros no vive en nada parecido a una comunidad: nuestra familia, nuestras amistades, nuestroscompa?eros de trabajo y nuestros vecinos configuran medios sociales muy diferentes, y una persona puede comportarse como un perfecto esquirol sin perder el respeto de sus amigos y vecinos, o ser un vecino insoportable sin que esto afecte a sus relaciones laborales. Y, sin embargo, no es evidente que sin cierta idea de lealtad mutua, sin lo que se suele llamar sentimiento de ciudadan¨ªa, se pueda llegar a una sociedad vivible.
Si no se corren riesgos en funci¨®n de valores colectivos no se puede pedir a los dem¨¢s que lo hagan. Si en una dictadura no se le abre la puerta a un manifestante perseguido, por ejemplo, no tiene mucho sentido quejarse luego si le pinchan a uno en la calle y nadie le defiende. Se puede pensar que la actitud de no meterse en l¨ªos es la m¨¢s correcta desde el punto de vista de la elecci¨®n racional, y sin embargo no parece una buena base para la convivencia social.
?ste es uno de los temas m¨¢s antiguos de la sociolog¨ªa: c¨®mo se hacen coexistir el inter¨¦s privado, ¨²nica regla en el intercambio mercantil, y un principio de solidaridad que garantice la cohesi¨®n social. El pensamiento conservador ha buscado siempre una reafirmaci¨®n de la religi¨®n como principio sagrado de unificaci¨®n social, siguiendo la vieja intuici¨®n de Durkheini. Pero es muy posible que la religi¨®n funcione as¨ª tan s¨®lo en grupos peque?os, estables en el espacio yen el tiempo, como las comunidades campesinas premodernas o las poblaciones mineras.
En una sociedad compleja parece dificIl volver, por tanto, a los principios tradicionales de solidaridad, lo que nos dejar¨ªa en manos de las relaciones mercantiles como ¨²nico v¨ªnculo social. Y hoy una persona con altos ingresos prefiere pagar polic¨ªa y ense?anza privadas, por poner dos ejemplos, antes que pagar m¨¢s impuestos. Pero no es nada obvio que se pueda seguir indefinidamente en esa l¨ªnea, porque hay cuestiones de calidad de vida que no se pueden resolver con mayor gasto privado: se puede comprar la mejor vivienda, en un sitio privilegiado, pero no resolver el acceso al centro de la ciudad sin inversiones en obras p¨²blicas.
Despu¨¦s de la 11 Guerra Mundial pareci¨® existir una forma de combinar inter¨¦s individual y solidaridad, a trav¨¦s de lo que llamamos Estado de bienestar, que a fin de cuentas no es m¨¢s que un sistema de intercambio generalizado, en el que todos contribuyen a trav¨¦s del Estado (mediante sus impuestos) a la soluci¨®n de los problemas colectivos. El ciudadano que paga sus impuestos espera una recompensa diferida a trav¨¦s de los servicios p¨²blicos y las prestaciones sociales. Cree que los primeros deben funcionar para todos y que las segundas estar¨¢n ah¨ª para quienes las necesiten, aunque ¨¦l no sea uno de ellos.
El problema es que esa forma de intercambio generalizado se vino abajo con la crisis de los a?os setenta, pues la clave de la solidaridad a trav¨¦s del intercambio generalizado es una cierta estabilidad en las relaciones sociales para que existan garant¨ªas de que la contribuci¨®n a la comunidad se materializar¨¢ en recompensas diferidas. Perola crisis fiscal del Estado comenz¨® a significar que las contribuciones a la colectividad (en forma de impuestos) crec¨ªan, a la vez que las recompensas (servicios p¨²blicos y pensiones) se deterioraban o se esfumaban frente a la inflaci¨®n. Las reglas de juego colectivas dejaron de funcionar, y de aqu¨ª el particularismo corporativo, el individualismo, el narcisismo y todas las dem¨¢s pestes.
Parec¨ªa que la recuperaci¨®n econ¨®mica era la que hab¨ªa fomentado la insofidaridad: podemos pensar que fue al rev¨¦s, que fue la crisis la que trajo la insofidaridad y que sobre ese terreno ya abonado el riesgo de dinero hizo crecer el espectacular despliegue de consurri¨ªsmo y ostentaci¨®n que asociamos a los a?os ochenta. Pero ahora la crisis del Golfo nos puede traer un nuevo per¨ªodo de ajuste (en el mejor de los casos) o quiz¨¢ una guerra y una dura recesi¨®n. Si fuimos insolidarios a las maduras, ?podremos ser solidarios en las duras?
Cuando van mal las cosas es dificil sobrevivir en solitario, por mucho que se calcule racionalmente. Dice AxeIrod que a cooperar se aprende jugando varias veces un mismo juego competitivo. Esta generaci¨®n puede tener el discutible privilegio de volver a jugar la partida del ajuste econ¨®mico, y podria demostrar que ha aprendido algo, tratando de fijar unas reglas cooperativas de juego en las que haya acuerdo sobre lo que cada uno deber¨¢ pagar y lo que puede esperar recibir. Pero se dir¨ªa, a simple vista, que no hay que hacerse ilusiones, y que volveremos a ver una variante del dilema del prisionero, el viejo caso de teor¨ªa de juegos en el que todos pierden por querer ser m¨¢s listos que los dem¨¢s.
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