Simulacros
El oto?o lleg¨® el tercer domingo de septiembre por la ma?ana. Al igual que la primavera todos los a?os, este oto?o ha venido sin que nadie sepa c¨®mo ha sido. Nadie lo esperaba ya, puesto que el 2 de agosto hab¨ªa llegado el invierno. Luego, durante las siguientes semanas, la guerra no estall¨® y gran parte de la ciudadan¨ªa regres¨® a su primera residencia, apesadumbrada por las invernales vacaciones con olor a petr¨®leo. En el barrio de la estaci¨®n, nada m¨¢s desaparecer las masas de agosto, el comercio local cerr¨® por vacaciones hasta octubre.A consecuencia de estas migraciones, en las tres primeras semanas de septiembre el barrio de la estaci¨®n se qued¨® casi vac¨ªo, apenas con la poblaci¨®n anciana y con los habituales exc¨¦ntricos que hab¨ªan preferido el invierno de septiembre al invierno de agosto. Ninguna comparaci¨®n posible, pues, entre la soledad del barrio de la estaci¨®n y el desierto, ya por estas fechas repleto hasta rebosar de variopintos ej¨¦rcitos y descomunales pertrechos. Gracias a los recientes cr¨ªmenes rurales de la Espa?a de dos ca?ones y exorcismos curanderos, algunos d¨ªas bonancibles, no exentos de ¨®rdagos y chuladas a los m¨¢s altos niveles, pudo suponerse que hab¨ªa vuelto, aunque polvoriento y en harapos, el verano.
De estas circunstancias probablemente se aprovech¨® el oto?o para, cuando no le correspond¨ªa ni era esperado, aparecer pimpante y soleado, como un simulacro de can¨ªcula. De inmediato, el barrio de la estaci¨®n se llen¨® de una poblaci¨®n de fin de semana, ansiosa de resarcirse del verano que le hab¨ªa sido arrebatado por un ins¨®lito anuncio de guerra mundial, presuntamente imposible en un mundo en que acababan de templarse los fr¨ªos vientos del Este.
. Debe advertirse que el barrio de la estaci¨®n est¨¢ puntualmente dise?ado, como dir¨ªa un neo del posmodernismo, para que, adem¨¢s del constante rugido procedente de las carreteras que lo circunvalan y atraviesan, el paso de la m¨¢s modesta composici¨®n ferroviaria transmita, sin p¨¦rdida de un solo decibelio, un estr¨¦pito de silbato y carriles que rompe la barrera del sonido siempre y a veces la barrera del paso a nivel. Salvo el cementerio y una de las dos campanas de la parroquia a la que se le desprendi¨® el badajo, cualquier edificaci¨®n, adosada o aislada, de piedra berroque?a o de panderete, constituye en s¨ª misma un manantial de ruido y la caja de resonancia de los ruidos de las otras edificaciones. Por algo en este barrio de la estaci¨®n los veraneantes dicen encontrarse como en su propia casa, con el suplemento gratuito del fragor de los trenes.
Apenas amanecido el simulacro oto?al, comenz¨® el coro dominguero de madres pregunt¨¢ndose desgarradoramente por qu¨¦ las cr¨ªas de sus entra?as (a las que hab¨ªan forzado a acostarse con las ¨²ltimas luces) se arrojaban de la cama con el primer rayo solar. El ch¨¢ndal sudado y las facciones cian¨¦ticas, regresaban ya en busca del desayuno los urbanizados pedestres. Poco despu¨¦s, al volumen estent¨®reo de los boletines de noticias se sobrepon¨ªa la estridencia de las brocas manejadas por habilidosos padres de familia chapuceros. Alguno, puesto que siempre hay gente para todo, o¨ªa y hac¨ªa o¨ªr a la vecindad el v¨ªdeo de Sadam Husein al pueblo norteamericano. Quiz¨¢ por rusofilia o por probar el tocadiscos, un s¨¢dico reiteraba la apote¨®sica introducci¨®n del Concierto para piano y orquesta en si bemol menor, opus 23, de Chaikovski. Aun as¨ª, mientras pasaban sin detenerse en la estaci¨®n mercanc¨ªas de largo recorrido, se escuchaban los disparos con los que pon¨ªan fin a sus p¨¦rdidas inversionistas en Bolsa, provocando el ulular de las sirenas de las ambulancias. Ensordecidas, las gentes del barrio de la estaci¨®n viv¨ªan las horas excepcionales de una jornada en paz.Un solitario, oprimido por la algarab¨ªa, intentaba recordar el comienzo de las guerras a las que hab¨ªa sobrevivido. ?C¨®mo en aquella peque?a capital de provincia transcurri¨® el 18 de julio de 1936? Aquel primer d¨ªa de septiembre de 1939, ?en qu¨¦ se not¨® por las calles de Madrid la violaci¨®n de la frontera polaca por las tropas alemanas? Las fechas escuetas cubr¨ªan de hiedra el ¨¢rbol de la memoria personal. ?D¨®nde estaba, c¨®mo lo supe, qu¨¦ pronosticaron los diarios y las radios, qu¨¦ temieron las gentes, cuando Corea, y el Congo, y Camboya, y Vietnam, y las Malvinas, y Panam¨¢, y ... ? Le parec¨ªa inveros¨ªmil que tantos millones de semejantes pudieran haber perecido en la guerra durante las menguadas d¨¦cadas de su existencia. Hubo d¨ªas de la guerra fr¨ªa en que vio casi brotar el hongo at¨®mico, que reducir¨ªa al horror la vida en el planeta. Poco a poco, la codicia y la barbarie, la estupidez, se limitaron a pa¨ªses determinados y se crey¨® posible la extirpaci¨®n de guerras multinacionales. Un simulacro m¨¢s bastaba para hacerse ilusiones.
De repente, sobre la bullanguer¨ªa del domingo, un estruendo interrumpi¨® la meditaci¨®n del solitario. El barrio de la estaci¨®n enmudeci¨®, y los rostros atemorizados se alzaron al cielo. Los m¨¢s sagaces se tranquilizaron calculando, dada la insuperable potencia del estruendo, que no pod¨ªa tratarse de una bomba de neutrones. Efectivamente, el horr¨ªsono fen¨®meno ten¨ªa su causa en una competici¨®n callejera de motocicletas campestres y tablas patinadoras a la que se hab¨ªa entregado la juventud del barrio. Los menos preparados para lascostumbres contempor¨¢neas telefonearon a la polic¨ªa local, que ni coment¨®, y a los de Protecci¨®n Civil, que prometieron mantas y tiendas de campa?a. Al final, todo qued¨® en un simulacro de terremoto de intensidad catastr¨®fica.
El solitario trat¨® de recuperar el hilo de la meditaci¨®n en la madeja de los recuerdos extraviados. No lo consigui¨®, pero tuvo el presentimiento de que guerra tan pregonada y demorada como la del golfo P¨¦rsico se asemejaba a una de esas ri?as de taberna, en que los contendientes, sin que nadie los sujete, piden a gritos que les dejen sueltos par¨¢ poder machacar al rival En todo caso, resultaba inapropiado llamar guerra a lo que, de ser, ser¨ªa un combate de todos contra uno. A estas alturas de la civilizaci¨®n, alcanzada la unidad alemana mediante la compra de la Alemania pobre por la Alemania rica, indudablemente la guerra hab¨ªa terminado para siempre. En adelante, concluy¨® el solitario, lo que persistir¨ªa ser¨ªan las matanzas.
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