?rase una vez en Am¨¦rica
Cada vez que pienso en Xavier Cugat le recuerdo sentado en un sill¨®n de mimbre saludando a los parroquianos de Casa Cugat, el restaurante mexicano del bulevar La Cienega que llevaba su nombre y en el que cumpl¨ªa las funciones de mascota. Los gringos que acud¨ªan al local para ponerse buenos de tacos al pastor, regados con abundantes margaritas, disfrutaban saludando a aquel superviviente de la historia de Am¨¦rica. "?C¨®mo va eso, Cugui?", le preguntaban. Y Cugui, que ya estaba hecho polvo, contestaba ir¨®nicamente: "De maravilla". Corr¨ªan los primeros meses de 1981, y a nuestro hombre a¨²n le faltaban unos cuantos a?os para convertirse en ese anciano decr¨¦pito cuya vida era un constante trayecto de ¨ªda y vuelta entre el hotel Ritz y la cl¨ªnica Quir¨®n.Fue Jos¨¦ Mar¨ªa Mart¨ª Font quien me present¨® al inefable Cugui. A ¨¦l, a su vez, se lo hab¨ªa presentado el manager personal del artista, otro curioso esp¨¦cimen de catal¨¢n universal que atend¨ªa por Marcel Vinyeta y hab¨ªa trabajado como arponero antes de convertirse en un hombre de negocios a medio camino entre California y Nevada.
Me hab¨ªa convertido en el gorr¨®n de Jos¨¦ Mar¨ªa, que se las ve¨ªa y se las deseaba para entretener a alguien que hab¨ªa tenido el descaro de ir a Los ?ngeles sin saber conducir. La visita a Cugat form¨® parte, supongo, del plan de diversiones, y la verdad es que pas¨¦ unas horas formidables comiendo y bebiendo gratis mientras el gran Cugat me explicaba sus batallitas. Para cualquiera m¨ªnimamente fascinado por Am¨¦rica (y yo lo estaba mucho en aquella ¨¦poca) la conversaci¨®n de Cugat era apasionante por el mero hecho de que ¨¦l hab¨ªa conocido personalmente a aut¨¦nticos protagonistas del sue?o americano. Bastaba con mirar hacia otro lado cuando empezaba a soltarte el rollo habitual de sus esposas y sus suegras, y concentrarse en sus paseos por Hollywood Boulevard a las tantas de la ma?ana en compa?¨ªa de Rodolfo Valentino, creyente atormentado que eleg¨ªa al rumbero catal¨¢n para explicarle sus crisis de fe. Resultaba tan ir¨®nico como enternecedor o¨ªrle hablar de Al Capone de aquella manera tan casera y coloquial. "Nunca tuve problemas con el se?or Capone", dec¨ªa como si hablara del frutero de la esquina, "siempre me pag¨® puntualmente a fin de mes".
Esa tarde de hace casi 10 a?os, Cugat se empe?¨® en ense?arnos su mans¨ª¨®n de Hollywood, junto a la de Gregory Peck. Nos llev¨® en su cochazo y nos abandon¨® en un gran sal¨®n para que admir¨¢ramos sus cuadros y sus fotos con famosos mientras ¨¦l se encerraba en un cuarto a encajar una nueva bronca de aquella novia, joven y mexicana, que lo llevaba a maltraer. Antes, en el aparcamiento de Casa Cugat, se dedic¨® a demostrarnos que Julio Iglesias era un piernas comparado con su Charo, la murciana pechugona que triunfaba en Las Vegas. Apoy¨¢ndose en un bast¨®n, tambale¨¢ndose el inseguro peluqu¨ªn, atacaba a los clientes que se iban pregunt¨¢ndoles por Charo y Julio Iglesias. Ante nuestra sorpresa, todos conoc¨ªan a Charo y muy pocos a Julio. Eso le dej¨® muy contento.
Lo que nunca fue capaz de conseguir fue que le pusieran una calle en Gerona. Eso s¨ª que le hund¨ªa en la m¨¢s negra amargura.
Babelia
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