El interes de los hombres
En estas mismas p¨¢ginas, en pleno mes de agosto, ha tenido el lector ocasi¨®n de leer un art¨ªculo de Julio Llamazares, titulado Los hombres interesantes, en el que se comentaba el hecho algo frecuente del matrimonio entre un intelectual de edad y una mujer muchos a?os m¨¢s joven. No me pareci¨® advertir, en el texto de mi amigo y escritor Julio Llamazares la intenci¨®n de dar con una explicaci¨®n, como no pod¨ªa ser de otro modo, porque toda explicaci¨®n gen¨¦rica pecar¨ªa de simple, a este tipo de emparejamientos. Se trataba de un mero comentario, en tono de asombro, que acababa se?alando la falta de simetr¨ªa del fen¨®meno: no conocemos muchos casos de mujer intelectual madura que conviva con joven m¨¢s o menos atractivo. El art¨ªculo en cuesti¨®n era, sobre todo, una invitaci¨®n a la reflexi¨®n, y a ella concurro porque sobre este asunto de las relaciones entre los hombres y las mujeres todos tenemos nuestra opini¨®n, basada en la observaci¨®n y en la experiencia; y hay opiniones para todos los gustos porque el punto de vista desde el que nos podemos situar es muy variable y porque no es ¨¦ste un terreno al que la ciencia matem¨¢tica haya llegado a aplicar con ¨¦xito sus herramientas de trabajo.No creo que el vago atributo de interesante sea utilizado ¨²nicamente con referencia a los hombres, aunque sospecho que las mujeres (entrando ya en la inevitable generalizaci¨®n) tienen un criterio m¨¢s amplio a la hora de delimitar sus gustos y as¨ª, para exasperaci¨®n de muchos hombres que se tienen por guapos, una mujer puede encontrar atractivo a un hombre feo, sea porqu9 tenga una mirada penetrante, un tono de voz profundo o una sugerente manera de mover las manos. O simplemente porque sea simp¨¢tico y educado, te coja la maleta cuando vas por el aeropuerto o te invite a una cerveza en un momento de insufrible sed. En suma, no parece que las mujeres est¨¦n tan centradas, para catalogar a los hombres, en las virtudes meramente carnales, que suelen considerarse, en la mitolog¨ªa masculina, las principales responsables de un posible e irresistible encanto. ?Podr¨ªa deducirse de esto que la mujer est¨¢, en sus gustos, menos limitada que el hombre? ?Que sus necesidades de conquista son menos imperiosas y menos concretas? Lo curioso (y me atrever¨ªa a decir que injusto) es que esa amplitud de criterio, esa capacidad de las mujeres para encontrar diferentes rasgos agradables en sus oponentes (llam¨¦mosles as¨ª), ha tenido una consecuencia en principio imprevisible: estimular la vanidad de los hombres. Casi todos los hombres (menos los verdaderamente acomplejados, que todav¨ªa dan m¨¢s problemas), por una raz¨®n o por otra, se sienten atractivos. Todos se creen muy dignos de bailar con la chica m¨¢s guapa de la fiesta. Es, por lo contrario, muy improbable que una chica de belleza media se crea con los suficientes atributos como para conquistar al chico m¨¢s sobresaliente. Consciente de que ser¨¢, en primer lugar, juzgada por su f¨ªsico, tal vez ni siquiera ose levantar sus ojos hac¨ªa ¨¦l. Es as¨ª c¨®mo una cualidad -la amplitud de criterio- que puede parece rventajosa ha acabado jug¨¢ndole una mala pasada a la mujer. Con ella (exagerando), s¨®lo ha conseguido que los hombres se vuelvan m¨¢s seguros y en ocasiones insoportablemente engre¨ªdos. A simple vista, el trato parece desventajoso para la mujer: da m¨¢s por menos, aunque, curiosamente, no puede dejar de dar, sobre todo si considera que ese dar m¨¢s es una indiscutible virtud de la que no tiene por qu¨¦ desprenderse.
Pero ¨¦sta es una parte de la cuesti¨®n, y seguramente no la m¨¢s pertinente para el asunto que nos ocupa. S¨®lo conviene recordarla cuando se clasifica y enjuicia a mujeres y hombres. Lo que verdaderamente importa aqu¨ª es esa falta de simetr¨ªa en el asunto de los emparejamientos (no hay tantas mujeres intelectuales maduras conviviendo con j¨®venes, etc¨¦tera). ?Por qu¨¦? ?Alguien cree de verdad que en una sociedad como la nuestra, en la que todo se puede comprar y vender, en la que, en suma, todo tiene un, precio, una mujer madura no hallar¨ªa un excelente joven con quien querer vivir? Parecer¨ªa verdaderamente extra?o, por no decir incongruente, que, tal y como est¨¢n las cosas, hubiera verdadera carest¨ªa de j¨®venes (en la amplia gama que va del musculoso y bronceado mozo que pulula por las playas lanzando mi" sadas de provocaci¨®p a las se?oras solitarias, al melanc¨®lico o pedante profesor de literatura) con que atender a las necesidades de cuatro o cinco mujeres intelectuales maduras. Creo que toda mujer que se lo proponga, todo lo madura e intelectual que se quiera (y no pobre, como no son pobres los hombres que Julio Llamazares citaba en su art¨ªculo), puede conseguir que un joven viva con ella. El problema, entonces, es: ?tiene la mujer esa necesidad que al parecer acomete con cierta fre¨¦uencia al hombre? ?Es la mujer menos propensa que el hombre al sentimiento que lo arroja en brazos de mujeres m¨¢s j¨®venes? Si la respuesta a esta ¨²ltima cuesti¨®n es, como sospecho, afirmativa, deber¨ªamos tratar de explicarnos por qu¨¦.
Creo que hay m¨¢s relat¨ªvismo y escepticismo en la actitud de la mujer, (biol¨®gicamente, m¨¢s apegada a la vida, m¨¢s realista) que en la del hombre. Me resulta muy dif¨ªcil imaginar que una mujer de edad, en el caso de que se pueda enamorar, se crea que un joven se haya enamorado de ella. No lo espera, y, por tanto, no le resulta veros¨ªmil, porque las esperanzas (no las ambiciones) se van adaptando a lo que ofrece la vida. Supongamos que pueda prescindir del amor, que no considere necesario que el joven est¨¦ enamorado de ella, que simplemente pida que la acompa?e, la cuide un poco y alabe de vez en cuando sus escritos. Sin duda, ser¨ªa agradable para una mujer madura -Y para toda persona- tener cerca una persona as¨ª, pero no esencial. Ese hipot¨¦tico joven no vendr¨ªa a remediar profundamente nada porque la mujer ha ido aceptando (muchas veces con gran amargura) su soledad desde mucho antes, desde el principio de su madurez. Ha aprendido que fuera de s¨ª misma no hay nada que la salve, que no existen los espejismos. Ese joven -con sus l¨®gicas o il¨®gicas costumbres y man¨ªas, tal vez deambulando todo el d¨ªa por la casa o siempre colgado del tel¨¦fono, como el amigo de Marguerite Duras- hasta podr¨ªa ser una molestia. La convivencia con el hombre (con todas las ventajas que representa, y, repasando el papel que una y otro han jugado en la historia, se me dir¨¢ que la mujer debe al hombre el sustento material y la consideraci¨®n social) tiene un coste muy elevado para la mujer, y as¨ª est¨¢ comprobado que las viudas alcanzan muchas veces una segunda juventud, mientras que los viudos o vuelven a casarse o se vienen abajo.
Y ¨¦ste es, creo yo, el n¨²cleo de la cuesti¨®n: el hombre nunca renuncia a su af¨¢n de dominio sobre la mujer; es la fuente que le da la vida. Se aferra a ella como a tabla de salvaci¨®n, y bebe de su vitalidad hasta el ¨²ltimo suspiro. Eternamente adolescente, ¨¦l hombre siempre espera la admiraci¨®n y el amor de la mujer, siempre se siente digno receptor de efia. Las mujeres, a quienes la vida ha dejado bastante m¨¢s solas, no pueden cerrar los ojos con tanta frecuencia, facilidad o entusiasmo.
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