Carolina
Casi nacimos juntos. Ella, princesa de papel, y nosotros, asomados a sus fotograf¨ªas. La quisimos novia imposible y la hicimos hermana para no perderla. Esa generaci¨®n de treinta?eros, crecida entre la utop¨ªa y el cr¨¦dito hipotecario, siempre tuvo una Carolina asomada a los pliegues de los cuentos de hadas que todav¨ªa hoy nos arrullan las cabezadas de sala de espera y peluquer¨ªa. La vimos crecer como una isla volc¨¢nica entre los Alpes y el mar y siempre deseamos que alg¨²n d¨ªa Carolina llegara a las puertas del Instituto a bordo del Aston Martin de James Bond y nos llevara a su jard¨ªn de la Rivera. Para muchos chavales torpes aprendices de la masculinidad, Carolina fue la ¨²nica mu?eca que nos permit¨ªamos. Envidiamos al joven Rossellini y hasta le consideramos, m¨¢s que un novio, un delegado de todos nuestros amores sin salida. Sentimos la verg¨¹enza de los celos cuando un chuleta. fond¨®n se la llev¨® al r¨ªo. Comprendimos la desesperada fascinaci¨®n por el tenista argentino. Le hubi¨¦ramos mandado cartas de consuelo el d¨ªa de la muerte de su madre.Y, ya mayores, cuando en vez de artistas del amor nos convertimos en meros fontaneros de la convivencia, celebramos su boda con ese navegante que la llen¨® de hijos rubitos mientras vaciaba de sentido al Vaticano.
Ayer Carolina accedi¨® a la condici¨®n de viuda, que es esa dolorosa situaci¨®n que hace de cada princesa una reina madre y de cada admirador un quim¨¦rico candidato. Para los ge¨®grafos del coraz¨®n, ayer el mundo gir¨® sobre s¨ª mismo y ni la Alemania unificada ni el relajo de Kuwait consiguieron evitar las miradas sobre ese peque?o enclave con nombre de casino. Nos enamoramos en su d¨ªa de una figurita de Lladr¨® y hoy nos sentimos en el escenario de una tragedia griega. La muerte de cualquiera es s¨®lo muerte. La de los pr¨ªncipes es el destino. Esa palabra que, aplicada a la historia, equivale al "continuar¨¢..." de las historietas.
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