Una mirada de olvido
Esta ma?ana Madrid habr¨¢ amanecido como una hojarasca. Muy temprano, esta ma?ana de oto?o usted habr¨¢ doblado este peri¨®dico, habr¨¢ mirado a los lados y no tendr¨¢ duda de que ha vuelto a desembarcar en el desierto voraz del domingo. En el metro contiguo duermen, mientras tanto, hombres como usted. Muchos de ellos tambi¨¦n pensaron que nunca ser¨ªan mendigos.Usted trabajaba como empleado de la construcci¨®n de ocho de la ma?ana a cinco de la tarde. Le gustaba vestir bien, comer a sus horas, administrar bien la rutina. Sus compa?eros apreciaban esas virtudes e incluso las celebraban porque no era habitual que alguien entre ellos se entretuviera tanto en su aspecto al final de la jornada. A usted le gustaba, sin embargo, alternar despu¨¦s del trabajo, tomar copas, reunirse con gente, sentir que entre el universo y usted quien mandaba era usted.
Las cosas empezaron a torcerse una ma?ana como ¨¦sta, en que el mismo peri¨®dico que ahora guarda le anunci¨® la quiebra sucesiva de las empresas en las que usted trabajaba. Peregrin¨® entonces por las oficinas y se dio cuenta de que el universo empezaba a imponer una ley con la que no cont¨® hasta entonces: usted era otro de los que hac¨ªan cola, y no val¨ªa ser entre ellos el m¨¢s atildado, el que conservaralos trajes mejor ajustados, el que se cuidara mejor las u?as y guardara con m¨¢s rigor el turno para firmar la hojilla.
Un d¨ªa se cans¨® de hacer cola y estim¨® que era mejor romper esos papeles. Al final del t¨²nel que inici¨® entonces hall¨® muchas aventuras que hoy, en esta ma?ana en que ha empezado otra vez una jornada desolada de un domingo de oto?o, se le antojan como una pesadilla que parece que le est¨¢ ocurriendo a otro. Es usted, no cabe duda: no s¨®lo conserva el pelo bien peinado, ladeado, moreno, y alguno de los trajes que no han podido ser eliminados por la fuerza rabiosa de la calle, sino que en alg¨²n rinc¨®n de su memoria est¨¢ su nombre, porque, de vez en cuando, los amigos que tuvo se encargan de record¨¢rselo.
Entre esas aventuras que hall¨® en el t¨²nel est¨¢ acaso la que hoy le tiene en la calle: se le vaci¨® la casa, se qued¨® usted solo con los papeles rotos y con esa cara perpleja que se les pone a los que aceptan la derrota como parte de la biograria. Los amigos empezaron a mirarle de reojo porque usted no sab¨ªa explicarles por qu¨¦ ped¨ªa por las calles: "Chico, ?tan mal te van las cosas?". ?sa era la pregunta habitual hasta que usted se cans¨® de responder lo mismo: "No lo sabes t¨² bien".
Ellos dedujeron que usted hab¨ªa exagerado: "Podr¨ªa trabajar en cualquier cosa, pero un horario le asusta; seguro que tuvo todas las oportunidades del mundo, pero prefiri¨® extender la mano". Poco a poco dejaron de creerle y, por tanto, dejaron de creer que usted mismo exist¨ªa.
Les esquiv¨®, busc¨® zonas distintas de la ciudad, se arrim¨® a muros m¨¢s oscuros, hasta que un d¨ªa empez¨® a dormir, como Juncal en la serie de Rabal, gracias al calor de los peri¨®dicos. Paulatinamente se produjo en usted el olvido de los otros y un d¨ªa ya no tuvo reparos en regresar a esquinas en las que estuvieron quienes a?os atr¨¢s le vieran atildado. "Y no est¨¢ mal vestido". "No, c¨®mo lo va a estar: la ropa, con el trabajo que hace, no se desgasta enseguida". Pasan y le ven, y tratan de adivinar en el movimiento de sus labios las razones que da para explicar que tenga que pedir en la calle para subsistir y para qu¨¦.
Poco despu¨¦s de que usted se ha levantado de la esquina en la que ahora ocupa su vida y ha plegado el peri¨®dico que ahora simula leer, un viejo compa?ero suyo, que ahora trabaja en el transporte p¨²blico, se cruz¨® con sus ojos. Usted ocult¨® los suyos en lo m¨¢s oscuro del asfalto. Mientras me contaba esta historia real, en el centro de Madrid, pens¨¦ que el taxista que me la relataba era su propio hermano. Despu¨¦s, cuando fue desgranando los detalles de esta vida, me di cuenta de que usted y ¨¦l se hab¨ªarl cruzado una mirada de olvido.
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