Nostalgia del muro
A un a?o ya de la ca¨ªda del muro, y a dos de mi anterior viaje, he vuelto a Berl¨ªn y he sentido nostalgia. Una nostalgia extra?a y quiz¨¢ inexplicable, pero sin duda alguna nostalgia.Dicen algunos que la nostalgia es en el fondo un sentimiento reaccionario; que la a?oranza del pasado y la melancol¨ªa que produce en todo hombre saberlo ya irrecuperable pueden al fin acabar convirti¨¦ndose, a poco que uno quiera o se descuide, en un inmovilismo est¨¦ril y enfermizo y en una resistencia irracional a todo cambio. De acuerdo. Quiz¨¢ tengan raz¨®n. En cualquier caso quiero aclarar, no obstante, que la palabra no debe en modo alguno ser tomada en su acepci¨®n pol¨ªtica para entender la nostalgia del muro que yo sent¨ª en Berl¨ªn la otra semana. Nunca fui partidario de la pol¨ªtica de bloques, ni de la guerra fr¨ªa, ni de las ametralladoras apuntando d¨ªa y noche al horizonte hostil y lleno de alambradas de la frontera alemana.
La nostalgia del muro que yo sent¨ª en Berl¨ªn la otra semana fue puramente rom¨¢ntica. En el verano de 1988, y enviado por este mismo peri¨®dico para hacer una serie de reportajes, yo hab¨ªa viajado a la ciudad del Spree, y durante varios d¨ªas hab¨ªa recorrido calle a calle, de este a oeste y del centro a las barriadas industriales, el dividido laberinto de la otrora capital del Reich y de Alemania. Luego, l¨®gicamente, segu¨ª con inter¨¦s y hasta un punto de a?oranza los vertiginosos acontecimientos que en torno a la ciudad se sucedieron a partir de mi visita y especialmente en el ¨²ltimo a?o. Y ahora estaba all¨ª de nuevo, dispuesto a contrastar las dos im¨¢genes, y lo ¨²nico que sent¨ªa era una extra?a nostalgia. Era lo mismo que cuando en una casa una puerta ha permanecido cerrada muchos a?os. De repente se abre, y el misterio y la magia de ese sitio tanto tiempo idealizado se deshacen como humo al contacto con la luz, dejando en su lugar la decepci¨®n de la verdad, y acaso, como mucho, un leve halo de nostalgia. Algo as¨ª sent¨ªa yo recorriendo la franja de la muerte junto al muro (ahora convertida en un mercado de los s¨ªmbolos del Este y ocupada, entre otras cosas, por la carpa del Gran Circo Americano), el tenebroso paso fronterizo de Check Point (completamente arrasado), las estaciones del viejo metro clausuradas con el muro y vigiladas d¨ªa y noche desde entonces por los vopos (abiertas de nuevo al tr¨¢fico), o el legendario puente de Glieniker, s¨ªmbolo por excelencia de la guerra fr¨ªa y protagonista mudo de tantos intercambios diplom¨¢ticos (literarios y reales), ya sin esp¨ªas ni banderas sovi¨¦ticas y norteamericanas enfrentadas en sus m¨¢stiles a cada uno de los lados del r¨ªo Havel.
Todo lo que durante a?os hab¨ªa dividido en dos a la ciudad y al mundo entero hab¨ªa desaparecido del paisaje, deshaciendo el misterio y la magia de Berl¨ªn y dejando en su lugar un leve halo de nostalgia.
Caminando por Berl¨ªn, de este a oeste y del centro a las barriadas industriales, pronto empec¨¦ a advertir, no obstante, que no solamente yo sent¨ªa nostalgia. Los berlineses mismos, despu¨¦s de tantos a?os esperando la ca¨ªda del muro que divid¨ªa la ciudad y su pa¨ªs en dos mitades, parec¨ªan ahora, sin embargo, tambi¨¦n echarlo en falta. Pero, contra lo que cre¨ª al principio, su nostalgia del muro era escasamente rom¨¢ntica. Contra lo que cre¨ª al principio, y aunque me cost¨® aceptarlo, su a?oranza poco o nada ten¨ªa que ver con mi a?oranza, aunque girara tambi¨¦n en torno al muro que durante tanto tiempo form¨® parte de su vida y su paisaje. Andando por Berl¨ªn, y hablando con la gente de ambos lados, no tard¨¦ en descubrir que en su nostalgia se escond¨ªan sentimientos menos puros que los m¨ªos e intereses espurios quiz¨¢ inconfesables.
En el caso de los wesis (berlineses del Oeste), la cosa est¨¢ muy clara. Agotada la euforia de los primeros d¨ªas, la realidad de los siguientes les ha hecho comprender que su privilegiada situaci¨®n se ha terminado. Durante muchos a?os, Berl¨ªn Oeste fue una isla en medio del comunismo y, como tal, se convirti¨® en escaparate de las virtudes del capitalismo y de las libertades de los reg¨ªmenes democr¨¢ticos. Gracias a ello y a su particular status recibi¨® el dinero a manos llenas (de Estados Unidos, del Reino Unido y de Francia) para su reconstrucci¨®n, primero, y para su conversi¨®n, despu¨¦s, en la ciudad m¨¢s moderna de Alemania. Con la ca¨ªda del muro, todo ello se ha acabado. Se acabaron las subvenciones y los viejos privilegios (como el de la exenci¨®n del servicio militar para los j¨®venes o las ventajas fiscales) y se acab¨® la tranquilidad que durante todo este tiempo y pese al muro han disfrutado. Por eso ahora miran con recelo a sus hermanos pobres del Este, que vienen a reclamar su parte, y por eso no se recatan siquiera en mostrar su disgusto cuando los ven formando cola ante las tiendas de su calle o entorpeciendo el tr¨¢fico de las bellas avenidas del Oeste con sus humildes autom¨®viles de dise?o prehist¨®rico y cart¨®n metalizado.
La cuesti¨®n no es muy distinta al otro lado. Aunque muchos berlineses orientales (los ossis, en su lenguaje) lloraron de alegr¨ªa y de emoci¨®n la noche en que cay¨® el muro, despu¨¦s de tanto tiempo encarcelados, ahora comienzan a darse cuenta de que no todo va a ser como pensaban. Y hay algunos que ya empiezan a a?orarlo. Lo a?oran los campesinos, que comienzan a temer por el futuro de las tierras que por cuenta del Estado todos estos a?os cultivaron, y lo a?oran los obreros, que ven c¨®mo han perdido en s¨®lo un a?o casi un tercio de sus puestos de trabajo. Lo a?oran los antiguos funcionarios (uno de cada cinco habitantes, seg¨²n datos), comulgantes con el r¨¦gimen o reacios simplemente a perder sus privilegios y sus casas, y lo a?ora gente de a pie, que ve que la competencia es dura en un sistema de mercado, para el que adem¨¢s no est¨¢n preparados despu¨¦s de tanto tiempo viviendo en la gran incubadora del Estado. Y lo a?oran en fin, por supuesto m¨¢s que nadie, los antiguos dirigentes del partido y los miles de agentes de la Stasi que a¨²n siguen escondidos o fugados despu¨¦s de casi un a?o de que el sistema se les viniera abajo.
Pero hay m¨¢s gente que tambi¨¦n tiene a?oranza. Los turcos, por ejemplo, 300.000 en Berl¨ªn y casi cuatro millones en Alemania, que despu¨¦s de haberse establecido all¨ª para desempe?ar los trabajos m¨¢s ingratos comienzan a temer por sus empleos ante el alud de parados que llega del Este al claro grito racista de Alemania para los alemanes. O sus equivalentes en el otro lado -los vietnamitas, los et¨ªopes, los checos, los rumanos-, que ni siquiera pueden aspirar a conservarlos y ya han hecho las maletas para volver a sus casas. O, en fin, los 100.000 soldados rusos que todav¨ªa permanecen en la antigua Alemania Oriental y que cada vez con m¨¢s frecuencia solicitan asilo en las comisar¨ªas de Berl¨ªn para no tener que regresar a una Uni¨®n Sovi¨¦tica empobrecida y convulsionada.
Despu¨¦s de algunos d¨ªas en Berl¨ªn, y mientras en todo el mundo se contin¨²a pensando que Alemania es una fiesta fraternal e interminable, yo ya hab¨ªa comprendido que hab¨ªa muchos como yo que tambi¨¦n sent¨ªan nostalgia. Nostalgia de un muro que durante muchos a?os dividi¨® su pa¨ªs y el mundo entero en dos mitades, y que, despu¨¦s de un a?o, muchos de ellos -aunque, evidentemente, nadie lo diga en voz alta- volver¨ªan, si pudieran, otra vez a levantarlo.
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