Aza?a, la raz¨®n en la historia
Hay ocasiones en que vale la pena llegar tarde. El hecho es que hasta los a?os veinte, ya cuarent¨®n, Manuel Aza?a no pasa de figura secundaria en las escenas pol¨ªtica y cultural del pa¨ªs. La ir¨®nica menci¨®n en su revista La Pluma de los nombres ilustres de no-colaboradores, los dones Jos¨¦ Ortega y Gasset, Azor¨ªn, Baroja o D'Ors, era un signo de evidente distanciamiento intelectual, pero tambi¨¦n del "desd¨¦n que notoriamente les merec¨ªamos" (C. Rivas Cherif). Sin embargo, el retraso no ser¨¢ in¨²til. Gracias a haber dejado discurrir la agitada primera d¨¦cada del siglo, Aza?a est¨¢ en condiciones de ajustar cuentas, no s¨®lo al fracaso del regeneracionismo costista, sino con los j¨®venes noventayochos que a bombo y platillo anunciaran una renovaci¨®n pronto abandonada. Pudo asistir asimismo a los reiterados esfuerzos fallidos de Ortega, el m¨¢s brillante de los miembros de su grupo generacional, por acertar con una f¨®rmula que hiciera posible la modernizaci¨®n de? pa¨ªs teniendo en cuenta la abismal distancia entre ¨¦lites y mayor¨ªas. Incluso cabe pensar en el balance positivo de los escarceos pol¨ªticos dentro del Partido Reformista, culminados en intentos, no menos fallidos, de vencer la barrera del caciquismo electoral. Cuando sobreviene la dictadura de Primo de Rivera, las experiencias se han acumulado y Aza?a alcanzado ya plataformas como la revista Espa?a -donde sucede a Araquist¨¢in y a Ortega- o el Ateneo de Madrid. Su capital pol¨ªtico est¨¢ inc¨®lume, y tiene bien claras las ideas sobre el antiguo r¨¦gimen y la democracia republicana, la previsible sucesora. El esp¨ªritu de demolici¨®n podr¨¢ servir de palanca a lo que ¨¦l mismo califica de "un radicalismo constructor".Para empezar, la demolici¨®n, orientada en primer plano contra la monarqu¨ªa olig¨¢rquica del "rey neto" Alfonso XIII, un r¨¦gimen de "ininteligencia e inmoralidad" que la dictadura vino a prolongar. Pero la empresa tambi¨¦n alcanza a los callejones sin salida. A los regeneracionistas, que limitaron su papel a la denuncia de lo existente, terminando por ser meros testigos de un desastre nacional que requer¨ªa soluciones rigurosas y no arbitrismo. A los j¨®venes noventayochos, voceros de una ruptura pronto acallada por el esp¨ªritu de acomodaci¨®n. Aza?a no cree en una acci¨®n de minor¨ªas desligada de la masa. A diferencia de Ortega, piensa que lo necesario es dar con an¨¢lisis precisos sobre los cuales asentar una propuesta democr¨¢tica capaz de incorporar al pueblo a la transformaci¨®n del pa¨ªs. Los dos t¨¦rminos de la ecuaci¨®n, inteligencia y pueblo, se encuentran diferenciados, pero ello no impide la exigencia de una articulaci¨®n democr¨¢tica. No obstante, Aza?a coincide con Ortega en la denuncia de las inercias que gravitan sobre el presente espa?ol, as¨ª como en la conveniencia de introducir, si cabe violentamente, el aguij¨®n racional para desbloquear nuestra historia. El car¨¢cter nacional es, en este sentido, para Aza?a, un producto de la historia, donde han ido sediment¨¢ndose todos los factores limitativos a partir de la monarqu¨ªa imperialista de? siglo XVI.
Su soporte sociol¨®gico es el atraso de la Espa?a rural, que atenaza los movimientos de tinos sectores activos ya plenamente europeos. Pero ni cabe ignorar la capacidad de resistencia de ese car¨¢cter nacional ni resignarse a la reflexi¨®n esenecialista sobre el problema de Espa?a. Los problemas, en plural, no son un atributo inseparable de la naci¨®n y admiten soluciones t¨¦cnicas, ya definidas en otros pa¨ªses europeos -Francia, en primer t¨¦rmino-, sobre las cuales montar las reformas. La cuesti¨®n militar ser¨ªa la piedra de toque de este enfoque: se trata, primero, de reconocer en el militarismo una de las claves del estancamiento pol¨ªtico del pa¨ªs, para a continuaci¨®n examinar las reformas militares francesas en un orden estrictamente t¨¦cnico, con el prop¨®sito ¨²ltimo de hacer del ej¨¦rcito espa?ol, pilar del antiguo r¨¦gimen, un instrumento eficaz de defensa nacional. Y este cuadro de reformas remite, l¨®gicamente, a un nuevo r¨¦gimen pol¨ªtico. Si en el necesario proceso de cambibel pueblo es visto como una herencia hist¨®rica corregida por la raz¨®n", ello supone una tarea colectiva que incorpore las medidas acertadas. El pol¨ªtico tiene que aceptar esa dial¨¦ctica, reconociendo que s¨®lo lograr¨¢ sus fines cuando sus propuestas sean asumidas por la colectividad a trav¨¦s de procedimientos democr¨¢ticos. "Los gruesos batallones populares, encauzados al objetivo que la inteligencia les se?ale, podr¨¢n ser la f¨®rmula del ma?ana", escribe en 1930.
La Rep¨²blica adquiere en este montaje un valor decisivo, pero instrumental. Es la clave para una construcci¨®n nacional que incluye las grandes reformas imprescindibles -la agraria, la militar, la educativa-, puestas en marcha con el apoyo socialista. Como sabemos, la quiebra del proyecto tendr¨¢ en su origen la agresividad de la derecha, pero tambi¨¦n la fragilidad del propio instrumento partidario, un republicanismo al que Aza?a nunca logra dar la suficiente cohesi¨®n y que se disuelve en un escenario donde prevalecen las intervenciones personales. La intransigencia y el rigor, tanto en la oratoria como en la gesti¨®n, ser¨¢n las bazas principales de Aza?a. El resultado es tambi¨¦n conocido: llega a ser de modo indiscutible la primera figura pol¨ªtica del r¨¦gimen, pero a costa de presidir su hundimiento desde una sentida impotencia.
En Cabos sueltos, Enrique Tierno Galv¨¢n evoca sus recuerdos juveniles de un Aza?a, a quien admira vivamente, abrumado por la guerra. Desempe?a puntualmente la funci¨®n presidencial, pero su comportamiento denota la inmensa carga de responsabilidad que sobre ¨¦l ha reca¨ªdo. Las anotaciones de los cuadernos de guerra y esa obra singular que es La velada en Benicarl¨® confirman las impresiones de? entonces miliciano/estudiante anarquista. El compromiso de defender las instituciones republicanas atacadas por la sublevaci¨®n militar no impide que Aza?a contemple la guerra como una explosi¨®n de irracionalidad que provoca la destrucci¨®n de todas sus expectativas anteriores. La guerra es en s¨ª misma una monstruosidad, y la raz¨®n que asiste al bando republicano no lleva a borrar el reconocimiento de los errores y la brutalidad que tambi¨¦n encarnan en los comportamientos de sus defensores. La pluma de Aza?a no puede renunciar a describirlos, y hay que advertir que en esta tarea tampoco se,encontrar¨¢ solo -pensemos en el libro Perill a la reraguarda, de? ministro anarcosindicalista Juan Peir¨®, luego fusilado por Franco-, marcando una divisoria ¨¦tica infranqueable para los rebeldes. Pero lo esencial es ese fracaso de la Rep¨²blica como instrumento de transformaci¨®n nacional. El asalto al Estado de los generales sublevados fue seguido por el de los supuestos revolucionarios, arrastrando un envilecimiento general: en sentido estricto, el hundimiento de la naci¨®n es el triunfo de la Espa?a arcaica, la roca del car¨¢cter nacional contra la que se han estrellado los esfuerzos reformadores. Son juicios presididos por un sentimiento de desolaci¨®n, atemperado S¨®lo por un momento cuando, tras la crisis de mayo de 1937, cree posible "la resurrecci¨®n del Estado" con el Gobierno de Negr¨ªn.
Ahora bien, no por eso el esp¨ªritu cr¨ªtico renuncia a mantenerse en activo. Quiz¨¢ m¨¢s que La velada en Benicarl¨® o los cuadernos, asombra la capacidad de Aza?a para hacer compatible en su ¨²ltimo a?o y medio de vida el hundimiento pol¨ªtico (y f¨ªsico) con la capacidad anal¨ªtica para rev¨ªsar el tr¨¢gico proceso que le ha tocado vivir. A¨²n hoy, la serie de art¨ªculos titulada Causas de la guerra de Espa?a constituye un excelente material para orientar cualquier debate sobre la Rep¨²blica y la guerra. Al mismo tiempo, se cuida muy bien de incurrir en el tipo de tradicionalismo propio de los republicanos hist¨®ricos. Rechaza las invitaciones de amigos y correligion arios para participar en operaciones de continuismo republicano. La Rep¨²blica ha sido para ¨¦l un instrumento de cambio pol¨ªtico, y su fracaso resulta ya irrecuperable. Esto no significa renuncia a sus ideas. Simplemente es preciso aguardar el cambio pol¨ªtico de ¨¦poca y de sujeto hist¨®rico. El legado pol¨ªtico de Aza?a viene de este modo a depositarse en la sociedad espa?ola, desde cuyo interior habr¨¢ de surgir nuevamente la demanda de democracia. Ser¨¢ "gente nueva" la encargada de atenderla.
As¨ª, el ¨²ltimo Aza?a se sit¨²a discreta y l¨²cidamente en la tradici¨®n liberal y dernocr¨¢tica que ¨¦l mismo describiera, siempre vencida o minoritariadesde el movimiento precursor de las Comunidades, con hitos aislados como Giner o Pi y Margall, pero en definitiva ¨²nica corriente de agua viva bajo el cauce seco de la historia pol¨ªtica espa?ola.
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