28.200 calles
Esta semana han estado nubladas las 28.200 calles de Madrid. Se ha despertado la ciudad manchega llena del aire que tuvo Londres. Pasear por ella ha sido como atravesar el impulso sagrado y quieto de la neblina. Hemos padecido fr¨ªo, y todos lo han padecido por igual en las 28.200 calles de esta residencia m¨²ltiple y abigarrada que la historia, como un dedo central y caprichoso, hizo capital de Espa?a.El clima es el v¨¦rtice de la democracia urbana. A todos afecta por igual, y no padece menos fr¨ªo ni menos niebla el que vive en un ¨¢tico de la Castellana que el que habita al fondo de Tirso de Molina, o en San Blas, cuando termina la calle de Alcal¨¢, que no s¨®lo es la m¨¢s poblada de Madrid sino tambi¨¦n la m¨¢s cantada.
Esa mano solemne que el clima hace aparecer sobre esta ciudad de aparcamientos y de ruidos convierte a Madrid en una superficie plana, como si se fuera a edificar de nuevo. La ilusi¨®n de que ha desaparecido el paisaje y de que en su lugar ha surgido un callejero sin nombres y sin casas acaba cuando termina el invierno o cuando el capricho de esta estaci¨®n hace que el sol reavive la apariencia relativa de las cosas.
En medio de esa neblina de cementerio ingl¨¦s que ha sido Madrid estos d¨ªas, los hombres hemos caminado como si fu¨¦ramos m¨¢s importantes que las calles. Millones de seres confiados en la propia estatura de su sombra han desafiado el aspecto espectral de la neblina y han caminado como si hubiera en la ciudad sitios a los que dirigirse.
Nadie se dio cuenta, en medio de la superficie falsamente blanca de esta ciudad desaparecida, de que se hab¨ªan esfumado hasta los nombres de las calles, las se?ales de tr¨¢fico, los reclamos de las tiendas, los coches, los mendigos y los pa?uelos de mano. Y si desaparece todo eso, ?qu¨¦ que da de la ciudad y de los hombres?
R¨®tulos
La ciudad tiene 28.200 calles y cuatro millones de habitantes. Paulatinamente, la niebla va sustituyendo a unos y a otros y va poniendo en su lugar a ciudadanos que ahora apenas han nacido y que cuando de nuevo haya d¨ªas nublados mirar¨¢n a los r¨®tulos de las calles como si ¨¦stos fueran a desaparecer antes. La neblina crea falsas esperanzas sobre la inmortalidad en las ciudades.
Es posible que nadie recuerde ya qui¨¦n fue Miguel Yuste, por ejemplo, y aunque ello sea injusto, es obvio que el m¨²sico que le da nombre a la calle del peri¨®dico vivir¨¢ m¨¢s en la memoria de los sobres que todos los que afanosamente venimos de ma?ana a arrojar sobre el papel letras que se proponen durar un d¨ªa.
Resulta evidente que no todos los madrile?os han le¨ªdo a Jos¨¦ Ortega y Gasset, y muchos menos sabr¨¢n qui¨¦n fue Lista, pero las calles son tan imperecederas que ninguno olvidar¨¢ jam¨¢s que son el nombre indistinto e insoluble de un lugar por el que alguna vez pasaron.
Las calles est¨¢n para quedarse, y nosotros estamos para perder en la niebla el propio sentido de nuestra biograf¨ªa. En eso son implacables las ciudades: aparecen y desaparecen en d¨ªas como estos, pero luego resurgen y se quedan. La niebla no ha sido capaz de acabar con Madrid: ha cerrado el aeropuerto, ha trastocado el tr¨¢fico y ha hecho fantasmales las pisadas de los ni?os, pero su aire de plomo no ha podido romper el equilibrio urbano que hace que el asfalto sobreviva al aliento de los hombres.
Madrid ha sido estos d¨ªas la ciudad de la niebla. Como si este mismo hecho hubiera conjurado una extra?a fascinaci¨®n, los que se fueron cuando a¨²n hac¨ªa un sol d¨¦bil y urbano han vuelto a Madrid a todas horas y han regresado para volver a llenar una ciudad que de pronto pareci¨® vac¨ªa y misteriosa, y tambi¨¦n un poco m¨¢s bella.
Hemos vuelto todos a la ciudad de la niebla, como si crey¨¦ramos que con nuestra ausencia precipitar¨ªamos la desaparici¨®n de Madrid; 28.200 calles no se acaban con un golpe de niebla, y aunque no hubi¨¦ramos vuelto, la ciudad seguir¨ªa existiendo.
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