El color de los sue?os
Dice Leonardo en su tratado de la pintura que las sombras de las colinas se vuelven azules al atardecer. Joan Mir¨® pinta un gran espacio azul que ocupa toda la superficie del lienzo y lo cruza en diagonal con unas palabras que se paracen a ese largo rastro blanco que dejan silenciosamente en lo m¨¢s alto del cielos los aviones supers¨®nicos: ?ste es el color de mis sue?os. Mientras viv¨ªa era f¨¢cil imaginar sus dedos manchados por luminosos residuos de los colores que usaba, v¨ªvidos azules, amarillos, rojos, negros de tinta nocturna de constelaciones. En Madrid, en un vest¨ªbulo muy transitado de gente, alguien me deja un sobre cerrado y se marcha, y al abrirlo encuentro unas p¨¢ginas pulcramente copiadas en ordenador en las que se habla de Vermeer de Delft, de sus azules contagiosos. El azul de Vermeer, el de Mir¨®, el de Leonardo, es un color sereno, con luz de mediod¨ªa y amplitudes hospitalarias de lejan¨ªa y ternura El azul de Van Gogh es tempestuoso y vengativo; el de Marc Chagall tambi¨¦n es el color de sus sue?os. El de los cielos urbanos de Edward Hopper es un desolado azul de autopista, un azul indiferente y sucio de tejados que alguien mira desde la ventana de la habitaci¨®n interior de un hotel que da a patios de luces y a muros de ladrillo rojizo oscurecidos de holl¨ªn. Desde esa ventana, alguien mira y siente a su espalda toda la soledad cautelosa de la habitaci¨®n, que espera como un animal en guardia a que su solitario inquilino se d¨¦ la vuelta y se atreva mirarla, a enfrentarse a un vac¨ªo donde hasta hace pocos minutos hubo una presencia que ha desaparecido tras la puerta cerrada El azul de Edward Hopper es un color de despedida, es el azul que alguien ve mientras camina por una ciudad y sabe que dentro de unas horas ha de marcharse de ella.Las penumbras de Rembrandt excluyen los azules Ren¨¦ Magritte es un esp¨ªa y un perito del azul: ¨¦l ha vosto lo que tal vez s¨®lo saben con su absorta fijeza las pupilas de una lechuza: ese azul tenue y transparente que dura en el cielo fr¨ªo del invierno cuando en las calles de la ciudad ya es de noche y se han encendido las luces en las ventanas. El azul de Magritte rompe el espacio geom¨¦trico del bastidor y se suma a la claridad de otro cielo pintado: las nubes surcan el aire e ingresan en el interior de la pintura. El azul del cielo se repite en el fondo de unos ojos, y al amante le da miedo asomarse a ellos: "De tu mirada emerge a veces la costa del espanto", dice Pablo Neruda. En Blue velvet, la alta y p¨¢lida Isabella Rossellini, que mira y habla y se mueve como bajo la influencia de un hipnotismo entre prerrafael¨ªsta y pornogr¨¢fico, canta iluminada por un foco suciamente azul y tiene los p¨¢rpados azules, como las rameras babil¨®nicas, que se los pintaban de antimonio. En las ciudades invernales, en las ciudades lluviosas donde la gente mira al vac¨ªo con ojos de un azul muerto, el viajero puede morirse de nostalgia no de su pa¨ªs ni de la abierta claridad del sol, sino de los azules con que se educ¨® su mirada. Los matices del gris, los verdes h¨²medos y los ocres del Norte no pueden nunca consolarlo. A los n¨®rdicos, acostumbrados a su azul dom¨¦stico, al prudente azul de sus porcelanas, sus moquetas y sus breves d¨ªas soleados, les ocurre exactamente lo contrario: se emborrachan de azules en los pa¨ªses del Mediterr¨¢neo y de Oriente, reniegan de s¨ª mismos y emprenden viajes de delirio que los llevan a descubrir las fuentes del Nilo, a transfigurarse en jeques beduinos o a vivir errantes bajo las geograf¨ªas inversas de los azules del Sur y a morir sin volver nunca a los grises f¨²nebres de donde huyeron: Lawrence Durrell en Provenza, Graves en Mallorca, Brenan en Alhaur¨ªn el Grande, provincia de M¨¢laga. El ap¨¢trida llegado a Europa desde el hemisferio austral siente que todas las calles y todas las ciudades son iguales y de pronto una mancha de azul le devuelve la vida: "Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad", dice Ra¨²l Gonz¨¢lez Tu?¨®n, "y la mujer que amo con una boina azul".
Hay lugares mar¨ªtimos donde el azul cunde como una epidemia, como un rastro que gu¨ªa la mirada y los pasos hacia otros azules: el azul denso y reluciente de la pintura de los barcos de pesca el de los marcos y los postigos de las ventanas, el de las vigas de las casas, un azul inflexible contra la cal de las paredes, como el azul de esas manos abiertas que se ven a veces en las fachadas de Marruecos y el que fluye en penumbre desde el interior inaccesible de los patios. En Cadaqu¨¦s yo he visto un azul tan obsesivo y asediante como el silbido de la tramontana. Tras un cristal estremecido se ven los azules impasibles y parece mentira que el viento no los desbarate y los retuerza como a los olivos salvajes de los acantilados. Es el azul que mira la muchacha de espaldas de Salvador Dal¨ª, el que exist¨ªa en los ojos de Joan Mir¨®, un azul alucinatorio y catal¨¢n que s¨®lo puede ser catalogado en sus variedades e inflexiones por la sabidur¨ªa crom¨¢tica de Josep Pla. Vi¨¦ndolo me acordaba de un relato de Howard Philip Lovecraft cuyo t¨ªtulo es de una maestria que casi nos exime de seguir ley¨¦ndolo: El color que cay¨® del cielo. Por o¨ªr una voz elegida que pronuncie su nombre, don Pedro Salinas dice que lo tirar¨ªa todo, hasta el azul del oc¨¦ano en los mapas, que seguramente es el primer azul que nos conmueve en nuestra vida y el ¨²nico que lo resarce a uno de haber tardado tanto en ver el mar. En el blanco y negro del cine resplandecen azules que los ojos no ven: sabemos que en Par¨ªs, durante los primeros d¨ªas l¨²gubres de la ocupaci¨®n, los alemanes vest¨ªan de gris, e Ingrid Bergman, de azul.
Los mejores azules son los que surgen tan inesperadamente como manchas audaces arrojadas a un lienzo vac¨ªo por la mano ebria de un pintor y los que vemos o imaginamos en algunos sue?os, en las pel¨ªculas antiguas de navegaciones y piratas, en las novelas de aventuras: durante a?os, el azul m¨¢s importante de mi vida fue el que vieron desde la cima de un volc¨¢n apagado los n¨¢ufragos de Julio Verne en La isla misteriosa: un azul un¨¢nime y un poco sombr¨ªo que era el del Pac¨ªfico sur en el mapamundi de mi enciclopedia escolar. Ahora me acuerdo de aquellos libros y de todos los azules que guarda la memoria infiel de los ojos al abrir el peri¨®dico y encontrar en sus p¨¢ginas la noticia del descubrimiento de otro azul que s¨®lo existe en las regiones m¨¢s inaccesibles de la Tierra: en las laderas del Himalaya, unos cient¨ªficos acaban de encontrar la planta m¨¢s azul del mundo, "un fruto tropical que es m¨¢s azul que la baya m¨¢s azul conocida". Un azul m¨¢gico, casi abstracto, porque esa planta, nos dice, no contiene pigmentos azules: es azul porque sus delgadas capas de materia transparente reflejan unas ciertas longitudes de onde de la luz; como en la pintura, el color s¨®lo existe en la pupila de quien mira. S¨¦ de exploradores que han buscado pa¨ªses, tesoros enterrados, ciudades perdidas; me he educado leyendo relatos de viajes en busca del Vellocino de Oro, de El dorado, de la Fuente Juvencia, del Santo Graal; hasta hoy, cuando he encontrado ese titular que era como una mancha de azul en la mon¨®tona tipograf¨ªa del peri¨®dico -"Descubierta en Asia la planta m¨¢s azul del mundo"- no pude imaginar que alguien emprendiera un viaje al Himalaya en busca de un color; lo han visto brillar como un metal en la penumbra de la selva, inasible como el polvo de oro que el viento dispersa entre la arena en aquella pel¨ªcula de John Huston. Porque ese azul tampoco podr¨¢n traerlo consigo cuando vuelvan: les quedar¨¢ el testimonio cada vez m¨¢s inexacto de los recuerdos y de las Fotograf¨ªas, y puede que alguna vez merezcan so?arlo. As¨ª se despide uno de los azules de Vermeer cuando abandona el museo y del azul de una ciudad donde le ha anochecido sin que se diera cuenta mientras preparaba su equipaje.
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