Suciedad delincuente
LA ADMINISTRACI?N calcula que hay en Espa?a unos 100.000 vertederos incontrolados donde se entierran muchas toneladas de residuos t¨®xicos. La existencia de estos desechos no supone ¨²nicamente un agravio al paisaje. Esta basura emponzo?a el aire, penetra en la tierra, en sus r¨ªos, y a trav¨¦s del riego o del consumo humano merma la salud de los ciudadanos. Y no basta una escoba para retirarla. Esta tierra envenenada es la que hallar¨¢n, inservible, las futuras generaciones. Este panorama no es in¨¦dito y, sin embargo, no se sabe encontrar el remedio. La culpa es de muchos.Los primeros responsables son las personas e industrias que alimentan estos vertederos clandestinos con su basura. La sueltan aliviados, pensando que han limpiado su municipio o su f¨¢brica, sin calcular la perversa potencia de regreso que tiene el veneno que destilan estos desechos. Ya que son insensibles al argumento del perjuicio general, deber¨ªa insistirse en que ellos tampoco escapar¨¢n al precio de la contaminaci¨®n. Y eso deben saberlo todos. En esta delincuencia de la suciedad, el sector industrial figura como el primer y gran sospechoso. Con un falso c¨¢lculo de rentabilidad inmediata y ampar¨¢ndose en la permisividad administrativa, abren ingenios polucionantes pero se ahorran la tecnolog¨ªa purificante. Algunas f¨¢bricas llegan a la hipocres¨ªa de instalarla cautelarmente, para obtener permisos de apertura o ante el miedo a una revisi¨®n, pero se evitan el coste de ponerla en marcha, salvo el d¨ªa que toca la visita del inspector. Las medidas sancionadoras, por otra parte, hacen m¨¢s rentable pagar una multa que instalar una depuradora.
Las administraciones, por activa y por pasiva, tambi¨¦n son responsables. Porque son muchos los municipios que no controlan sus propios vertidos y porque la dejadez y permisividad oficial explica tanto que este abultado censo de vertederos ?legales sea simplemente aproximado como que la respuesta punitiva a esta infracci¨®n ecol¨®gica no sea lo suficientemente disuasoria. No puede decirse que la introducci¨®n, en 1983 del llamado delito ecol¨®gico en el C¨®digo Penal haya tenido un notable rendimiento.
Las administraciones competentes en el tema deben actuar en un doble sentido: castigando al infractor y creando vertederos controlados. En este segundo punto surge un nuevo conflicto. Los ciudadanos de las zonas rurales tienen la sensaci¨®n de que a ellos se les impone la recaudaci¨®n forzosa de la escoria urbana, de unos desechos que, mayoritariamente, ellos no han producido. Episodios recientes como los de Catalu?a y Navarra ponen en evidencia que el campo no quiere asumir el coste de un crecimiento del que no se considera principal beneficiario (el residuo, para quien lo produce). Un argumento precivilizado, pero al que no cabe oponer la simple raz¨®n de los hechos consumados.
Convencer a estos ciudadanos de que un vertedero legal es una industria incluso m¨¢s salubre que otras es dif¨ªcil, pero m¨¢s lo es convencerles de que son elegidos por otras razones que no sean las de su ubicaci¨®n secundaria en la preocupaci¨®n pol¨ªtico-social de quien les administra. Una pol¨ªtica que no hubiera sido chapucera en este asunto, y s¨ª m¨¢s atenta a las dificultades del campo, tendr¨ªa m¨¢s autoridad moral para, imponer sus razones. Mientras, a la espera inquietante de que se resuelva el problema, Espa?a se llena de mugre, esparcida sin vigilancia por un paisaje cochambroso, no s¨®lo pestilente, sino altamente peligroso para la salud y la supervivencia decente.
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