Un h¨¦roe de las mujeres
A Bioy Casares la historia seguramente le interesar¨¢: ¨¦l, si la contara, tal vez la atribuir¨ªa a un tenorio porte?o de madurez declinante y a una dama inglesa de pelo rojo y modales tan escandalosos como su belleza que cruza como un rel¨¢mpago de fuego los salones de la mejor sociedad de Buenos Aires. Pero no es imprescindible acudir a la literatura para referirla ni inventar otros pormenores que los que ofrece el peri¨®dico para revelar el modo exacto en que la ternura, la vanidad y la mentira se vinculan en ella, as¨ª como una vaga memoria ambiental que procede del cine y de las revistas del coraz¨®n de hace 30 a?os, donde posaban hombres con el pelo todav¨ªa engominado y mujeres con zapatos de aguja, faldas acampanadas y peque?os sombreros con un velo que cubr¨ªa la mitad de la cara. Una Costa Brava todav¨ªa agreste y s¨®lo frecuentada por unos pocos extranjeros desganadamente ap¨¢tridas y un Madrid de tranv¨ªas azules y bulevares intactos, de vest¨ªbulos de hoteles que se parecen ampulosamente a los decorados de Hollywood y cafeter¨ªas modernas donde se cruzan los magnates franquistas con los productores internacionales de cine son los lugares por los que transitan los personajes de la historia: es ese tiempo en el que el cielo sobre la Gran V¨ªa tiene un azul hiriente de postal o de tecnicolor, cuando nuestros mayores volv¨ªan a provincias mostrando una foto en la. que sonre¨ªan tomados del brazo en la plaza de Espa?a, junto al monumento de Cervantes. En las p¨¢ginas en huecograbado sepia de las revistas y en el Nodo se ve la a las celebridades internacionales asistiendo con gafas de sol a las corridas de toros y visitando el museo de bebidas de Perico Chicote.El h¨¦roe, desmentido ahora, olvidado y muerto, es uno de esos galanes con fijador en el pelo y trajes a rayas a los que nuestros padres tal vez hubieran querido parecerse en su juventud. Exhibe una rotunda masculinidad espa?ola suavizada por una especie de desenvoltura internacional. Re¨²ne en su figura intachable varios prestigios simult¨¢neos: es un torero c¨¦lebre, escribe y publica versos, act¨²a en el cine con la misma naturalidad seductora que en las Fiestas sociales y en las barras de las cafeter¨ªas cosmopolitas. Con el tiempo, al cabo de unos pocos a?os, su presencia ir¨¢ volvi¨¦ndose m¨¢s rara y cada vez menos usual los diversos escenarios donde resplandec¨ªa, y s¨®lo conocer¨¢ un breve apogeo recobrado cuando aparezca, a mediados de los setenta, en un programa arcaico de la televisi¨®n, vestido de esmoquin, ya un poco canoso pero todav¨ªa implacablemente distinguido, navegando como por los salones de una pel¨ªcula musical entre concursantes femeninas que cumplen por un d¨ªa el sue?o satinado y pat¨¦tico de una boda con tules lujosos y marchas nupciales que muy pronto se convertir¨¢n en la sinton¨ªa de un anuncio de detergentes: en torno al ¨²nico televisor que hab¨ªa en mi calle -ten¨ªa la pantalla cubierta con un papel de seda azul, porque se aseguraba que los rayos que desped¨ªa el aparato pod¨ªan dejarlo a uno ciego- las mujeres de la vecindad se congregaban, los domingos por la tarde para ver a Mario Cabr¨¦ en Reina por un d¨ªa con un arrobo lacrimoso muy semejante al que las embargaba cuando ve¨ªan pasar a las novias camino de la iglesia.
Puede que se perdiera tan r¨¢pidamente en el olvido porque pertenec¨ªa a un mundo que se extingui¨® en a?os pocos a?os. a un degradado romanticismo de posguerra y bolero de Mach¨ªn, a una eniotividad de pel¨ªculas en blance y negro seriales radiof¨®nicos y discos dedicados que proven¨ªan de los a?os oscuros del aislamiento v la escasez y que sucumbi¨® como un viejo decorado tras la irrupci¨®n del turismo, de los irrupci¨®n, coches utilitarlos y de los televisores y las fotograf¨ªas en color. El era, fatalmente, un h¨¦roe en blanco y negro, un gal¨¢n caballeroso y antiguo, el metal de una voz que s¨®lo pod¨ªa conmover a las imaginaciones educadas en la radio. La poes¨ªa y la tauromaquia le fueron tan desleales como el cine: si perdur¨® algo su fama no fue por lo que hab¨ªa hecho, sino por un amor que hab¨ªa logrado en sus a?os de m¨¢xima gloria, el de aquella actriz de pelo negro y cobrizo que parec¨ªa en las pel¨ªculas una impetuosa estatua de Afrodita y deambulaba borracha y descalza por los bares m¨¢s exclusivos y m¨¢s golfos de Madrid seduciendo a los hombres con su magn¨ªfica desverg¨¹enza carnal. "Oh belleza, oh maravilla, oh terror", dice Shelley: en el Madrid de aquellos a?os Ava Gardner r¨ªo era s¨®lo un espejismo del cine, sino una aparici¨®n que irrump¨ªa en la realidad trastorn¨¢ndolo todo, provocando un enconado deseo de varones torpes y furiosos que al verla erguida y sola ante un Dry Martini en la barra de un bar ca¨ªan ¨ªntimamente fulminados por la desgracia y el rencor de estar mir¨¢ndola y sentirla tan ajena a ellos como si tambi¨¦n entonces la vieran en la pantalla de un cine.
Se rumoreaba de ella, con malevolencia y envidia, una promiscuidad insaciable. Circularon leyendas que todav¨ªa perduran, noches de borrachera y esc¨¢ndalo en los pasillos del Ritz, taxistas o botones o banderilleros que alcanzaron el don de abrazarla beoda y salieron luego transfigurados, exhaustos, todav¨ªa incr¨¦dulos, a las calles reci¨¦n amanecidas de Madrid. Pero a nadie m¨¢s que a ¨¦l le estaba reservado el orgullo de haber merecido el amor de Ava Gardner: la sedujo, dec¨ªan, con su coraje de torero, su delicadeza de literato, su elegancia tan poco espa?ola, casi argentina, de clubman suramericano. Muchos a?os despu¨¦s, cuando ya era un anciano triste y desenga?ado que esperaba la muerte sentado al calor insuficiente de una mesa camilla, sonre¨ªa al acordarse de ella y repet¨ªa con voz d¨¦bil los versos que le escribi¨®, las palabras que ella le dec¨ªa. Iba vestido, en sus ¨²ltimas fotos, con un pijama azul p¨¢lido de moribundo, ten¨ªa el pelo blanco y al sonre¨ªr se le estiraba la piel sobre, la ostensible calavera, pero la sonrisa, cuando nombraba a Ava Gardner, casi era la misma de entonces, y no parec¨ªa merios admirable porque ahora fuera una sonrisa de dientes postizos. Lo hab¨ªa perdido todo, el dinero, la juventud, la fama, pero las pocas cosas que a¨²n. le quedaban nadie podr¨ªa arrebat¨¢rselas: la memoria del amor de Ava Gardner, los d¨ªas lejanos y luminosos en que la miraba desde el centro del ruedo y le arrojaba su montera antes de volverse hacia un toro jadeante e inm¨®vil desenvainando un estoque.
Ahora, cuando los dos est¨¢n muertos, se ha sabido una de esas verdades que Bioy Casares suele reservar para las ¨²ltimas l¨ªneas de sus mejores relatos: publican en Am¨¦rica una autobiograf¨ªa p¨®stuma de Ava Gardner y en ella se revela que nunca am¨® a Mario Cabr¨¦, que le encontr¨® tendido a su lado al despertarse una ma?ana de amnesia y resaca y no supo qu¨¦ hab¨ªa sucedido ni por qu¨¦ se hab¨ªa acostado con ¨¦l. Lo que para ella apenas existi¨® fue el hecho m¨¢s relevante en la vida de un hombre: tal vez por vanidad, o por inocencia, o por amor a las pel¨ªculas, Mario Cabr¨¦ vivi¨® desde entonces ¨²nicamente dedicado a rememorar la noche imaginaria en la que hab¨ªa sido un h¨¦roe. Con el paso del tiempo acabar¨ªa creyendo que era cierto lo que recordaba y contaba, lo que hab¨ªa inventado: tal vez el silencio de ella durante tantos a?os fue un gesto de ternura, o de secreta piedad.
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