A Dios rogando
La intolerancia es siempre la misma, la propugneri ayatol¨¢s, militares o se?ores de negro. Suele justificarse invocando la necesidad de una redenci¨®n que parecen decididos a imponernos quienes saben lo que nos conviene. Para que nos salven a pesar nuestro estamos ahora, con lo que nos cost¨® conquistar el derecho a decir o a hacer cuanto nos viniera en gana mientras la vieja Iglesia de Roma retuvo la hoguera como forma de censura.No todo el mundo tiene el don de la oportunidad. Resulta que Salman Rushdie, refugiado en Occidente para evitarse esta man¨ªa de matar al autor que el Vaticano traspas¨® a la Meca, se fue al campo de los enemigos de su obra justo en el momento en que sus antiguos mentores decid¨ªan ponerse, ellos tambi¨¦n, a invocar a la divina Providencia. Arriesga ahora que en Occidente se ofenda alguien por su muy razonable traici¨®n a los valores de ac¨¢ (un acto de cobard¨ªa a tiempo resuelve muchos problemas) y mande ejecutarle. Son los peligros de sacralizar las cosas humanas.
Tanto da que Sadam Husein clame a Al¨¢ para lanzarse a una guerra santa y salvadora contra Occidente como que George Bush pida a su gente un domingo de oraci¨®n para que Dios baje y eche una mano. Deber¨ªamos dejar a la divinidad all¨¢ arriba sin mezclarla en estos l¨ªos de muerte y desolaci¨®n. Las guerras no son santas. Son leg¨ªtimas o ?leg¨ªtimas. Matar no es santo; es un recurso de los humanos cuando no nos queda m¨¢s remedio que ponernos a la altura de los salvajes que nos amenazan. No hay nada de santo en ello: es apenas cuesti¨®n de supervivencia.
Por esta raz¨®n, como se descuide Salman Rushdie, se va a tener que proteger del nuevo orden meti¨¦ndose en una cueva en la que le olvidemos todos para siempre. Habr¨¢ hecho un pan como unas tortas. Y se arrepentir¨¢ de haberse mezclado en una discusi¨®n entre dioses.
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